La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Pascua 2023 Edición

El Reino de mi Padre

Mantente fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida

Por: Luis E. Quezada

El Reino de mi Padre: Mantente fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida by Luis E. Quezada

Es ciertamente triste decirlo, pero hoy vivimos en medio de una crisis de fe en la sociedad y también en la Iglesia: Hay demasiados católicos que dicen creer en Dios y en Jesús, pero no vienen a Misa y no practican su fe. Aunque Estados Unidos tiene la cuarta población más grande de católicos en el mundo, después de Brasil, México y Filipinas, las cifras de fieles que asisten a Misa regularmente han ido decreciendo, con algunas excepciones, como lo expresa Los Angeles Times citando a María Chavira, administradora de la diócesis de Phoenix, que dice: “Los hispanos han pasado a ser el grupo étnico más grande de la Iglesia Católica de Estados Unidos.”

La religión católica tiene, en general, un problema bastante serio: la secularización. Según una encuesta de Pew Research, solo el 40% de los católicos asiste a Misa en los Estados Unidos, lo que significa que cerca del 60% no lo hace, de modo que su religión es apenas una tradición superficial, puramente familiar o cultural, pero no de convicción personal ni de práctica de la fe. Y de los que van a Misa, muchos en el fondo no creen en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía. ¡Qué tristeza!

La fe y la fidelidad. Tener fe es estar real y plenamente convencido de que aquello que uno cree es la verdad, la realidad concreta y que esa verdad es la fuente de la vida y la salvación (v. Hebreos 11, 1). Y es la fe y la verdad las que han de orientar nuestras decisiones y acciones, tanto en la vida religiosa, matrimonial y familiar, como en el trabajo y en la sociedad, e incluso en la política.

La meta de la vida cristiana es la eternidad con Dios, es decir, llegar al cielo. Pero no lo lograremos por arte de magia ni siendo indiferentes. El Señor nos creó con libre albedrío, con libertad para tomar las decisiones que queramos, y por eso, nuestra salvación dependerá de lo que cada uno decida hacer en esta vida.

¿Tenemos los católicos garantizada la salvación? No; no la tenemos garantizada, pero sí prometida, pues lo que Dios tenía que hacer para salvarnos ya lo hizo por medio de Cristo en esa suprema y sublime manifestación de amor divino que es la cruz. Ahora nos toca a nosotros hacer nuestra parte. En la balanza de la vida pesará mucho más lo que uno haya hecho en términos de obras prácticas que lo que uno diga ser o creer.

“Queremos hechos, no palabras”, dice un clamor popular. “Lo que te define es lo que haces, no lo que dices”, afirma otro adagio. San Pablo enseña: “Hemos sido salvados en esperanza” (Romanos 8, 24) para que trabajemos con fe y dedicación en nuestra propia salvación y la de nuestros seres queridos.

El juicio particular y el purgatorio. No se puede hablar de la meta de la vida cristiana, sin reconocer que, al morir, todos tendremos que pasar por el juicio particular (Catecismo de la Iglesia Católica,1021). Todos tendremos que dar cuenta a Dios, Juez Supremo de vivos y muertos, de lo que hayamos hecho en esta vida (v. 2 Corintios 5, 10).

Y como probablemente no todos moriremos santos, nos tocará afrontar las consecuencias del daño que hayamos causado a otros con nuestros pecados, faltas y errores, voluntarios o no, y de los apegos que sigamos teniendo a bienes considerados valiosos antes que a Dios. Por eso, tras el juicio particular llegaremos al Purgatorio (v. Catecismo de la Iglesia Católica 1030).

Como vemos, el analizarnos sincera y honestamente con frecuencia es cuestión de vida o muerte para saber si estamos viviendo nada más que para conseguir nuestros objetivos humanos —progreso social o material, placeres y diversiones, todo lo cual no es más que “vanidad de vanidades” (Eclesiastés 1)— o si lo hacemos para asegurarnos el paso a la vida eterna en el cielo, junto a Cristo, nuestro Señor.

Porque después de la muerte nadie puede cambiar su destino. El destino de cada uno lo determina la propia persona en esta vida y no en la otra. La realidad es que nadie puede salvarse a sí mismo. Debido al pecado original y a los pecados personales de cada uno, ¡todos íbamos hacia la condenación! Pero el Señor, por su pura y gran misericordia, nos rescató de la muerte derramando su sangre preciosa en la Cruz; nos salvó, nos reconcilió con nuestro Padre y nos dio la posibilidad de llegar al cielo (v. Efesios 2, 4-6). ¡Alabado sea el Señor!

¿No es esto como para saltar y gritar de alegría, agradecimiento y gratitud? Ninguno de nosotros era merecedor de esto. ¡Nadie más que Cristo nos puede salvar de la muerte y de la condenación! Y así lo hizo: “Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo querido, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados...” (Colosenses 1, 13-14).

