La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Enero 2021 Edición

El “servicio perpetuo” a los enfermos

San Camilo de Lelis, patrono de los enfermos, los hospitales y el personal hospitalario

Por: Anne E. Neuberger

El “servicio perpetuo” a los enfermos: San Camilo de Lelis, patrono de los enfermos, los hospitales y el personal hospitalario by Anne E. Neuberger

La leyenda dice que cuando Camila Camelli, de Laureto (Italia) quedó embarazada por última vez en 1550, tuvo un sueño sobre el futuro del niño. Vio a su hijo como adulto, con una cruz sobre el pecho y llevando a otros hombres a hacer lo mismo. Sintiéndose muy inquieta por el sueño, lo recordó por el resto de su vida. ¿Por qué la preocupación? Porque en Italia, en el siglo XVI, la única vez que alguien llevaba una cruz sobre el pecho era cuando era condenado a la horca. En realidad, el sueño de Camila se cumplió, pero no como ella pensaba.

Un adolescente abusivo. Camilo, el hijo de Camila, llegó a una estatura asombrosa para su época: a los 16 años ya medía 1,98 m de altura (o sea 6’6”). Habiendo perdido a su madre a los 13 años; siendo descuidado por su padre militar y de estatura más alta que nadie, se convirtió en el matón de la ciudad. A los 17 años, siguió los pasos de su padre y se enlistó en el ejército, donde le tocó batallar contra ejércitos franceses y turcos en su Italia natal. Poco tiempo después comenzó a distinguirse por su afición al juego y por su temperamento violento.

En esa época, le salió un absceso severo y doloroso en la pierna derecha. En busca de atención médica, Camilo fue a un hospital y quedó consternado por lo que allí vio. La atmósfera era irrespirable, la comida repugnante y una suciedad que plagaba todo el lugar. Muchos de los trabajadores, que eran mercenarios no entrenados, trataban con dureza a los pacientes.

Recuperado a medias, comenzó a ir cojeando de cama en cama para enjugar la frente de los enfermos febriles, llevar agua a los sedientos y hablarles con amabilidad a los pacientes para consolarlos y animarlos.

Pero los hábitos arraigados no desaparecen fácilmente. Al cabo de unos meses, le dijeron al irritable y pendenciero Camilo que abandonara el hospital. Regresó al ejército, pero luego perdió en apuestas sus lucrativos ingresos de soldado mercenario. En los años siguientes continuó el ciclo interminable de vida militar, juegos de azar y hospitalización.

Cambio de corazón y de vida. Las deudas de juego llevaron a Camilo a aceptar trabajos extraños, a veces en monasterios. Allí, escuchaba las homilías y podía apreciar la paz y el buen sentido que formaban parte de la vida monástica. En un convento capuchino, un fraile vio que algo bueno había en la persona de Camilo. Cuando éste quiso irse a otro convento esperando encontrar trabajo, le pidió a este fraile que orara por él. El monje aceptó y le dijo: “Dios es todo. El resto no es nada.”

Llevaba apenas una hora de viaje, cuando de repente Camilo sintió como si una luz resplandeciera en su alma y empezó a sentirse abrumado de pesar por su vida pasada. Cayendo postrado, oró: “Señor, he pecado. ¡Perdona a este gran pecador! ¡Qué infeliz he sido durante tantos años por no haberte conocido ni haberte amado!” Decidiéndose a vivir según la humildad y el amor, trató de ingresar a varios monasterios, pero no lo aceptaron por su escasa educación, su afición al juego y su precaria salud.

Compasión y limpieza. Camilo se fue a Roma y encontró trabajo en el Hospital de Santiago, para pacientes “incurables”. Fregaba pisos, lavaba frazadas y reorganizó el sistema de alimentación. Aunque trabajaba mucho, podía mantener una actitud alegre y afable.

Finalmente, lo pusieron a cargo de un grupo de empleados a quienes adiestró en el tipo de atención que él mismo daba. Tras varios años, Camilo llegó a ser mayordomo de todos los aspectos del hospital, y siguió teniendo como prioridad la atención compasiva al paciente. Así, aunque no fue reconocido en ese tiempo, comenzó a transformar el concepto mismo de la atención médica.

