El viaje hacia la esperanza
Que el Señor reanime el corazón de sus fieles en esta Pascua
De pie, una mujer se mira en el espejo.
Hay tanto que ha cambiado desde que se casó hace un año: un nuevo hogar, un marido cariñoso y ahora, un bebé por nacer. Está consciente de que le aguardan momentos difíciles, pero también sabe que las alegrías y experiencias nuevas serán muchas. Pensar y meditar en todo lo que le tocará vivir en los meses venideros la llena de expectación y energía.
Un hombre en su escritorio mira hacia el exterior por la ventana de su nueva oficina. Acaba de recibir un prestigioso ascenso en la empresa y se siente entusiasmado con su nuevo cargo. Tendrá mucho más trabajo que antes y la responsabilidad de los proyectos que tendrá a su cargo será mucho más grande, pero no se preocupa por las nuevas situaciones de presión que tendrá que enfrentar.
Las perspectivas que encierran las situaciones descritas son buenas y positivas; veamos ahora otras muy diferentes.
Una viuda de edad avanzada se entera de que tiene cáncer terminal. Sus hijos ya no vienen a visitarla y ahora tiene que enfrentar sus últimos meses de vida en completa soledad.
Un hombre de 50 años, cuyos hijos están en la universidad, es despedido del trabajo y no puede encontrar otro por su edad.
Una mujer se entera de que su esposo se ha ido del hogar sin explicación alguna, excepto que sacó todo el dinero de la cuenta bancaria.
¿En qué se diferencian estos casos? Las dos primeras personas se llenaron de esperanza porque ven que el futuro es prometedor y esperan con alegría y entereza lo que les deparará el futuro. Los otros tres casos son ejemplos de situaciones que pueden llevar a cualquier persona al desánimo, la inseguridad y la pérdida de toda esperanza, porque no ve más que un futuro de dolor, sufrimiento o depresión y se llena de temor, al punto de no tener ya energía para seguir adelante.
Todos conocemos a personas que han perdido la esperanza en la vida y tal vez nosotros mismos nos hemos sentido descorazonados en algunos momentos. Pero ya sea que nos hayamos sentido así por un día o por años, Jesús quiere que sepamos que siempre hay esperanza, porque Él mismo es quien nos la da. Esto es algo que dos de sus propios discípulos descubrieron aquella primera Pascua de Resurrección, como lo veremos en el episodio de los dos viajeros que iban por el camino de Emaús, según leemos en Lucas 24,13-35.
Un visitante celestial. Era el Domingo de la Pascua y dos de los seguidores de Jesús se dirigían por el camino hacia Emaús, un pequeño pueblo en las afueras de Jerusalén. Habían sido discípulos por un tiempo y las enseñanzas y milagros de Jesús les habían cautivado el corazón. Pero todo había cambiado cuando vieron que arrestaban, flagelaban y crucificaban a su amado Maestro. Habían creído que Jesús era el escogido y pensaban que Dios lo había enviado a redimir a Israel, pero aquel Viernes Santo se sintieron desolados y quién sabe si hasta traicionados. Por eso decidieron regresar a su pueblo y volver a su vida anterior.
Pero mientras caminaban, un desconocido se les unió por el camino: ¡Era Jesús, aunque no lo reconocieron! Por el resto del camino, el forastero les explicó que los designios de Dios eran que el Mesías debía sufrir y morir, pero que luego resucitaría glorioso. Tan impresionados quedaron los discípulos con las palabras del desconocido que lo invitaron a quedarse a cenar con ellos para que les siguiera hablando. Pero no fue sino hasta que el huésped bendijo el pan y lo partió que se dieron cuenta de que realmente era el propio Jesús.
Después de todo, ¡era cierto que Jesús era realmente el Mesías y que había resucitado! Esto significaba que todo lo que Él había dicho y hecho era auténtico y que ellos tenían razón al haber creído en Él. Llenos de asombro, alegría y entusiasmo corrieron de regreso a Jerusalén para contarle a Pedro y a los demás la buena noticia de lo que habían experimentado.
¿Cómo se ve el futuro? En este hermoso pasaje del Evangelio podemos ver lo poderosa que es a veces la esperanza. Antes de reconocer a Jesús, los dos discípulos se iban alejando de Jerusalén, porque ya no se sentían parte de aquella pequeña comunidad de fe que se había formado en torno a Jesús y su mensaje. Decidieron abandonar a quienes habían orado con ellos y quienes habían experimentado el amor y la misericordia de Dios junto con ellos, sus hermanos junto a los que habían visto tantas obras y curaciones milagrosas. En realidad, era como si al dejar atrás a este pequeño grupo de creyentes, abandonaban a Jesús mismo y todo lo que Él les había enseñado.
Pero el Señor no los dejó irse así tan fácilmente y salió a buscarlos. Actuando como el buen pastor de la parábola, no se desentendió de ellos, deseando que les fuera bien, sino que salió a buscarlos y trató de traerlos de regreso. Y ¿cómo lo hizo? No maravillándolos con más milagros y obras portentosas, ni rogándoles que volvieran y ni siquiera tratando de convencerlos de que estaban cometiendo un terrible error, sino simplemente devolviéndoles la esperanza. Para ello, les explicó los planes de Dios para la salvación, les demostró que su muerte no había sido un accidente y que Dios no lo había abandonado a Él, y que Él tampoco los abandonaría a ellos.
