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Noviembre 2023 Edición

El santo que no encajaba

El inusual camino a la santidad de Benito José Labre

Por: Bob French

El santo que no encajaba: El inusual camino a la santidad de Benito José Labre by Bob French

Hagios es la palabra griega que significa “apartado” o “diferente”; también significa “santo”. ¿Y qué otra palabra podría ser más apropiada? Muchos santos son “diferentes”. Muchos, si no la mayoría, se han apartado del mundo. Piensa en Francisco desnudo en la plaza principal de Asís, haciendo votos de vivir en pobreza. O en San Juan de la Cruz, encarcelado por sus propios hermanos carmelitas por tratar de reformar su orden. Sí, los santos verdaderamente han sido “apartados” para el Señor.

Pero hubo un santo que no fue simplemente apartado, sino que no encajaba en la visión tradicional de la santidad: Fue rechazado por numerosos monasterios, apestaba tanto que su confesor insistía en que no se reunieran en un confesionario cerrado y vivió los últimos trece años de su vida como indigente con sus ropas rasgadas. Ese santo era Benito José Labre.

“No permaneceré en el mundo.” Labre nació el 26 de marzo de 1748, en una familia devota en un pequeño pueblo en el noroeste de Francia y era el mayor de quince hijos. Conforme crecía, era evidente que Benito estaba fuertemente interesado en su fe. Hasta cierto punto, eso no era demasiado sorprendente, tenía seis tíos que eran sacerdotes. Y sin embargo, la seriedad y la firmeza con la que ejercía su fe eran inusuales. Por ejemplo, con tan solo siete años, Benito decidió practicar la autonegación insistiendo en sentarse tan lejos como le fuera posible del fuego en las tardes frías.

El joven Benito José rezaba con frecuencia, ayunaba rigurosamente, le encantaba servir en la Misa y se esforzaba por ser un buen ejemplo en todo lo que hacía. Sus padres estaban seguros de que sería sacerdote. Su tío y padrino, el Padre Francisco José Labre, estaba de acuerdo, así que se ofreció a llevarse con él a Benito para que el muchacho pudiera aprender de él y capacitarse.

Con su tío, Benito comenzó a leer los sermones de un autor del siglo XVII que ponía énfasis en la necesidad de realizar penitencias austeras y en la dificultad de obtener la salvación. Benito se interesó inmediatamente en estas obras, y se enfocó en convertirse en un monje trapense. Quería vivir una vida religiosa que fuera lo más demandante posible. Le dijo a su tío: “No permaneceré en el mundo. Lo único que deseo hacer es irme a un desierto.” Tanto sus padres como su tío trataron de disuadirlo. Les preocupaban su estrecha visión de la penitencia y sus estrictas prácticas espirituales. Pero Benito estaba decidido, así que se fue para nunca regresar a su hogar.

Benito nunca cumplió su sueño. Hizo varios intentos de entrar en conventos de los trapenses y los cartujos, pero con poco éxito. Algunos monasterios lo rechazaron porque era demasiado joven y débil debido a sus ayunos. Y si en alguno lo aceptaban, no pasaba mucho tiempo en el lugar, pues incluso se creía culpable de pecados que nunca había cometido. Durante su última estancia en un monasterio trapense, estaba tan afligido por la culpa que los otros monjes temían por su salud mental. Tal como pasó en los otros monasterios, le pidieron que se fuera.

Errante, pero no perdido. La mayoría de los jóvenes habrían entendido el mensaje después de dos o tres rechazos, pero ese no fue el caso de Benito. Era como si no fuera capaz de concebir una vida distinta. De hecho, es esta actitud, inflexible y aparentemente ilógica que muchos observadores señalan como la evidencia de padecer algún grado de autismo. Los psicólogos a menudo caracterizan a los individuos del espectro autista como personas rígidas con posturas inflexibles con lo que pareciera ser una mente unidireccional. ¡Y Benito era completamente inflexible! Su fijación con sus pecados pasados —tanto los reales como los imaginarios—también ha conducido a la conjetura de que sufría de depresión.

Eventualmente, Benito aceptó que no estaba llamado a la vida monástica. Pero aun seguía profundamente comprometido con una vida de oración, pobreza y penitencia. Así que decidió hacerlo a su manera. Viviría como un monje sin monasterio, sin casa y en constante peregrinación.

De 1770 a 1776, Benito visitó un santuario tras otro a través de Europa, siempre terminando en Roma. Durante estos años, caminó alrededor de treinta y dos mil kilómetros: A Asís, Loreto, Nápoles, Provenza, Averno y muchos otros lugares. Incluso realizó el exigente Camino Real a Santiago de Compostela en España. Y casi siempre viajaba solo. No hablaba con nadie a menos que fuera necesario, nunca pidió comida y solo tomaba lo que le ofrecían gratuitamente. Incluso, a menudo regalaba lo poco que recibía. Siempre llevaba puesto el mismo abrigo junto con un sombrero de tres picos hecho jirones y unos zapatos que se estaban deshaciendo.