Pasarían siglos antes de que se aceptara en general que hay una relación entre la higiene y la salud, pero Camilo entrenó a sus subalternos en esa teoría. Del mismo modo, la relación entre la dieta y la curación tampoco había recibido mucha atención, pero Camilo se preocupó de que la comida que se servía a los pacientes fuera buena. También insistió en que los servidores del hospital se capacitaran en el arte práctico de cuidar a los enfermos, con énfasis especial en la compasión. “Los pobres y los enfermos son el corazón de Dios —decía a menudo— al servirles a ellos, servimos a Jesús el Señor.”

El servicio perpetuo. Pero no todos apreciaron la filosofía de atención compasiva de Camilo. Algunos lo acusaron de querer asumir el control de todo el hospital; otros alegaban que sus ideales eran imposibles de mantener; otros más se resentían por la influencia que estaba adquiriendo. La oposición era tan fuerte que Camilo pensó en renunciar a todo.

Una noche, atormentado por la situación, estaba orando cuando oyó una voz que lo llamaba. Mirando al crucifijo, vio que la figura de Jesús comenzaba a moverse. Los brazos se separaron de la cruz y se dirigieron hacia él y escuchó que el Señor le decía: “Dime qué te preocupa. Sigue trabajando porque yo te ayudaré. Recuerda que este es mi trabajo, no el tuyo.” Reconfortado y fortalecido, Camilo decidió no dejar nunca de trabajar.

Mientras tanto, continuó sintiendo el llamado a la vida religiosa. Eso significaba dedicar años a superar su falta de educación. Finalmente, en 1584, a la edad de 34 años, completó sus estudios y fue ordenado sacerdote.

Luego, reunió a un grupo de seguidores laicos y religiosos para adiestrarlos en su forma de cuidar a los enfermos. En 1586, el Papa Sixto V aprobó el grupo, llamado Siervos de los Enfermos. Cinco años más tarde, el Papa Gregorio XIV confirmó la orden religiosa y la denominó Orden de los Ministros de los Enfermos, ahora conocida también como “los camilianos”. Además de los votos tradicionales de pobreza, castidad y obediencia, Camilo añadió un cuarto voto: “el servicio perpetuo a los enfermos.” Con la palabra “perpetuo” pretendía que él y sus hermanos cuidarían a sus pacientes sin reserva alguna, incluso si eso significaba arriesgar la vida propia.

La primera cruz roja. Cuando una grave peste devastó Roma en agosto de 1590, Camilo y sus seguidores ampliaron su trabajo para atender a las víctimas incluso fuera de los hospitales, en hogares y prisiones. Sobre la base de su conocimiento de las fuerzas armadas y sus propias experiencias como soldado lesionado, Camilo y sus compañeros atendían igualmente a los heridos en los campos de batalla. De hecho, su trabajo es el primer caso registrado de “ambulancia” en un campo militar, palabra que originalmente significaba un hospital móvil.

Para distinguirse de los soldados, los seguidores de Camilo llevaban sotanas negras con una gran cruz roja bordada en el pecho. Cuando le preguntaron a qué se debía esto, Camilo dijo que esperaba que ¡asustara al diablo! Unos tres siglos más tarde, esa gran cruz roja fue adoptada por el Comité Internacional de la Cruz Roja como símbolo de atención compasiva y esmerada a cualquier persona necesitada de atención médica. ¡El sueño de la madre de Camilo se había hecho realidad!

Camilo de Lelis murió en Roma el 14 de julio de 1614 a la edad de 64 años. En 1746 fue canonizado y nombrado patrón de los enfermos y de los trabajadores de la salud, a la par con San Juan de Dios.

Un legado de compasión. En las luchas personales de Camilo se ve una historia de redención. Todos hemos tenido malos hábitos y tomado decisiones erróneas en la vida, pero esto no tiene por qué impedirnos recibir el amor de Dios y compartirlo con quienes alternamos a menudo.

Pero Camilo también se destaca como el que cambió radicalmente la atención médica con el poder del Evangelio y el amor de Cristo. Él conocía la sensación de desánimo que a veces provocan las enfermedades extrañas y contagiosas, pero nunca se desesperó. Ahora que hacemos frente a las incertidumbres y los estragos del COVID-19, el testimonio de Camilo puede darnos una luz de esperanza. Si podemos aprender a tratarnos unos a otros —sanos o enfermos— con la misma compasión que San Camilo tuvo con sus pacientes, también podríamos transformar los lugares en los que vivimos.

Anne E. Neuberger es escritora independiente y colabora con La Palabra Entre Nosotros.

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