Es interesante observar que todo esto está proclamado en tiempo verbal pasado (nos libró, nos trasladó…), es decir, es algo que ya sucedió hace 2000 años, porque fue la obra de redención que Cristo, nuestro Señor, llevó a cabo plena y completamente en su cruz redentora y en su gloriosa resurrección, como él mismo declaró al morir: “Todo está cumplido” (Juan 19, 30). Es una gracia totalmente gratuita e inmerecida; es fruto de la pura misericordia de Dios. Solo falta que lo creamos, lo aceptemos y vivamos de acuerdo con ese gran amor del Señor.

Es precisamente por eso que Cristo nos manda creer en él, convertirnos, ser bautizados y recibir el Espíritu Santo. Y si ya hemos sido bautizados e incluso confirmados, ciertamente hemos recibido el Espíritu Santo, pero podemos pedir una nueva unción de la gracia divina, del poder santificador, pues el mismo San Lucas lo dice: “¡Cuánto más [Dios] dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (11, 11-13). Hermano, hermana, ¿le has pedido tú al Señor que te llene más del Espíritu Santo? Si no lo has hecho, hazlo ahora mismo, hoy día, ahí donde estás, delante del Señor.

Puedes pedírselo con tus propias palabras o decirle algo como lo siguiente: “Señor, te ruego que me llenes más de tu Espíritu Santo hoy y cada día. Enciende en mí el fuego de tu amor y concédeme una nueva unción de la fuerza y los dones de tu Espíritu Santo, te lo ruego. Gracias, Señor mío y Dios mío.”

El Reino de nuestro Padre. La Constitución Dogmática Lumen Gentium afirma que “Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo” (LG, 3). Y el propio Jesús afirmó: “El Reino de Dios está entre ustedes” (Lucas 17, 20-22).

¿Qué significa esto? Que Jesús, nuestro Rey y divino Redentor, se ha quedado entre nosotros real y verdaderamente en el Santísimo Sacramento, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad. Pero todavía falta algo. Es necesario que el Rey llegue a reinar en el corazón de cada hombre, mujer y niño, y esto también hay que pedírselo. Solo entonces podremos decir que nos hemos incorporado de verdad al Reino de Dios y que Jesús es nuestro Rey.

¿Dónde podemos ver el Reino de Dios? En la comunidad de los fieles, de todos los que formamos la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, y lo veremos en su plenitud cuando lleguemos al cielo. Es cierto que nadie se puede imaginar cómo será realmente el cielo, como lo decía San Pablo: “…ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman” (1 Corintios 2, 9).

El Apocalipsis nos da cierta idea de cómo experimentaremos el Reino de Dios, representado metafóricamente como la ciudad del Gran Rey, la Nueva Jerusalén, la Novia engalanada: “La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero … Nada profano entrará en ella, ni los que cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Apocalipsis 21, 22-27).

¿No es esto es maravilloso? ¡Pero tenemos que asegurarnos de que nuestros nombres estén inscritos en el libro de la vida del Cordero! Hermano, ¿es Cristo el Rey de tu vida? ¿Es Cristo el Rey que gobierna en tu mente y en tu corazón? ¿Está tu nombre inscrito en el libro de la vida? ¿O te parece que es mejor hacer tu propia voluntad y desentenderte de lo que nos manda y enseña Cristo?

Jesucristo es nuestro Rey de reyes y Señor de señores, el Altísimo, el Todopoderoso, la Majestad Soberana, el Juez de vivos y muertos, el Ser Supremo ante quien se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra (Filipenses 2), y ahora te está diciendo: “Mira que estoy a la puerta y llamo… (Apocalipsis 3, 20). ¿Me vas a dejar entrar para que reine en tu vida, en tu familia, en tus razonamientos y en tus diversiones?”

Hermano, hermana, si no lo has hecho ya, te invito a rezar esta oración, u otra parecida, en lo profundo de tu corazón y decirle al Señor con plena convicción:

“Señor Jesús, mi Rey y mi Dios, te doy gracias por tu inmenso amor y por la gran misericordia que has tenido conmigo. Concédeme la gracia, te lo ruego, de creer cada vez más firmemente en ti, en tu sacrificio redentor y en tu presencia real en la Sagrada Eucaristía. Amado Jesús, perdona todos mis pecados, lávame de toda impureza, lléname de tu Espíritu Santo y no permitas que jamás me aparte de ti, pues quiero que mi nombre esté inscrito en el libro de la vida, para recibir un día la corona de la vida y disfrutar de las Bodas del Cordero en la gloria del Reino del Padre. ¡A ti, Señor, todo honor, alabanza, gloria, bendición y acción de gracias! Amén.”

Luis E. Quezada, ex Director Editorial de La Palabra Entre Nosotros, vive con su esposa Maruja en Rockville, MD.


1 https://es.wikipedia.org/wiki/Iglesia_cat%C3%B3lica_en_los_Estados_Unidos.

2 https://www.latimes.com/espanol/eeuu/articulo/2020-03-14/hispanos-el-futuro-de-la-iglesia-catolica-de-eeuu.

3 https://www.pewresearch.org/religion/2014/05/09/una-nueva-encuesta-de-gran-escala-explora-el-cambio-en-la-identidad-religiosa-de-los-latinos-en-los-estados-unidos/.

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