El poder de Dios para la salvación
El Bautismo hace que la cruz de Cristo sea una realidad para nosotros
Domingo de Pascua. María Magdalena acababa de decirles a los apóstoles que había visto la tumba vacía, a los ángeles y a Jesús resucitado. Corriendo hacia la montaña donde lo verían, Pedro y los otros no tenían idea de qué sería lo que les esperaba. ¿Acaso Jesús estaba realmente vivo, como decía María? Si era así, ¿les reprocharía por haberlo abandonado? ¿Seguiría enseñándoles como antes?
¡Qué sorpresa se llevaron cuando lo primero que Jesús hizo fue darles la instrucción de ir a hacer discípulos y bautizarlos! Lo que había pasado quedaba en el pasado; ahora era tiempo de seguir adelante con la misión que el mismo Cristo había preparado para ellos. Debían ir a “todas las naciones”, anunciar el Evangelio y bautizar a cuantos se convirtieran y creyeran en el Señor.
La conversión en la Iglesia primitiva. Y eso fue exactamente lo que sucedió. A partir del momento en que fueron ungidos con el Espíritu Santo, los apóstoles hicieron lo que Jesús les había mandado. Ya fuera la multitud en Pentecostés (Hechos 2, 1-12), el carcelero de Filipos (16, 20-34), o un funcionario del reino etíope (8, 26-39), aquellos que escucharon el Evangelio se entregaron a Jesús y fueron bautizados. De hecho, este triple modelo de evangelización, conversión y Bautismo fue la manera en la que la Iglesia creció durante la mayor parte de sus primeros cien años.
Según este patrón, los candidatos al Bautismo recibían la catequesis sobre Jesús, su crucifixión y su resurrección. Los discípulos rezaban con ellos y ellos aprendían a orar. Se les invitaba a arrepentirse de sus pecados y emprender la lucha contra nuevos pecados y tentaciones. Cuando quedaba claro que estos candidatos habían demostrado el deseo de continuar el proceso de conversión, eran bautizados, se les admitía a la celebración eucarística y eran declarados miembros plenos de la Iglesia.
Hoy las cosas son diferentes. En lugar de que el Bautismo se administre después de la evangelización y la conversión, generalmente se concede al comienzo del camino de fe de la persona, cuando esa persona normalmente es apenas un bebé. Si bien hay muchas buenas razones por las cuales esta secuencia ha llegado a ser común, queda una consecuencia menos afortunada: el Bautismo en la infancia puede llevar a minimizar la virtud del sacramento y el impacto que éste tenga en la vida posterior del creyente.
En los artículos de este mes analizaremos el Sacramento del Bautismo, que la Iglesia llama “la base de toda la vida cristiana” (Catecismo de la Iglesia Católica 1213); intentaremos recuperar el sentido de lo que recibimos cuando fuimos bautizados e indagaremos cómo podemos empezar a desempaquetar los dones que Dios tan generosamente nos concedió ese día.
Los sacramentos como señales poderosas. Pero antes de adentrarnos en el Bautismo, es bueno decir algo sobre lo que es un sacramento. Todos sabemos que cada sacramento tiene su propio conjunto de símbolos: el pan y el vino en la Misa; el agua, el óleo y el cirio en el Bautismo; los votos pronunciados y los anillos intercambiados en el Matrimonio. Cada uno de estos elementos simboliza algún aspecto de la forma en que Dios quiere actuar en nuestro ser, ya sea para alimentarnos, para purificarnos del pecado o para unirnos como marido y mujer.
Pero los sacramentos no son únicamente un conjunto de acciones simbólicas. También producen aquellas cosas que simbolizan. Por ejemplo, el pan y el vino, convertidos ahora en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, realmente nos impregnan con la presencia de Jesús. Los votos solemnes y públicos que pronunciamos en la boda realmente nos unen y nos permiten vivir aquello que estamos prometiendo. Asimismo, el agua que se vierte sobre la persona en el Bautismo no solo simboliza el lavamiento del pecado, sino que efectivamente lo efectúa en su interior. Cuando el sacerdote o diácono pronuncia la fórmula: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, la criatura o el adulto nace verdadera y realmente “del agua y del Espíritu” (Juan 3, 5).
Hace dos años, en una audiencia general, el Papa Francisco reflexionó sobre el poder del Bautismo, que hace lo que significa: “El Bautismo permite que Cristo viva en nosotros, y que nosotros vivamos unidos a él. Hay un antes y un después del Bautismo” y hace realidad “el paso de una condición a otra” (Audiencia general, 11 de abril de 2018).
De manera similar, el Papa Emérito Benedicto XVI se refirió a las palabras que se pronuncian al administrar el Bautismo cuando les habló a un grupo de padres en la Capilla Sixtina: “Estas palabras no son una mera fórmula; son la realidad, y marcan el momento en que sus hijos han renacido como hijos de Dios” (Homilía, 7 de enero de 2007).