Mientras hablaba, las promesas de Dios empezaron a encender el fuego del amor divino en los corazones de los discípulos y el futuro empezó a verse más luminoso, porque las promesas del pasado empezaban a cumplirse delante de sus ojos.
Aquí es donde difieren los casos que describimos al principio. Las dos primeras personas ven un futuro lleno de luz y prometedor; las otras tres no ven más que desgracia y sufrimiento, sin esperanza alguna para su vida futura. Los discípulos de Emaús eran como estas tres últimas personas: pensaron que ya no había futuro para ellos en Jerusalén. Las promesas de Jesús y todas las buenas noticias de su predicación se habían esfumado con su muerte. Por eso, Jesús se quedó con ellos para hablarles, hacerles ver el camino correcto y ayudarles a decidirse por el futuro que Él tenía preparado para ellos.
Esto es precisamente lo que el Señor quiere hacer para nosotros cada vez que perdemos la esperanza. Quiere unirse a nosotros en nuestro caminar, incluso cuando nos vamos “alejando de Jerusalén” y convencernos de que Él tiene un plan bueno y positivo para nosotros. Quiere ayudarnos a ver las circunstancias por las que estemos pasando con ojos de fe y esperanza, para que veamos que siempre tiene su mano sobre nosotros y que nos puede ayudar. Quiere hacernos levantar la mirada hacia el cielo y hacernos ver que somos parte de algo mucho más grande. Y al hacerlo, quiere darnos la capacidad de ver las dificultades y pruebas que nos toca pasar con una perspectiva más amplia y más celestial. Lo hace porque quiere convencernos —incluso contra toda lógica humana— que siempre hay lugar para la esperanza y que en realidad lo que nos espera son días mejores.
De las palabras a la revelación. Con todo, las palabras no bastaron para que los discípulos decidieran volverse. Sí, sentían que les ardía el corazón y empezaron a mirar al futuro con optimismo, pero seguían alejándose de Jerusalén. Solamente cuando reconocieron a Jesús pudieron ver que había un futuro nuevo y decidieron regresar a toda prisa junto a los demás discípulos. ¿Qué fue lo que los hizo cambiar? El encuentro personal con Cristo, que les ayudó a reconocer y aceptar los anhelos que les habían surgido de nuevo en el corazón. Y ese encuentro personal se produjo durante la cena: cuando Jesús bendijo y partió el pan.
En ese momento, reconocieron que el reino de Dios había llegado. Más aún, vieron que ellos mismos tenían una parte que desempeñar en los planes de Dios, un sentido de propósito, de misión, que los colmaba de alegría y dinamismo. Y sabiendo que Jesús estaba con ellos, se sentían llenos de la audacia que necesitaban para afrontar, con esperanza, entereza y confianza, cualquier tribulación que les deparara el futuro.
El episodio de Emaús nos enseña que toda la predicación del mundo no basta para movernos a actuar. Puede despertar la esperanza en uno, pero esa esperanza necesita un sentido de realización en hechos concretos, sin el cual no logrará hacernos cambiar. Esta es la razón por la cual la Santa Misa tiene no sólo la Liturgia de la Palabra sino también la Liturgia de la Sagrada Eucaristía. Las lecturas de la Misa sirven para encender el amor y la esperanza en nuestro corazón, pero todavía necesitamos que se nos abran los ojos del espíritu para ver a Jesús en el Santísimo Sacramento, y sabiendo que está allí presente, lo recibamos en el corazón y experimentemos su poder transformador.
¿Cuál es la verdadera esperanza? Es muy posible que en algún momento nos encontremos en nuestro propio “camino a Emaús”, incluso sin siquiera saber cómo llegamos allí. Tal vez nos hemos dejado llevar por las exigencias del día, que nos han hecho perder de vista las promesas del Señor; quizás hemos cedido a la tentación y permitido que el pecado empañe nuestra cercanía con Jesús; tal vez nos hemos dejado dominar por el desaliento o la inseguridad. Cualquiera sea la causa, hemos perdido la esperanza y hemos quedado a la deriva en medio de la tristeza o la frustración.
¡Pero no tenemos por qué quedarnos allí! Jesús puede abrirnos los ojos para que veamos las señales de esperanza que nos rodean por todas partes; puede hacernos revivir internamente y recordar sus promesas. Nos puede sacar del aislamiento y ayudarnos a unirnos de nuevo a nuestros hermanos en Cristo. Pero, por encima de todo, puede llevarnos a conocerlo personalmente para que lo veamos y corramos a sus brazos amorosos, felices de regresar a casa y estar a su lado para siempre.
Así pues, ya sea que usted se sienta lleno de paz y esperanza ahora mismo o agobiado por la inseguridad o el desaliento, deje que Jesús venga en su búsqueda. Permita que Él le muestre que su futuro puede ser tan glorioso como es el suyo; deje que Él mismo lo llene de entusiasmo con la perspectiva de una nueva vida para que usted se sienta lleno de energía para afrontar cualquier prueba que le traiga el porvenir. El Señor va caminando con usted paso a paso, aunque usted no lo vea ni lo reconozca. Permítale que lo sane, lo aliente, le abra los ojos y lo alimente con su propio pan de vida.′
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