El misterio del amor de Dios
Escudriñemos el misterio de la Navidad
Los contadores revisan una y otra vez los resultados del balance; los abogados estudian las declaraciones hasta bien entrada la noche; los médicos analizan las últi mas investigaciones científicas para diagnosticar correctamente las enfer medades de sus pacientes.
Todos estos profesionales saben que las respuestas que buscan están allí, segu ramente delante de sus ojos, pero aún no las han visto. Por eso continúan escudriñando los datos, revisando las normas, analizando las informaciones con la esperanza de encontrar pronto las soluciones que buscan.
En esta época del Adviento, todos tenemos la posibilidad de hacer algo muy similar y disfrutarlo mucho. En cada Adviento, Dios nos invita a “preparar el camino del Señor” haciéndonos recordar y revivir los acontecimientos milagrosos que culminaron con la Natividad de Jesucristo, nuestro Señor (Mateo 3,3). Es una excelente oportunidad para estudiar, re.exionar y escudriñar los sucesos, a fin de encontrar una o más claves que nos ayuden a descubrir el misterio del amor de Dios y sus designios para la humanidad. Al mismo tiempo, meditando en las narraciones de la Escritura, podemos pedirle al Espíritu Santo que abra nuestros ojos un poco más para ver bien las verdades que el Señor nos quiere mostrar.
Sí, es cierto que esta no es una tarea fácil. Después de todo, conocemos tan bien la historia de la Navidad que a veces pasamos por alto las bendiciones que Dios nos quiere conceder, especialmente el gozo de tener una comunión más profunda con su Hijo Jesucristo. Así pues, elevemos la mirada hacia Jesús y oremos mientras leemos y meditamos en lo que nos dicen los Evangelios al respecto. Pidámosle al Espíritu Santo que nos ayude a entender correctamente lo que leemos, a fin de que veamos a Jesús bajo una nueva luz y recibamos las bendiciones que el Señor quiere concedernos en esta temporada tan llena de gozo y expectativa.
Un caso de duda. En este artículo consideraremos la diferencia entre la duda y la confianza. Comenzaremos observando dos conversaciones que fueron muy similares, pero a la vez muy diferentes. Una fue entre el ángel Gabriel y el anciano sacerdote judío Zacarías; la otra se produjo entre el mismo ángel Gabriel y una joven judía de Nazaret llamada María.
Zacarías y su esposa Isabel eran personas muy buenas y devotas, que obedecían a Dios fielmente. Eran al parecer muy felices en su matrimonio, salvo por una cosa: no tenían hijos. Durante muchos años habían rezado pidiendo un hijo, pero sin resultados.
Sin embargo, todo cambió un día cuando Zacarías estaba cumpliendo sus deberes en el templo. Sin aviso previo, se le apareció el ángel Gabriel y él se sintió sobresaltado y en cierto modo atemorizado (¡quién no sentiría lo mismo!). Por eso, el ángel comenzó diciéndole “No tengas miedo” y continuó con el anuncio: “Dios ha oído tu oración y tu esposa Isabel te va a dar un hijo, al que pondrás por nombre Juan. Tú te llenarás de gozo y muchos se alegrarán de su nacimiento” (Lucas 1,11-14).
Esta noticia era sin duda causa de enorme júbilo y entusiasmo, pero en el caso de Zacarías fue motivo de duda. No pudo creer que él y su esposa fueran capaces de concebir después de tanto tiempo: “¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo soy muy anciano y mi esposa también” (Lucas 1,18).
Decepcionado por esta respuesta, el ángel le recordó que él era Gabriel y trató de abrirle los ojos a Zacarías: “Yo soy Gabriel y estoy al servicio de Dios… ahora, como no has creído lo que te he dicho, vas a quedarte mudo; no podrás hablar hasta que, a su debido tiempo, suceda todo esto” (Lucas 1,19-20).
Un caso de confianza. La segunda conversación, entre el ángel Gabriel y la Virgen María, fue un poco más complicada. María, al igual que Zacarías, también se sorprendió e incluso se sintió turbada. Nuevamente, una reacción muy lógica. Por eso Gabriel también le aseguró a la joven “No ten-gas miedo” (Lucas 1,30).
Cuando el ángel le explicó que ella había sido escogida para ser la figura central en el plan de salvación, María respondió con expresiones que parecían similares a las de Zacarías: “¿Cómo podrá suceder esto? (Lucas 1,34). Gabriel le explicó más de qué se trataba, y María añadió “Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como me has dicho” (Lucas 1,38). De alguna manera, María fue capaz de aceptar el mensaje de Gabriel con una facilidad mucho mayor que Zacarías.
Un sí costoso. Tal vez no sea justo pensar que Zacarías no haya entendido bien el mensaje, pero el ángel Gabriel percibió que había algo más que sólo una falta de comprensión en la respuesta. Como sacerdote, Zacarías sin duda conocía la historia de su pueblo, y conocía el caso de Abraham y Sara (ya ancianos que tampoco tenían hijos) y que Dios les había prometido un hijo. Es muy probable que Zacarías también haya sabido que Sara había dudado de esta promesa e incluso se había reído de ella. ¿Por qué no dijo Zacarías: “Si les sucedió a Abraham y Sara, ¿por qué no nos puede suceder a Isabel y a mí?”
