El humilde siervo de San José
El apostolado milagroso de San Andrés Bessette
Por: Luis E. Quezada
Cuando alguien anunció “¡El Hermano Andrés está en el barrio visitando a una señora enferma!”, la auspiciosa noticia se regó inmediatamente por todo el pueblo. Las casas se abrieron, los niños salieron corriendo a su encuentro, las familias sacaron a la puerta a sus enfermos. Una pequeña multitud rodeó de pronto a aquel hombre menudo, de cabellos blancos y mirada penetrante, que caminaba lentamente y con una sonrisa acogedora.
Un santo portero. Alfredo —su nombre de Bautismo— nació de una familia pobre el 9 de agosto de 1845 en la aldea de San Gregorio, cercana a Montreal, en Canadá. Fue el noveno de 13 hijos y desde su juventud sufrió muchos problemas de salud. En su niñez, su madre le inculcó una gran devoción a Jesús, María y José. A los nueve años, perdió a su padre debido a un accidente de trabajo y su madre murió de tuberculosis tres años después, por lo que él se fue a vivir con unos tíos. El párroco de su pueblo se dio cuenta de la virtud, la rectitud y la constancia del joven y vio en él una vocación religiosa auténtica, por lo que lo envió al colegio de la Congregación de la Santa Cruz en Montreal. En la carta de recomendación del candidato sencillo y analfabeto, el presbítero escribió: “Les estoy mandando un santo.”
Alfredo no defraudó aquellas expectativas. Sin demora se puso a estudiar y aprendió a leer y, con su comportamiento ejemplar, ayudó a elevar el número de novicios. El 22 de agosto de 1872 hizo sus votos religiosos, adoptando el nombre de Hermano Andrés. El superior le encargó el cuidado de la portería del colegio de Notre Dame y también sirvió como enfermero, barbero, cuidador e incluso sepulturero.
Don de curación. Aproximadamente cinco años después de su profesión religiosa, se empezó a ver que tenía el don de curación. En su biografía, escrita por Francisco Deroy-Pineau, se lee: “Su trabajo como conserje lo puso a cargo de llevar el aceite que ardía ante el altar de algunas estatuas, especialmente la estatua de San José”. Este aceite, símbolo de fe y oración cuando lo usan los enfermos, representaría un papel significativo en el trabajo del hermano Andrés.
Una vez fue a ver a un estudiante que yacía en cama con mucha fiebre y le dijo que se levantara y fuera a jugar, afirmando que no tenía ninguna enfermedad. El médico encargado se quedó anonadado al ver que el niño salía sano de la cama.
En otra ocasión, llegó a verlo el padre de un alumno, con cara de preocupación, y Andrés le preguntó cuál era su problema. El pobre hombre le explicó que su esposa se había quedado paralítica. “Quizá no esté tan enferma como parece”, le dijo el santo. En ese momento, al otro lado de la ciudad, la mujer se levantó y empezó a caminar normalmente.
Andrés aprovechaba esas curaciones, realizadas siempre de manera discreta, con apariencias de normalidad, para hacer un continuo apostolado: recomendaba la oración perseverante, sugería novenas, “recetaba” la aplicación del aceite de la lamparita que ardía ante una imagen de San José, o bien que llevaran encima una medallita del santo, porque decía que “todos esos son actos de amor y de fe, de confianza y de humildad.”
Igualmente hacía hincapié en aclarar la verdadera causa de esas sanaciones que le atribuían, pues “era el buen Dios quien hacía los milagros y San José quien los conseguía.” “Yo soy nada más que el perrito de San José”, afirmaba con humildad.
Demasiada gente. Cuando el número creciente de enfermos empezó a alterar el orden del colegio, Andrés obtuvo permiso para recibir a los pacientes en un albergue construido en la cercana estación del tren. El arzobispo, al enterarse de esto, les preguntó a los superiores qué haría Andrés si le obligasen a dejar de hacer milagros. Cuando le respondieron que sin duda obedecería ciegamente, añadió: “Entonces, déjenlo seguir. Si esta es obra de Dios, florecerá; si no, desaparecerá.” Las curaciones físicas y espirituales continuaron sin cesar. Durante el proceso de su beatificación se recogieron más de cuatro mil páginas de documentación de dichas curaciones.
