El paso a la libertad
Esta Cuaresma trae consigo la gracia del perdonar
En una de sus parábolas menos conocidas pero muy conmovedoras, Jesús contó la historia de un empleado cuyo patrón le perdonó una enorme deuda de dinero; pero cuando el mismo sirviente confrontó a un compañero de trabajo que le adeudaba una suma mucho más pequeña, no sólo no quiso perdonarle la deuda, sino que lo metió en la cárcel.
Cuando el patrón se enteró de todo esto, se encolerizó y envió al empleado inclemente a la cárcel. Jesús termina la parábola diciendo: “Lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano” (Mateo 18, 23-35). El Señor dijo claramente que él espera que los fieles nos tratemos los unos a los otros con la misma compasión con que él nos trata a nosotros.
La idea tradicional en la temporada de Cuaresma es pensar en que debemos arrepentirnos de nuestros pecados, pero este año daremos una mirada a otra dimensión del arrepentimiento: el perdón. Sabemos lo que significa que alguien nos haya herido o causado daño, incluso alguien cercano, y sabemos lo que se siente cuando estos dolorosos recuerdos permanecen en la memoria, ya que reaparecen una y otra vez, ensombrecen nuestras actitudes y nos privan de la alegría y la paz; incluso a veces influyen en nuestros pensamientos y reacciones. Por eso, el perdón es sumamente necesario. Cuando encontramos la gracia que nos permite perdonar, Dios puede librarnos del resentimiento, la cólera y el sentido de culpa que nos han mantenido atados y posiblemente nos han llevado a nuevos episodios de frustración y pecado.
Es fácil decir estas verdades, pero no llevarlas a cabo; por lo cual, para ayudarnos en esta reflexión, seguiremos la trayectoria del caso de una mujer (cuyo nombre real hemos cambiado por razones de privacidad), que pasa del resentimiento y el dolor al perdón y la sanación.
Paz exterior, tormento interno. Siempre era agradable estar cerca de Eliana. Era elegante, simpática y desenvuelta; además era una amiga leal y una estudiante aplicada. Cuando era adolescente, participaba en el grupo juvenil de su parroquia; en la universidad, asistía a Misa con regularidad y organizaba actividades para el grupo católico. Poco después de graduarse se casó con Rubén, su amor desde la escuela secundaria y empezó su nueva vida como esposa y futura madre. Para su quinto aniversario de bodas, Rubén había llegado a ser un exitoso hombre de negocios y ella era una maestra de escuela que todos apreciaban. Tenían dos hijitos, un perro y una casa hermosa.
Pero estos aspectos externos encubrían un sentido de intranquilidad que ambos comenzaban a tener. Entre sus trabajos y los niños, apenas tenían tiempo el uno para el otro. Rubén comenzó a trabajar horas adicionales y Eliana se dormía en el sofá apenas acostaba a los niños. Resignándose a mirar la televisión él sólo, Rubén comenzó a sentirse resentido porque su esposa estaba demasiado cansada para él. Por su parte, Eliana deseaba que Rubén les dedicara más tiempo a los niños. Poco a poco dejaron que la creciente serie de pequeños desencuentros se multiplicara y poco a poco empezó a crearse una pesada atmósfera de mal humor y sospecha que comenzó a llenar el ambiente de la casa. La tensión fue subiendo de tono hasta que Eliana propuso que buscaran orientación matrimonial con un profesional.
Cuando se iniciaron las sesiones de orientación, Eliana pensó que los dos iban avanzando en una mejor dirección; pero eso fue hasta el día en que Rubén le dijo: “Ya no estoy enamorado de ti”, para luego añadir que estaba viendo a otra mujer y quería el divorcio.
La noticia le llegó a Eliana como un tremendo mazazo en el estómago que la dejó aplastada y sin fuerzas. La que antes había sido una mujer desenvuelta y alegre, ahora era una madre sola, malhumorada, sin marido y sin dinero suficiente para pagar sus cuentas. Todo esto la llevó a pasarse el día pensando en que odiaba a Rubén y que su vida era un gran fracaso.
Pero no todo termina ahí. Mientras pasaba el tiempo, ella comenzó a reconstruir su vida. Sacó fuerzas de flaqueza para dejar de lado el sentimiento de dolor, culpa, vergüenza y fracaso que la tenía dominada y comenzó a avanzar. Incuso encontró un modo de perdonar a Rubén por el gran mal que él le había causado y renunció al odio y el resentimiento que le habían consumido todas sus energías. El momento culminante llegó dos años después, cuando fue capaz de encontrarse con Rubén, decirle que le deseaba bien y que él podía venir a ver a sus hijos.
¿Cómo fue capaz Eliana de renunciar al resentimiento y perdonar a su ex marido? Si hoy uno le pregunta, ella dice que fue la gracia de Dios. En los tres artículos iniciales de esta revista repasaremos los pasos que dio Eliana para lograr su sanación y perdonar a Rubén, para que cualquier persona que esté en situación parecida también vea cómo puede encontrar sanación y verse libre del dolor.
Los pasos hacia la libertad. Lo primero que hay que saber es que, pase lo que pase, Dios es generoso y lleno de amor y misericordia. Él siempre está con nosotros, y siempre está impaciente por darnos la gracia y la fortaleza necesarias para avanzar por la senda del perdón.
