El sentido espiritual del ayuno
El ayuno nos ayuda a vivir en santidad
Por: Carlos Alonso Vargas
Cuando, en nuestra época, se habla de ayuno, lo más frecuente es enfatizar lo que podríamos llamar su dimensión “social”: se dice que el ayuno encuentra su sentido en que los alimentos que uno no se comió (o su equivalente monetario) se los dé a alguna persona pobre. Entonces, uno se priva de alimentos para compartirlos con los más necesitados.
Esa es sin duda una expresión muy loable del ayuno. Nos impulsa a compartir los bienes materiales con quienes habitualmente los necesitan, cuando nosotros habitualmente los tenemos. Más aún, nos lleva a una verdadera solidaridad con ellos: al no comer, estamos experimentando en carne propia lo que ellos suelen experimentar por su indigencia.
Esa visión del ayuno tiene antecedentes en el Antiguo Testamento. En Isaías 58, 3-12 el Señor reprende a los que ayunan mientras explotan a sus trabajadores y dice en qué consiste el ayuno que a él le agrada. Sin embargo, el énfasis de este pasaje no es tanto el que uno dé a los pobres lo que no se comió o el dinero que no usó, sino que la vida de uno sea coherente: para que el ayuno agrade a Dios tiene que ir acompañado de una vida recta, en que uno es justo con los demás, en que comparte sus bienes con los necesitados. Si uno es injusto y egoísta, sus prácticas religiosas no valdrán nada ante Dios.
Algunos Padres de la Iglesia mencionan explícitamente la práctica de dar a los pobres el alimento del que uno se privó al ayunar. San León Magno dice: “Que nuestros ayunos contribuyan al alivio de los necesitados. Ningún sacrificio de los creyentes es más agradable al Señor que aquel del cual los pobres se benefician” (Sermón 48, 5). Esa dimensión del ayuno tiene, entonces, su asidero en la antigüedad cristiana.
Sin embargo, modernamente se tiende a enfatizar solamente ese aspecto social del ayuno, que ciertamente está presente tanto en la tradición judía como en la cristiana, pero en ninguna de ellas agota el sentido del ayuno. Al enfatizar tanto esa dimensión social, pareciera olvidarse que hay otras facetas que también le dan sentido a la práctica del ayuno.
Entre algunos católicos existe también cierta tendencia a ver el ayuno como “sacrificio” entendido como “privación”. Esto conlleva el riesgo de pensar que el hecho de privarse uno de algo le “gana puntos” ante Dios, como si la relación con él fuera cuestión de acumular méritos. Después veremos una forma más sana de entender el ayuno como sacrificio.
Antecedentes en la Escritura y en la tradición cristiana
En el Antiguo Testamento vemos que el ayuno se practica principalmente con dos propósitos: “afligir el alma” y “buscar el rostro del Señor”. Con “afligir el alma”, la Escritura se refiere a quebrantar el propio orgullo: al privarse de la comida ya uno no se siente satisfecho, no tiene de qué jactarse; es como si estuviera en duelo. Por su parte, lo de “buscar el rostro del Señor” significa establecer con Dios una relación personal caracterizada ante todo por la justicia y la obediencia a sus mandamientos.
En el caso de los cristianos, sabemos con certeza que el ayuno se practicaba desde los inicios; así se indica en el Nuevo Testamento (ver p.ej. Mt 6, 16; 9, 15; Hch 13, 3; 14, 23; 27, 9; 1 Cor 7, 5) y se menciona en algunos escritos antiguos. Y los “Padres del desierto” (iniciadores del movimiento monástico en el siglo IV) enuncian dos propósitos muy claros para el ayuno: lo ven como un medio eficaz de luchar contra las pasiones —es decir, de lograr el dominio propio y vencer la tentación—, y también como una forma de combate espiritual.
Dimensiones del sentido espiritual del ayuno
La fe cristiana ve al ser humano como una unidad de cuerpo y alma, y por eso algo corporal como el ayuno tiene sus efectos en nuestra vida espiritual. Vamos a explorar algunas dimensiones de ese sentido espiritual del ayuno.
