El gobernador que se hizo santo
De político a santo: La transformación de San Ambrosio
Por: Cristina Difato
¿Qué diría usted si al gobernador de su estado o provincia lo nombraran obispo? Esto fue lo que pasó con un gobernador del siglo IV llamado Aurelio Ambrosio.
Era “consular”, es decir, gobernador de la provincia de Liguria-Emilia del Imperio Romano, con mucho futuro en su carrera política, pero nunca se imaginó que Dios lo llamaría a ser pastor en la iglesia. Así sucedió, y cuando fue nombrado, decidió ser el mejor obispo que pudiera ser. Hoy lo conocemos como san Ambrosio.
¿Quién, yo? Nacido alrededor del año 340, Ambrosio fue el menor de los tres hijos de una antigua familia romana que había aceptado el cristianismo desde hacía años. Su padre ocupaba un alto cargo en el gobierno y Ambrosio siguió sus pasos. Poco después de cumplir los 30 años, ya disfrutaba de una fructífera carrera como gobernador provincial con sede en Milán, Italia.
Aunque al parecer Ambrosio era sabio y justo en sus funciones oficiales, tal vez nunca habríamos sabido de él si no hubiera intervenido para resolver una disputa que un día se suscitó en el año 374. El obispo Auxencio, de Milán, había muerto y los seguidores del arrianismo —una extendida herejía que negaba la divinidad de Cristo— hacían campaña para que uno de sus seguidores fuera elegido sucesor. No hace falta decir que lo que sucedió no fue un debate amistoso.
Como era de esperar, cuando la gente se congregó en la catedral de Milán para elegir al obispo, estalló el disturbio. Ambrosio no tardó en intervenir para restaurar el orden, como cualquier gobernador consciente lo haría. Siendo un orador elocuente, pedía calma con razones irrefutables, cuando un joven exclamó “¡Ambrosio obispo!” Para su gran sorpresa, todos los demás se unieron a la aclamación.
¿A qué se debió que la gente de ambos bandos apoyara la elección de Ambrosio? Seguramente algunos sabían que su familia era fiel a la enseñanza tradicional de Roma, y otros supondrían que era de tendencia arriana, como el obispo difunto.
Por su parte, Ambrosio no tenía ningún deseo de ser obispo. ¿Y qué pasaría con su carrera política? ¿Su carencia de formación doctrinal? Porque era catecúmeno y todavía no había sido bautizado. Pero al final, animado —o más probablemente, presionado— por el emperador y otros obispos, Ambrosio se sintió forzado a asumir su nueva responsabilidad.
Darse por entero. Ambrosio aceptó su nueva vocación como una invitación de Dios y un gran tesoro. En el plazo de una semana, fue bautizado, confirmado y ordenado y luego vendió o regaló todas sus considerables pertenencias. Con la intensidad y la pasión con que antes se había dedicado a adelantar su carrera, se entregó de lleno a su segunda educación: la oración y el estudio a fondo de la Sagrada Escritura.
A diferencia de la mayoría de los jefes de la Iglesia de Occidente, Ambrosio dominaba el griego, lo que le facilitaba mantener correspondencia con otros obispos y pastores de Oriente, especialmente san Basilio, otro vigoroso opositor del arrianismo. Ambrosio leyó y estudió los escritos de sabios griegos como Orígenes, cuyos comentarios sobre la Escritura ponían mucho énfasis en la importancia de meditar sobre la Palabra de Dios. Gracias a este contacto —como no hace mucho lo comentó el Papa Emérito Benedicto XVI— Ambrosio inició en Occidente la práctica de la Lectio Divina.
Como resultado de todo este estudio en oración y lectura de la Palabra de Dios, Ambrosio llegó a ser un elocuente y ungido predicador. Un joven que se sintió atraído por su predicación —el que más tarde sería san Agustín— comentaba: “Era uno de aquellos que dicen la verdad, y la dicen bien, correctamente, con buen sentido y con una expresión bella y poderosa.”
Firmeza y misericordia. En el Sínodo de Aquilea, Ambrosio enfrentó a dos obispos influyentes que enseñaban doctrinas arrianas y logró que fueran depuestos. Aproximadamente cinco años más tarde, cerca del año 385, cuando el emperador y su madre exigieron que una de las iglesias de Milán fuera entregada a los arrianos, Ambrosio y sus fieles se atrincheraron con barricadas dentro del templo y entonaron himnos mientras la guardia imperial los rodeaba. Impresionado, Agustín escribió: “Los fieles de Milán no se movieron, dispuestos a morir con su obispo.” Según cuenta la historia, los soldados terminaron por unirse a los cánticos y finalmente se retiraron.
