La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Abril/Mayo 2010 Edición

El Milagro De La Resurrección

¿Qué sucedió aquella primera mañana de Pascua?

El Milagro De La Resurrección: ¿Qué sucedió aquella primera mañana de Pascua?

Cada vez que celebramos la Pascua de Resurrección escuchamos la alegre y esperanzadora proclamación de que "Jesús ha resucitado" y naturalmente todos estamos de acuerdo; pero aunque conocemos de sobra estas palabras, es posible que el anuncio no siempre transmita la expectativa y el entusiasmo que debería causarnos. Claro que disfrutamos de la Misa de la Vigilia Pascual y es fantástico hacer el recorrido de la historia de la salvación en el Antiguo Testamento, que vino a culminar con el nacimiento, la muerte y la resurrección de Jesucristo, nuestro Señor.

Pero el milagro de la Pascua encierra en sí mismo el poder que es capaz de llevarnos hacia las profundidades del Corazón de Jesús. La resurrección de Cristo contiene la promesa de que nosotros mismos podremos experimentar la resurrección en forma palpable, que se manifiesta en una vivencia renovada del amor a Dios y al prójimo, la gracia necesaria para perdonar y la fuerza espiritual para llevar una vida consagrada a Dios.

Al comenzar esta temporada de Pascua, imitemos la actitud de María de Betania, la hermana de Marta, que se sentaba a los pies de Jesús para escucharle, y pidámosle al Señor que nos enseñe a meditar detenidamente en el milagro de la Pascua. Es indudable que vale la pena dedicar tiempo y esfuerzo a esta valiosa reflexión, porque la resurrección de Jesús es el acontecimiento más trascendental de la historia humana, es decir, el suceso que más nos toca personalmente y al que debemos atribuirle un gran valor y la mayor importancia.

Algo de vida o muerte. En su carta a los fieles de Roma, San Pablo les dijo: "Si con tu boca reconoces a Jesús como Señor, y con tu corazón crees que Dios lo resucitó, alcanzarás la salvación" (Romanos 10,9). Esto significa que cada vez que rezamos el Credo en la Santa Misa "reconocemos" públicamente que Jesús murió por nuestros pecados y que resucitó de entre los muertos. Ahora, lo que nos falta determinar con seguridad es si realmente "creemos con el corazón" lo que dicen estas palabras.

Pero ¿qué significa "creer con el corazón"? Para entenderlo, pensemos en lo que a menudo se nos dice sobre los riesgos que representa la costumbre de comer en exceso e ingerir alimentos poco saludables: alto nivel de colesterol, problemas cardíacos, sobrepeso, peligro de contraer diabetes y varias otras consecuencias sumamente dañinas. Por eso, se nos aconseja comer alimentos saludables y con moderación y hacer mucho ejercicio; algunos hacemos caso de las advertencias, otros no. Pero estas advertencias adquieren una importancia mucho más urgente cuando uno sufre un infarto o un ataque al corazón. De repente, caemos en cuenta que tenemos que enterarnos mejor de lo que es una dieta correcta, empezamos a comer alimentos saludables y hacer ejercicios y alentamos a nuestros familiares y amigos a hacer lo mismo. Este sencillo ejemplo pone de relieve la diferencia entre creer algo que tiene buen sentido y creer realmente con el corazón.

San Pablo nos dice que la obra más notable que Jesús realizó aquella primera Pascua fue ganar para nosotros la vida eterna: "Nosotros somos ciudadanos del cielo, y estamos esperando que del cielo venga el Salvador, el Señor Jesucristo, que cambiará nuestro cuerpo miserable para que sea como su propio cuerpo glorioso" (Filipenses 3,21). En otras palabras, el mundo en que vivimos no es nuestro hogar definitivo; aquí somos extranjeros, inmigrantes, y eso significa que debemos vivir como asilados; es decir, trabajar con gran esfuerzo para que este mundo sea mejor, valorar mucho la educación y ayudar a quienes lo necesiten. Pero este mundo no es nuestra meta final, ni nuestro destino final. Somos ciudadanos del cielo y hacia allá es donde deben estar dirigidos los anhelos más profundos de nuestro corazón.

Este ofrecimiento de la ciudadanía celestial es lo que hace que la Pascua sea tan especial; esta es precisamente la razón por la cual Cristo vino al mundo. Dios nos amó tanto que envió a su Hijo a salvarnos "para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna" (Juan 3,16). En efecto, el mensaje de la Pascua nos lleva a dirigir la mirada hacia el cielo, no una sola vez, sino en todo momento. Lo trágico es que hay personas que sienten más entusiasmo cuando encuentran una buena oferta en una tienda que cuando escuchan el hecho extraordinario de que las puertas del cielo se han abierto para ellas.

Esto no quiere decir que las cosas materiales y pasajeras que necesitemos o deseemos en esta vida no sean buenas en sí mismas, pero lo que Jesús nos pide es que lo tengamos siempre presente a Él y a su Reino en el pensamiento; esto es lo principal, las demás cosas e intereses de este mundo podemos dejarlos en segundo lugar. Así pues, no permitamos que nada de lo que hay en esta vida —ya sean cosas buenas o malas, materiales o intangibles— ocupen el lugar de honor que solamente le corresponde al Señor en nuestro corazón.