Uno de los casos más impresionantes fue el de un joven que sufrió un terrible accidente industrial que le quemó y desfiguró la cara. Temiendo quedar ciego, corrió en busca del hermano Andrés, pero éste estaba atendiendo a un enfermo grave de cáncer y muchos otros le esperaban. Cuando el joven llegó, prácticamente sin verlo, Andrés le preguntó: “¿Quién ha dicho que perderás la vista? ¿Confías en la intercesión de San José? Como el joven dijo que sí, le recomendó: “Ve a la iglesia, asiste a Misa y comulga en honor a San José. Continúa con tus medicamentos, pero añádeles una gota de aceite de la lamparita del glorioso Patriarca, y reza esta jaculatoria: ‘San José, ruega por nosotros’. Ten confianza que todo irá bien.”
Así lo hizo fielmente el accidentado y, al día siguiente, el tejido quemado de su rostro se fue desprendiendo como “hojas de papel”. Una vez completamente restablecido, el joven regresó al hermano en señal de agradecimiento. “Agradéceselo a San José y no dejes de rezar” se limitó a decir el santo.
Una iglesia para San José. No obstante, Andrés tenía un anhelo que le llenaba el corazón: Construir una iglesia cerca del colegio, en Mont Royal, en honor a su protector. Pero como no disponía de medios, la idea era prácticamente descabellada.
Cierto día, un religioso de su comunidad le dijo que la imagen de San José que tenía en su celda parecía haberse girado sola en dirección al Monte Real. Lleno de gozo, el hermano Andrés entendió que ese hecho era la señal esperada de la Providencia Divina para la realización de su sueño. En 1896, la Congregación de la Santa Cruz adquirió aquel terreno y Andrés consiguió autorización para instalar una imagen de San José en la gruta que allí existía. Las peregrinaciones no tardaron en comenzar con miles de personas que iban a visitarla.
Tras ahorrar doscientos dólares cortando el pelo a los alumnos del colegio, logró levantar una pequeña capilla. Puso, además, un “platito para ofrendas” al pie de la imagen y empezó a conseguir limosnas.
En 1904 se construyó el pequeño Oratorio de San José, compuesto por una capilla más grande y un despacho, que Andrés ocupó como residencia. Trece años más tarde se amplió la construcción para dar cabida a mil personas sentadas, pero pronto fue insuficiente pues la afluencia de gente era enorme.
En 1924 se empezó a construir la actual basílica, la iglesia más grande de Canadá, pero tras ocho años hubo que suspenderla por falta de fondos. El hermano Andrés no se afligió y puso una imagen de San José en el interior del templo inacabado, afirmando: “Si él desea un techo sobre su cabeza, el techo vendrá.” Dos meses después se reiniciaban las obras.
Servicio como ofrenda de amor. Diariamente, el humilde portero cumplía su servicio como una ofrenda de amor. Cada día recibía de 200 a 400 personas que venían a pedirle curación o consejo; a veces llegaban a 700. Sus consejos eran sencillos y sensatos, procurando la curación de las almas más que el alivio de los males corporales.
Siempre animaba a los fieles a la Confesión frecuente y la Comunión diaria, garantizándoles que Jesús no rechaza nada a quien lo hospeda en su corazón. Y comentaba: “Es curioso: recibo numerosos pedidos de curación, pero raramente alguien me pide la virtud de la humildad o el espíritu de fe.”
Al final de la jornada, abrumado por el cansancio, aún hacía un pausado Vía Crucis en la capilla y, a continuación, arrodillado durante horas rezaba con los brazos abiertos en forma de cruz. Su cama permanecía muchas veces intacta durante toda la noche.
El crepúsculo de una vida admirable. El 6 de enero de 1937, cuando ya contaba 92 años de edad, se publicaba la triste noticia en los periódicos más importantes de Montreal: “Ha muerto el Hermano Andrés”. Desafiando la nieve y el hielo, una multitud de fieles empezó a desplazarse hacia Mont Royal para despedirse de su querido apóstol. Se calcula que un millón de personas subieron al santuario de San José para despedirse de aquel cuya única ambición había sido servir a Dios con fe y sincera humildad.
San Andrés Bessette fue beatificado el 23 de mayo de 1982 por el Papa San Juan Pablo II y canonizado por el Papa Emérito Benedicto XVI el 10 de octubre de 2010.
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