Cerca del final de su vida, Ambrosio tuvo que hacer frente a otro emperador, Teodosio, que no era hereje. Cuando el emperador reprimió una rebelión en la que miles de civiles fueron masacrados, Ambrosio decretó que Teodosio no podría volver a la iglesia mientras no se arrepintiera en público y era tal la influencia de Ambrosio que el emperador accedió a esta exigencia: “No hay ningún obispo en el Imperio que sea digno del nombre —sentenció— excepto Ambrosio.”
Pero con lo inflexible que Ambrosio era en cuanto a la verdad y los asuntos de doctrina, se llenaba de compasión por los necesitados. Cuando un sacerdote arriano fue tomado prisionero, Ambrosio hizo gestiones hasta lograr su rescate. Incluso cumplió misiones diplomáticas para la Emperatriz Justina, que había tratado de quitarle su iglesia. Una vez, para rescatar a unos esclavos, hizo derretir algunos de los utensilios de la catedral y convertirlos en oro. A quienes le criticaron les dijo: “La iglesia tiene oro, no para almacenarlo, sino para presentarlo y gastarlo en quienes tienen necesidad.” Su puerta estaba siempre abierta para todos, ricos o pobres, creyentes o no.
Corazón de pastor. Siendo obispo, compuso muchos himnos, algunos de los cuales todavía se cantan en la Iglesia, muchos de ellos centrados en la soberanía y la misericordia de Dios y en la hermosura de la creación.
En los himnos que compuso, se aprecia la sensibilidad pastoral de Ambrosio y su dedicación a la doctrina verdadera, ya que usaba la música y las canciones para comunicar las verdades de cristianismo. Por ejemplo, para combatir la confusión causada por diversas herejías que negaban que Dios fuera una Trinidad, Ambrosio compuso himnos sencillos sobre este tema, ajustando los versos al ritmo métrico de las marchas que entonaban los soldados romanos. El esfuerzo tuvo éxito, como lo explicó el propio Ambrosio:
“¿Qué cosa hay más conmovedora que la confesión de la Trinidad repetida diariamente por la boca de todo un pueblo, cuando las voces de la muchedumbre, hombres mujeres y niños, con flujo y reflujo, se elevan en un estrépito, semejante al del mar, de grandes oleadas que se entrechocan y se rompen? Todos con impaciencia compiten el uno con el otro en la confesión de la fe, y saben elogiar en el verso al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Entonces todos ellos vienen a ser maestros.”
Ambrosio también desarrolló un particular don de discernimiento. Consultado para resolver muchos conflictos y controversias, sabía cuándo insistir en su posición y cuándo ser flexible.
Para Ambrosio, las verdades básicas e indiscutibles de la fe eran tan importantes que valía la pena defenderlas hasta dar la vida, pero dejaba margen para ajustar la diversidad cultural cuando se trataba de diversas costumbres y tradiciones.
Estos criterios en la práctica de la fe cristiana son ecos de Ambrosio que resuenan hasta el presente. En todo el mundo, todos los católicos celebran la misma Misa, pero en idiomas distintos y con tipos de música diferentes.
¡Cristo es todo! Ambrosio murió el 4 de abril, Sábado Santo, de 397, después de una breve enfermedad. Al enterarse de que estaba enfermo en cama, muchos ciudadanos vinieron a verlo y le instaron a que rezara por su propia recuperación, pero él les respondió: “No he vivido entre ustedes de un modo que me avergüence de continuar viviendo, pero no temo morir, porque nuestro Señor es bueno.” Y, de hecho, conforme se aproximaba el fin de su vida terrenal, le dijo a un hermano obispo que Jesús había venido a visitarlo y le había sonreído.
Hacía más de 20 años que Ambrosio había dicho que sí, cuando el Señor lo llamó para ser sacerdote y obispo. Era un camino dificultoso, pero junto con la dificultad le llegó la paz de estar allí donde Dios quería que estuviera.
Como solía decir Ambrosio, “Cristo es todo para nosotros.” Si los fieles de hoy queremos decir lo mismo, sólo tenemos que seguir su ejemplo y dar a los planes de Dios prioridad sobre los nuestros.
Cristina Difato vive en St. Augustine, Florida.
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