Tanto el Papa Francisco como el Papa Emérito Benedicto tocaron una clave vital del Bautismo y de todos los sacramentos: Cuando realizamos los actos rituales y rezamos las oraciones prescritas, que forman parte de la celebración de ese sacramento, Dios está actuando de una manera poderosa y definitiva.
Teniendo presentes estas verdades, revisaremos cómo entiende San Pablo el Sacramento del Bautismo.
“¿Estás desprevenido?” En los cinco primeros capítulos de su Carta a los Romanos, San Pablo habla del “poder de Dios para la salvación de todo el que cree” (Romanos 1, 16), y afirma que todas las personas estaban “atadas” con las ligaduras del pecado y que Dios, por su gran misericordia, envió a su Hijo Jesucristo a desatarnos y redimirnos mediante su muerte y su resurrección. Estos pasajes de la Palabra de Dios son una obra literaria espectacular, que abarcan el cielo y el infierno, el bien y el mal, el pecado y la redención.
Pablo sabía, por supuesto, que es importante explicar lo obrado por Dios para rescatarnos, pero es igualmente importante describir cómo se hace realidad la salvación para nosotros. Aquí es donde entra en acción el Bautismo. En el capítulo 6, escribe: “¿No saben ustedes que, al quedar unidos a Cristo Jesús en el Bautismo, quedamos unidos a su muerte? Pues por el Bautismo fuimos sepultados con Cristo, y morimos para ser resucitados y vivir una vida nueva, así como Cristo fue resucitado por el glorioso poder del Padre” (Romanos 6, 3-4).
Este es el milagro del Bautismo. Cuando se derramó el agua sobre nosotros y se pronunciaron las palabras, nos unimos con Jesús y su muerte en la cruz. Todo el poder, la gracia y la misericordia de Dios se desencadenaron y colmaron el mundo con su abundancia el Viernes Santo original, y fluyeron en la vida de cada bautizado y todos los fieles llegamos a ser una nueva creación.
¡Así de generoso y tierno es nuestro Padre celestial! Hizo todo lo necesario para rescatarnos y llevarnos a su lado, e incluso nos dio este magnífico sacramento, que nos lava de nuestros pecados y nos llena de su luz y su vida. El Señor no espera a que hagamos algo para merecer estas bendiciones, porque sabe que nunca podríamos merecerlas. En cambio, toma la iniciativa y hace maravillas en nosotros, ¡aun cuando seamos criaturas pequeñas incapaces de darnos cuenta de lo que está sucediendo!
La ”ecuación completa” del Bautismo. Con todo, el Sacramento del Bautismo es solo una parte de la ecuación. Como dijimos anteriormente, en la Iglesia de los primeros siglos las personas solían ser bautizadas después de haber experimentado algún grado de conversión. Algo había sucedido que los despertaba al poder de Dios y al deseo de vivir en Cristo; habían experimentado la acción del Espíritu Santo y habían comenzado a pedirle ayuda, consuelo y perdón.
Hoy, sin embargo, dado que el Bautismo normalmente se recibe antes de la conversión, la gracia y el poder de este sacramento pueden permanecer en estado latente en la vida de una persona, a veces por mucho tiempo, y no es sino cuando nos convertimos y nos entregamos de verdad al Señor que comenzamos a experimentar la enorme fuerza contenida en el sacramento.
Así como Pedro instó a sus primeros oyentes en Pentecostés, el Espíritu Santo nos llama a todos a arrepentirnos y creer que Cristo habita en cada uno de nosotros. Hermano, ¡pon tu fe en la vida nueva que has recibido! Confía en que tú eres una nueva creación, y deja que esa nueva creación cobre vida en tu interior.
Dios nos ha dado dones asombrosos. Nos ha lavado de todos nuestros pecados; nos ha adoptado como hijos suyos; ha abierto las compuertas del Reino de los cielos para nosotros; incluso ha depositado su propia vida divina en nuestro ser. Todo esto ocurrió en el momento en que fuimos bautizados. Ahora, el Señor nos pide que tomemos conciencia de estos dones y nos dispongamos a que nos cambien la vida.
Pero no es solo Dios quien nos pide esto. Los santos y los ángeles congregados en torno a su trono de gloria nos instan igualmente a aceptar y asumir nuestra herencia. El Espíritu Santo nos anima con fuerza en nuestro interior, deseoso de compartir con nosotros toda su sabiduría, su poder y su amor. Y la Iglesia nos invita a que vivamos como hijos del cielo, para que aquellos que aún no han llegado a creer se conviertan.
Todo lo que hace falta es que demos uno o dos pequeños pasos, y Dios responderá con una gran marea de gracia. En efecto, ya hemos sido bautizados en Cristo, ahora nos toca ¡vivir en Cristo!
Comentarios