Es cierto que cada situación es diferente, así como no hay dos personas que sean iguales. Pero cualquier persona puede dar cuatro pasos para buscar la sanación, cuatro pasos que Dios le ayudará a dar para llegar a la libertad y el perdón.
Primero, ármese de valor y enfrente la situación que le está causando dolor, en lugar de escabullirse de ella o sepultarla en lo profundo de su recuerdo.
Segundo, hable sobre lo que está sufriendo, ya sea sólo o con alguien de confianza. Sáquelo de su interior y expóngalo para que el Señor pueda curarle.
Tercero, sepa que sea lo que sea que haya sucedido, Dios le ama profundamente.
Finalmente, cuando ya esté listo, pronuncie en voz alta palabras de perdón para la persona que le causó la herida y el dolor.
¡No lo encierre bajo llave! Como usted puede ver, perdonar no es una cosa que se haga de repente, al menos cuando se trata de heridas graves. Es preciso que los recuerdos sanen del todo o al menos en grado suficiente para que uno pueda afrontar la causa del dolor. Esto es esencial, porque mientras no encaremos la situación, será mucho más difícil perdonar.
Tal vez usted razone diciendo: “Trataré de no acordarme más de esta experiencia, para que no me cause más dolor.” Pero mientras más uno quiera ocultar estas experiencias dolorosas, más se hacen presentes, especialmente cuando algo nos hace recordarlas de nuevo. Es como una “burbuja” que crece y crece en la mente y nos hace incapaces de confiar en nadie por temor a sufrir heridas otra vez. Esto nos lleva a conformarnos con relaciones superficiales y nos privamos de la alegría, la libertad y la seguridad propias de las amistades o de un matrimonio sano.
Dios no quiere que vivamos así. El Señor nos mandó amarnos, perdonarnos y resolver los desacuerdos lo más amigablemente que sea posible. El mundo dice que las heridas lo hacen más fuerte a uno y que lo mejor es “endurecerse” y no hacer caso del dolor. Pero si usted sigue solamente este consejo, es probable que termine con heridas muy profundas, que seguirán causándole dolor y que no sanarán sino hasta que usted encuentre el modo de perdonar.
Así que abra un poquito aquella burbuja y deje que salgan algunos de estos recuerdos dolorosos, para que pueda afrontarlos e iniciar un proceso de sanación.
El mural de la vida. Otro modo de hacer algo similar es imaginar que su vida es un mural pintado en una gran pared desde su nacimiento hasta este momento. Contemple ese mural en forma detenida y profunda. Primero, recuerde algunas cosas positivas que usted ha experimentado: vacaciones en familia, su primer trabajo, el día de su boda, reencuentros especiales con amigos, el nacimiento de su primer hijo y hechos parecidos que le traigan felicidad o satisfacción.
Luego, mire también las situaciones dolorosas que haya experimentado: cuando perdió a un ser amado, alguien que le hizo un gran daño, cuando perdió el trabajo o cometió un error serio que le hizo sentirse fracasado.
Pero tenga cuidado. Cuando contemple aquellas situaciones que usted ha mantenido encerradas bajo llave, se arriesga a volver a experimentar las mismas heridas dolorosas. Recuerde que el Espíritu Santo está siempre en su corazón y es preciso que usted le pida que suavice el dolor de esos recuerdos, como él lo quiere hacer. Pídale que le sane y le libre del dolor que esos recuerdos todavía le causan hoy.
¿Cómo pudo hacerlo? Así sucedió con Eliana. Su sanación comenzó cuando ella empezó a pensar en el dolor que la carcomía por dentro. Sola o con su madre al lado, comenzó a pronunciar el motivo de su dolor: “Odio a Rubén por lo que me hizo” decía. “Yo traté lo mejor posible de ser una buena esposa y madre. ¿Cómo pudo él engañarme de esta manera? ¿Quién va a ser el modelo de padre para mis hijos?”
Pasaron varias semanas de sesiones diarias como ésta antes de que Eliana pudiera exteriorizar todos sus sentimientos, y cada vez que terminaba, abría su Biblia y leía el Salmo 23, su favorito, y rezaba con esas palabras: “El Señor es mi pastor, nada me falta.” Tras repetir las palabras varias veces, trataba de que se grabaran en su mente y su corazón. Luego anotaba en un cuaderno cómo se sentía. Poco a poco, durante esas semanas, empezó a ver que iba perdiendo lentamente el sentido de desesperación, cólera y dolor que le causaba el hecho de mantener reprimidos estos pensamientos. Así, poco a poco, comenzó a sentirse más en libertad.
Invite a Dios. Estos dos primeros pasos —encarar la situación y expresar con palabras el dolor que se siente— es esencial para llegar a perdonar. Tal vez esto parezca ser nada más que un método psicológico, pero cuando invitamos a Dios a participar en el proceso, como lo hizo Eliana, empiezan a suceder cosas nuevas y transformadoras: La fe crece, se experimenta la consolación de Dios y, lo mejor de todo, nos acercamos más a perdonar y encontrar la libertad verdadera que anhelamos.
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