Benito rara vez se bañaba —no se consideraba digno de un lujo semejante— así que a menudo estaba infestado de piojos y pulgas. Él aceptaba esta condición como un acto de penitencia por sus pecados y los pecados del mundo. Siempre estaba dolorosamente consciente de cómo se veía y olía. Cuando se unía a otros peregrinos que iban a algún lugar santo, siempre se mantenía apartado de ellos para no ofenderlos y sonaba una pequeña campana para alertar a las personas de que se mantuvieran alejadas.

Un encuentro inesperado. Podríamos considerar que todo esto era excesivo, pero era el camino que Benito había escogido y no había forma de convencerlo con otras opciones.

Cualesquiera que fueran las excentricidades de Benito, el Señor honró su devoción. Porque a pesar de su apariencia desagradable, su fuerte olor y su pensamiento rígido, muchas personas se encontraron con Cristo a través de él.

Por ejemplo, en Fabriano, Italia, Benito consoló a una joven que sufría de una gran angustia debido a una enfermedad incurable. Después de que él se fue, la niña sonreía radiante. Las hermanas de esta jovencita dijeron que cada palabra de Benito “parecía contener consuelo del cielo.”

En otra ocasión, mientras visitaba Bari, Benito se apiadó de los prisioneros del lugar. Entonó la letanía de Nuestra Señora en la calle y los habitantes le dieron limosnas las cuales entregó inmediatamente a los prisioneros.

En el pueblo de Moulins, un sacerdote se encontraba descontento con él porque continuamente rezaba en su iglesia. Asumiendo que era un fanático, el sacerdote trató de expulsar a Benito de su propiedad, a pesar de que Benito había realizado dos milagros en aquel lugar. Primero, multiplicó una pequeña cantidad de comida que había ofrecido a doce indigentes y después, sanó a un sastre local.

Los relatos como estos abundan. Parecía que donde Benito José Labre fuera, llevaba la presencia de Cristo a cualquier persona que pasara tiempo con él.

En 1777, Benito llegó a Roma por sexta vez y decidió quedarse ahí. Durante tres años durmió a la intemperie cerca del Coliseo. En medio de la noche realizaba el Vía Crucis, arrodillándose en el suelo frío y duro sin importar las heridas que tenía en las rodillas. Al salir el sol, se dirigía a diferentes iglesias y rezaba, ya fuera de rodillas o de pie —generalmente sin moverse y a menudo con los brazos levantados— durante horas.

Toda la gente en Roma lo reconocía, ¡era difícil no hacerlo! Y las opiniones estaban divididas. O era un santo o era simplemente otro vagabundo. Muy pocos pensaban que fuera posible que él pudiera ser ambas cosas. Aquellos que pensaban que era un santo lo veneraban, y quienes no pensaban así o lo ignoraban o se burlaban de él y lo golpeaban. Por su parte, Benito agradecía a sus detractores por recordarle sus pecados, y les recordaba a sus admiradores que él se consideraba un pecador.

Un indigente va a casa. A inicios de abril de 1783, le dijo a un amigo: “Reza por mí… no nos volveremos a ver.” El 16 de abril, Miércoles Santo, Benito fue a la iglesia de Santa Maria dei Monti. Después de escuchar el relato de la Pasión salió y colapsó en las escaleras. Un carnicero local llevó a Benito a su casa, donde murió.

La noticia de su muerte se difundió rápidamente por Roma. Las personas gritaban: “¡El santo ha muerto!” El cuerpo de Benito reposó dentro de la iglesia durante tres días, y fue enterrado en el Domingo de Pascua. La multitud que acudió era tan grande que debieron llamar soldados para que mantuvieran el orden.

Los informes de las curaciones milagrosas comenzaron a multiplicarse. Tan solo tres meses después de su muerte se habían reportado ciento treinta y seis curaciones, muchas sucedieron delante de su tumba.

Un santo para quienes no encajan. Para los habitantes de Roma, Benito José Labre ya era un santo, pero no fue sino hasta 1881 que fue canonizado oficialmente. En años recientes, la popularidad de Labre se ha extendido mucho más allá de su ciudad adoptiva. Su estatua adorna el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción en Washington, D.C., y ha sido adoptado como el patrono de tres grupos de personas que a menudo sienten que no encajan: Personas del espectro autista, personas con enfermedades mentales e indigentes. En realidad, Labre puede considerarse el santo patrono de cualquier persona que alguna vez haya sentido que no encaja.

Pero más allá de estas personas, Labre nos enseña que: No hay “moldes” para santos. Dios puede actuar a través de cualquiera de nosotros, sin importar lo “imperfectos” o “dañados” que creamos que somos.

Bob French escribe desde Silver Spring, Maryland.

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