1. El ayuno como “búsqueda del rostro del Señor”
Cuando ayunamos sentimos hambre, y al sentirla recordaremos por qué estamos ayunando. Y si tomamos en serio nuestra fe, no nos será difícil entonces dirigir la atención hacia Dios, porque, sea cual sea el propósito de nuestro ayuno, lo estamos haciendo por causa de Dios y de nuestra relación con él.
El ayuno siempre se ha considerado un medio de “penitencia”, es decir, de convertirnos a Dios, de volvernos hacia él. El ayuno, como la oración, es una ayuda para lo que el Antiguo Testamento llama “buscar el rostro del Señor”: estar en su presencia y buscar la intimidad con él. En efecto, nuestra oración resulta más fácil cuando estamos ayunando que si tenemos el estómago lleno.
El ayuno nos permite, pues, experimentar que Dios es nuestro mayor bien, nuestro tesoro y anhelo. Al sentir hambre física, más fácilmente sentiremos hambre de Dios y de su presencia, y tomaremos conciencia de que él es el único que realmente puede saciarnos.
Jesús, al final de su ayuno en el desierto, le replicó al tentador: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que salga de la boca de Dios” (Mt 4, 4). El ayuno, además de ayudarnos en la oración, nos impulsa a alimentarnos de la Palabra de Dios en la Escritura; esa es también una forma de “buscar el rostro de Dios”.
2. El ayuno como medio de “afligir el alma”
La expresión hebrea “afligir el alma” significa humillarse a sí mismo; es lo contrario de “enorgullecerse”. El que está saciado después de un banquete, fácilmente alardeará de su satisfacción. “Afligir el alma”, en cambio, es como estar de duelo. Así pues, el ayunar es una forma práctica de humillarnos, de ponernos en situación de necesidad y de carencia.
Los alimentos son necesarios y buenos; Dios nos los provee para nuestra subsistencia y nuestro gozo. Así que al ayunar no estamos renunciando a algo malo, sino privándonos de algo bueno, algo que necesitamos.
En otras palabras, ayunar es hacernos pobres. Al prescindir de algo necesario, a lo que tenemos derecho, nos presentamos ante Dios con las manos vacías; nos reconocemos necesitados de él, con hambre de él. Y eso es ser “pobres de espíritu”: reconocernos pobres, aceptar que no podemos alcanzar la dicha ni la salvación por nuestros propios medios. Estos pobres de espíritu, dice Jesús, son dichosos porque a ellos “les pertenece el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3): al reconocernos pobres ante Dios podemos recibir la salvación y la bienaventuranza que él tiene para nosotros.
3. Ayuno, oración y sacrificio
El ayuno es, en cierto modo, una forma de oración; cuando ayunamos, el cuerpo participa de la oración porque se presenta necesitado ante Dios. Puesto que somos seres unificados, nuestro cuerpo participa de diferentes modos en la oración. Por eso al orar podemos hacer cosas como estar de pie o arrodillarnos, levantar las manos o juntarlas, cerrar los ojos, cantar. Con el ayuno, es el cuerpo entero el que participa de la oración; ayunar es llevar la oración al nivel corporal.
Así llegamos a un entendimiento correcto del ayuno como sacrificio. Muchos cristianos piensan que un sacrificio consiste en negarse algo en vez de disfrutarlo, o incluso en que esa negación produzca dolor. Pero en el Antiguo Testamento los sacrificios no eran tanto cosas que uno se negara o se quitara a sí mismo, sino principalmente cosas que uno ofrecía o entregaba a Dios como un don para adorarlo a él. Presentarle a Dios un sacrificio u ofrenda es un modo de honrarlo como Dios, es decir, de rendirle culto. El sacrificio, en sentido bíblico, tiene toda una dimensión positiva: es más dar que quitar.