¿Qué le sucedió a María junto al sepulcro? Si leemos en la Escritura los relatos de la resurrección de Jesús, veremos que María Magdalena, junto con otras mujeres, llevó especias para ungir el cuerpo de Jesús y prepararlo para la sepultura definitiva. ¿Por qué hicieron esto si creían en la promesa de que Jesús resucitaría? Lo cierto es que se convencieron de que efectivamente el Señor había muerto y se dejaron llevar por la lógica humana, que fue más fuerte que su fe en las promesas de Cristo. Pero luego, justo cuando se dieron cuenta de que no había quién les ayudara a mover la enorme piedra que tapaba el sepulcro, vieron que la piedra ya estaba quitada. ¿Qué había sucedido? Seguramente también se sintieron intrigadas al ver que los guardias romanos habían desaparecido.

Pero había algo más preocupante aún que la ausencia de los guardias y que la piedra estuviera quitada: ¡Que el cuerpo de Jesús no estaba allí! Ellas, pensando siempre que el Señor estaba muerto, quisieron saber si alguien se lo había llevado, tal vez para montar alguna falsedad o simplemente para profanarlo. Entonces fue que aparecieron los dos ángeles con túnicas de un blanco resplandeciente y les dijeron: "¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado" ?(Lucas 24,5-6).

Así fue que, cuando los ángeles les hablaron, todas las dudas que ellas seguramente tenían de la resurrección de Cristo se disiparon por completo y todas las preocupaciones de dónde estaba el cuerpo o qué era lo que había sucedido desaparecieron y la fe les volvió con mayor fuerza. Se dieron cuenta de que Jesús había vencido incluso a la muerte misma, que efectivamente había hecho todo lo que había prometido hacer y se sintieron llenas de gozo y admiración. ¿Te sientes tú, querido lector, lleno de gozo y admiración al contemplar la realidad de la resurrección de Cristo?

Da una segunda mirada. Lo que le sucedió a María antes de que ella viera al ángel puede sucedernos a nosotros también, ya que igualmente podemos tener dudas acerca de Jesús y tal vez nos dejemos engañar por las ideas y creencias del mundo; nosotros también podemos caer en la trampa de tener una fe basada principalmente en la lógica humana; lo malo es que eso nos lleva a minimizar la realidad y el valor de la resurrección del Señor, porque la consideramos nada más como un acontecimiento notable que sucedió hace mucho tiempo, pero sin adoptarla como principio determinante de nuestra conducta. La realidad es que jamás encontraremos al Dios viviente entre las cosas "muertas" de este mundo; solamente podemos encontrarlo cuando lo buscamos con fe y tocamos a su puerta pidiéndole que nos deje entrar.

Cuando leemos el relato de la resurrección en el Evangelio según San Juan vemos que al principio, María no reconoció a Jesús. ¿No parece esto increíble? ¿Por qué no pudo reconocerlo? Ella conocía bien el rostro del Señor y el tono de su voz, porque había estado a su lado muchas veces y sin duda conocía muy bien sus gestos y su forma de actuar. Con todo, teniéndolo allí, al frente, no lo reconoció. ¿Es posible que ella estuviera tan convencida de que Jesús estaba muerto que le parecía inconcebible pensar lo contrario aunque lo tuviera delante de sus ojos?

Cualquiera haya sido la razón, María no reconoció al Señor hasta que Él la llamó por su nombre. Efectivamente, cuando lo miró por segunda vez finalmente lo vio y lo reconoció. A veces esto es justo lo que necesitamos hacer: dar una segunda mirada. A veces no basta la primera vez que vemos al Señor, con los ojos de la fe, porque la lógica humana, la inseguridad, la preocupación o la duda no nos dejan ver bien y nos impiden mirar con más atención. A veces esas distracciones son obstáculos que nos desaniman y nos impiden decidirnos a orar, leer la Escritura y dejar que Jesús nos llene el corazón con el fuego de su amor.

La vida eterna prometida. La Pascua encierra en sí misma el poder y la fuerza de Dios y nos invita a dar una segunda mirada al Señor e incluso por tercera o cuarta vez. La Pascua es nada menos que la promesa de la vida eterna.

Así pues, le damos gracias a Dios por el milagro de la Pascua. Lo que sucedió aquel primer Domingo de Pascua es incomprensible para la razón humana, pero aun cuando nadie puede entender cabalmente la resurrección de Jesús, todos podemos creer en ella. ¿Por qué? Porque aquellas personas, como María y las otras mujeres, los doce apóstoles, los discípulos que iban camino de Emaús y todos los demás que vieron a Jesús resucitado, no pudieron negar de ninguna manera lo que habían visto y experimentado. ¿Y por qué más? Porque Jesús mismo prometió bendecir a quienes, sin haberlo visto ni tocado, han creído en Él y el Señor nunca hace una promesa que no vaya a cumplir.

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