El Pan del Cielo
Alimento y fortaleza del cristiano
Desde los primeros días en que Dios creó el universo, el Señor quiso que todos los seres humanos nos congregáramos bajo la luz de su divina presencia para recibir la gracia, la sabiduría y la fortaleza esenciales para la vida en el maravilloso mundo que él acababa de crear.
El Libro del Génesis nos dice que en el Jardín del Edén había dos árboles muy importantes: el árbol de la vida, que contenía todos los tesoros del plan divino de Dios, y el árbol del conocimiento del bien y el mal. Hoy los fieles podemos encontrar el árbol de la vida cada vez que comemos el Cuerpo de Cristo y bebemos la Sangre de Cristo en la Santa Comunión. Estos valiosísimos dones divinos tienen el propósito de sustentarnos, renovar nuestras fuerzas y prepararnos para recibir la vida de Dios.
La Sagrada Eucaristía es el alimento espiritual por excelencia, por lo cual instamos a nuestros lectores a que mediten en su significado, disponiendo el corazón para recibir la gracia del Espíritu Santo, y tengan presentes estas ideas y figuras cuando estén en Misa, de manera que al recibir a Cristo en la Comunión empiecen a experimentar la gracia del Señor de una manera nueva y poderosa.
El pan del Mesías. Trasladémonos con la imaginación al desierto de Sinaí, allá por el siglo XII antes de Cristo. Los israelitas habían salido de la esclavitud en Egipto y se dirigían hacia la Tierra Prometida. La caminata era ardua e interminable y muchas veces escaseaban el alimento y el agua. Sin embargo, allí, en aquellos parajes tan inhóspitos y desolados, Dios les dio agua de una roca para beber y pan del cielo, el “maná”, para comer.
Después de esta tortuosa peregrinación por el desierto, unos 1250 años más tarde, Jesús de Nazaret dio de comer a miles de personas aunque sólo tenía cinco panes y dos pescados (Juan 6, 1-15). San Juan señala de modo muy puntual que este milagro de la multiplicación de los panes sucedió justo antes de la fiesta de la Pascua judía, con lo que al parecer quería presentar este hecho milagroso como un mensaje profético, una señal por la cual sus lectores (y nosotros) pudieran hacer una conexión con el pasado, apuntando hacia algo mucho más grande e importante. Juan vio que este milagro señalaba una nueva Pascua, no basada en la liberación de una esclavitud física, sino de una peor esclavitud, la impuesta por el pecado y la muerte.
Los judíos contemporáneos de Cristo creían que, en una era venidera, se repetiría el milagro del maná y quien lo realizaría sería el Mesías prometido, que reemplazaría a Moisés como nuevo redentor de Israel (Juan 6, 14; Deuteronomio 18, 15). Teniendo en cuenta esta creencia popular, y ampliando sus esperanzas un poco más, Jesús les anunció que el pan que él les daría les traería la vida eterna, mientras que el maná del desierto solamente podía nutrirlos y sostenerlos en su vida mortal (Juan 6, 32-33). Se ve que el hecho de comer el Cuerpo de Cristo era asunto de vida o muerte, es decir, de consecuencias eternas.
El Pan del sacrificio. En este relato hay dos dimensiones proféticas que vale la pena examinar con más atención: Primero, que Jesús sería un sacrificio sin defecto ni mancha, como el Cordero de la Pascua y, segundo, que cuando dio de comer a los cinco mil justo antes de la Pascua, el Señor estaba indicando que su sacrificio en la cruz se manifestaría al pueblo en forma de pan. En el gesto profético de dar de comer milagrosamente a miles de personas, Jesús estaba vinculando la figura del pan a un alimento espiritual basado en su propio sacrificio.
Las palabras que Jesús pronunció en ese momento —“El pan que yo daré es mi propio cuerpo. Lo daré por la vida del mundo” (Juan 6, 51)— tuvieron el fin de enfocar la atención de los fieles en la Última Cena, cuando explicó a los Doce: “Esto es mi cuerpo, entregado a muerte en favor de ustedes” (Lucas 22, 19). En ambas ocasiones, estaba diciendo que él era el verdadero Mesías y que él mismo era el Pan del cielo, el alimento eterno de Dios incomparablemente superior al maná del desierto.
Cuantos le escuchaban sabían que se refería a un alimento espiritual y no a comida física. Percibían que este rabino, que acababa de alimentar a miles de personas, estaba ahora hablando de sí mismo como de un sacrificio vivo. No se trataba de que no entendieran el mensaje, sino que no lo aceptaban ni a él ni sus palabras, porque les parecía demasiado extraño o radical como para ser cierto (Juan 6, 52).