Ahora comparemos las reacciones de Zacarías y María. La Virgen escuchó el mensaje de lo que Dios quería hacer en ella y, al igual que el sacerdote, se sintió confundida. Pero Gabriel percibió que la pregunta de María denotaba un humilde deseo de no dudar. Aun cuando María no lograba comprender todo lo que había escuchado, el ángel vio que ella confiaba sin reservas en el Señor.
El sí de María fue mucho más difícil y riesgoso que el de Zacarías. El mensaje del ángel a Zacarías implicaba el nacimiento de un niño dentro de un matrimonio; pero, en el caso de María, se trataba de un hijo que sería concebido sin intervención humana. Para Zacarías, la dificultad implicaba el tiempo, la energía y el dinero que necesitaría siendo ya anciano para criar a un hijo; para María, la decisión implicaba un riesgo para toda su vida.
María tuvo que lidiar con la decisión de renunciar a sus propios planes y sueños. Probablemente percibía que el sí significaba poner fin a sus planes de matrimonio con José, de entrar en crisis con sus propios padres y abrir la puerta a la murmuración y la condenación por parte de sus vecinos y conocidos. ¿Quién iba a creer que había quedado embarazada “por obra del Espíritu Santo”? ¿Quién iba a tener la temeridad de creer que María no había perdido nada de su pureza? Las consecuencias de esta decisión le costaban a María todo lo que era valioso para ella. Pero de todos modos, dijo que sí.
Creer en hechos concretos. Todo el tiempo del Adviento es una temporada de fe. María, José y los demás tenían que depositar su fe en las realidades que Dios les había comunicado, no en sus propias emociones. Si María se hubiera fiado sólo de sus emociones, quién sabe si habría terminado diciendo: “Esto no puede ser. Dios no me va a pedir que haga algo tan difícil.” Quién sabe si José habría dicho: “Yo tengo derecho a casarme con una virgen. Dios no me va a pedir que tome a María por esposa. ¿Cómo voy a construir mi futuro sobre la base de un sueño?”
Es muy probable que María haya tenido una lucha interior, pues se sentía confundida. Pero cuando llegó el momento de la decisión, dijo que sí. Ella se fió de las palabras de Gabriel, aunque no lograba comprender claramente las consecuencias. José también luchaba en su interior, tal vez no podía conciliar el sueño pensando y tratando de dilucidar la situación. Pero al final, también decidió confiar en Dios.
El pensamiento a veces nos hace tropezar. Lo razonamos todo y buscamos una y otra manera de justificar las emociones que nos dominan en un momento determinado. Esta es la razón por la cual es preciso confiar en las verdades de la fe cristiana, no en las emociones y sentimientos humanos, que vienen y van.
En la Carta a los Hebreos leemos que “tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos” (Hebreos 11,1). Por la gracia divina podemos percibir la presencia de Dios, pero esa gracia no nos obliga a creer lo que se nos revela. Por esta razón, nuestra voluntad (la decisión de creer en hechos concretos) es tan crucial para las decisiones que tomamos. Nuestra voluntad ve lo bueno que Dios nos revela por medio de la gracia y nos estimula el intelecto para aceptar que Dios es veraz y bueno a la vez.
Santo Tomás de Aquino lo ratifica cuando dice que nuestra fe nos muestra lo que sucede cuando decidimos aceptar a Dios: “La fe nos permite ver la bondad infinita de Dios, purifica nuestro corazón y nos dice que el peor mal que podemos sufrir es estar separados de Dios.”
Una temporada de fe. El tiempo del Adviento es una época en la que podemos pedirle al Señor que fortalezca nuestra fe; una temporada propicia para dejar de lado las dudas y reafirmar nuestra convicción de que Jesús vino al mundo a rescatarnos del pecado. Es una oportunidad especial para recordar que el Señor resucitó de entre los muertos y que vendrá nuevamente a llevarnos consigo a la felicidad del cielo. Es una época en la que podemos confiar que Dios nos ama con amor eterno y en la que podemos decirle: “Señor, creo en Ti y me siento maravillado por tu inmenso amor. Ayúdame a creer más.”
Así pues, dediquemos un tiempo extra en este Adviento para rezar y meditar en las narraciones del Nacimiento de Jesús, nuestro Señor, leyéndolas en el Evangelio según San Lucas. Escudriñemos las claves que allí encontramos y tratemos de bus-car indicios que nos inspiren una fe cada vez más firme. Pero no pensemos que es solo una historia demasiado conocida; por el contrario, que es una narración que encierra muchas verdades acerca de Dios que poco a poco podemos ir descubriendo. Pidámosle también al Señor la gracia de ayudar a nuestros seres queridos, amigos y compañeros a acercarse más al corazón de Dios mientras celebramos el Nacimiento de nuestro Salvador en esta Navidad.•
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