En la Nueva Alianza, el sacrificio único de Cristo recoge y supera todos los sacrificios del Antiguo Testamento, como se explica ampliamente en la Carta a los Hebreos. Ese sacrificio único es la máxima y definitiva expresión de culto a Dios, al cual nos unimos todos los cristianos como cuerpo de Cristo que somos. Y por esa unión con Cristo, el Nuevo Testamento dice que nosotros también, en nuestro culto a Dios, le “ofrecemos sacrificios espirituales” (1 Pedro 2, 5). La Carta a los Hebreos menciona dos ejemplos de esos sacrificios: nuestra alabanza, y el compartir nuestros bienes con los demás (Heb 13, 15-16). Y además, San Pablo nos dice que el culto auténtico o “espiritual” que debemos ofrecer a Dios consiste en “presentar nuestro cuerpo como ofrenda viva” (Rm 12, 1). Si bien es probable que con “cuerpo” se refiera a nuestro ser entero, precisamente se trata de nuestro ser en cuanto que abarca nuestra realidad corpórea. Pablo no alude aquí específicamente al ayuno; pero en la medida en que el ayuno es algo que hacemos con nuestro cuerpo, podemos afirmar que ayunar es una expresión concreta de ese culto auténtico en que ofrecemos a Dios todo nuestro ser.
4. Otras dimensiones del ayuno
Si la mucha comida fácilmente nos embota y nos distrae (ver Lc 21, 34), privarnos de ella en el ayuno puede ayudarnos a estar más sensibles a la presencia de Dios, al mensaje de su Palabra, a la guía del Espíritu. Los Padres del desierto veían por eso el ayuno como una forma de “vigilancia”, de estar en vela ante el Señor como nos pide Jesús (Mt 24, 42-44).
Por su conexión con la oración, el ayuno es también una forma de intercesión. Incluso durante los tiempos del día en que no estamos orando, el cuerpo sigue ayunando: es como una intercesión constante, no con palabras ni con la mente sino con el cuerpo que está “presentado a Dios” como ofrenda. Por eso podemos decir que ayunamos “por” alguna petición que le hacemos a Dios. Ayunar es entonces una forma de hacer más intensa y más completa nuestra intercesión ante el Señor.
El ayuno puede servir también para entrenarse en el dominio propio. Como hemos dicho, ayunar es privarse de algo que es bueno, el alimento. Para ayunar hay que ejercer la fuerza de voluntad, porque lo que uno haría por naturaleza es comer. Ayunar es una decisión que exige dominio propio, pero además de exigirlo, lo ejercita. Al dominarse uno a sí mismo en algo que es natural y bueno (el deseo de comer), su carácter se fortalece y entonces adquiere más dominio propio. Ese dominio propio es parte del fruto del Espíritu Santo (Gál 5, 22-23), es decir, parte del carácter cristiano maduro. Con el ayuno aprendemos entonces a dominar aquellos deseos que no son buenos; así vencemos nuestra inclinación al mal. El ayuno, pues, es un “ejercicio espiritual” que nos ayuda a vivir en santidad, en comunión con Dios, y así constituye también una poderosa arma de combate contra Satanás. Por eso el ayuno es una de las prácticas típicas de la Cuaresma, ese tiempo de intensificar el combate cristiano contra todas las manifestaciones del mal en nuestra vida.
El ayuno es, en fin, una práctica muy valiosa en la tradición bíblica y cristiana. Los cristianos de hoy podemos recuperar su sentido y su ejercicio, siempre buscando “el ayuno que agrada a Dios” (Is 58, 6-10), es decir, en una vida cristiana coherente y no de meras prácticas externas. Si lo hacemos así, descubriremos el gran fruto que puede dar el ayuno en nuestro crecimiento cristiano, en nuestra relación personal con Dios y en nuestra comunión con el resto del pueblo cristiano.
Carlos Alonso Vargas, filólogo y traductor y por muchos años líder en una comunidad cristiana de alianza, es casado, padre de tres hijos y con cinco nietos, y vive con su esposa en San José, Costa Rica.
Comentarios