Precisamente por no creer en lo que el Señor les decía acerca de comer su Cuerpo y beber su Sangre, muchos dejaron de seguirlo (Juan 6, 66), pero él exhortó a sus apóstoles a confiar en su Persona y no alejarse de su lado. Allí fue que Pedro, tal vez inseguro de las razones por las cuales Jesús había presentado esa enseñanza tan difícil de aceptar, seguramente pensó para sí mismo: “Si no es él, ¿a quién voy a ir? ¿Hay otro cuyo mensaje me llegue al corazón? ¿Hay otro que realice estos portentos tan milagrosos? ¿Quién más puede ofrecerme la vida eterna? ¡No! Él tiene que ser el Santo de Dios” (v. 6, 69).
Gusten y vean. Cuando los apóstoles estaban con Jesús, lo vieron con sus propios ojos, escucharon su enseñanza con sus propios oídos y lo tocaron con sus propias manos (1 Juan 1, 1-2). Para nosotros también, los sentidos físicos son los canales por los que percibimos lo que sucede a nuestro derredor.
Si describimos de esta manera la experiencia de los apóstoles según la primera carta de San Juan, falta uno de los sentidos vitales: el del gusto. Los apóstoles vieron, oyeron y tocaron a Jesús. Con sus sentidos llegaron a amarlo y a considerar valiosas sus palabras. Todo lo que recibieron a través de sus sentidos les hizo creer que Jesús era realmente el Mesías, el Santo de Dios. Pero todavía no habían llegado a entender lo que significaba “comer el Cuerpo de Cristo” como Pan de Vida.
En la Última Cena, cuando los apóstoles comieron y bebieron con Jesús, vieron que ante sus ojos se abría una nueva dimensión, que les permitía comprender interiormente y con un nuevo sentido todo lo que habían experimentado en el tiempo que habían pasado con el Señor. Dado que el hecho de comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo implica mucho más que ver, oír y tocar al Hijo de Dios, ahora adquirían una experiencia nueva y más profunda de la Persona de Jesús y de lo que su misión significaba. En la Última Cena, los apóstoles llegaron a experimentar una comunión con Jesús mucho más vital y profunda que antes.
¿A quién podemos ir? Desde el comienzo mismo de la creación, Dios ha querido tener una familia de hijos que se congregue bajo su majestad y que él pueda alimentar y proteger. En la Última Cena este anhelo de Dios finalmente se hizo realidad. En cada Misa que celebramos, Jesús se hace presente para sus fieles de una manera vivificante y nos invita a experimentar una transformación espiritual comiendo su Cuerpo y bebiendo su Sangre.
Cuando usted reciba al Señor esta semana en la Santa Comunión, trate de imitar a San Pedro. Tal vez tenga ciertas dudas o aspectos de resistencia en su interior, pero al final de cuentas, todos podemos hacernos eco de la declaración de fe y entrega que hizo el apóstol: “Señor, ¿a quién podemos ir? Tus palabras son palabras de vida eterna. Nosotros ya hemos creído, y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Juan 6, 68-69). Confíe, pues, que cuando usted coma el Pan de Vida, Jesús cumplirá su promesa y lo resucitará en el último día.
Recuerde lo siguiente: Hay muchos que se dicen católicos y van a Misa, pero viven como si no fueran cristianos. Reciben la misma Comunión que el resto, pero su conducta no refleja un cambio de pensamiento, ni de conducta ni de corazón. Por lo tanto, queda claro que el poder transformador de la Eucaristía depende, en cierto grado, de la manera en que uno se entrega para recibir el regalo divino que se nos ofrece. Aun tratándose de un milagro patente, el Cuerpo y la Sangre de Cristo son un alimento divino para los corazones dóciles a la voluntad de Dios, no para los rebeldes, indiferentes o incrédulos.
Por eso, cada vez que usted reciba la Sagrada Eucaristía, atesore este alimento espiritual del cielo con toda su alma. Cerciórese de estar en gracia de Dios y comprométase a recibir sin reparos todo lo que el Señor quiera decirle y hacer en su corazón. Acérquese a Cristo con un corazón puro y humilde y así descubrirá que el Señor lo eleva a la presencia de Dios y lo transforma. Así es como usted puede dejar que el manjar sabroso y nutritivo del alimento celestial sacie y sane por completo todo su ser.
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