El Espíritu de santidad
Nuestro diario caminar hacia la santidad
Algo hay en torno a la Navidad y el Año Nuevo que nos lleva a hacernos las grandes preguntas de la vida. Las reuniones familiares nos hacen recordar nuestros orígenes y el pasado personal y pensamos en aquellos que contribuyeron a formarnos como personas. El solo hecho de escoger un regalo adecuado para un ser amado puede llevarnos a reflexionar más sobre nuestras relaciones, las muy buenas y las no tan buenas. Algunos pensamos en cómo ha sido nuestra vida, cómo es ahora y cómo será en el futuro, o mejor dicho, hacia donde vamos. A todos nos gusta pensar que vamos por el camino correcto, avanzando en el trabajo, con la familia y en la fe.
Todas estas reflexiones se reducen a tres preguntas esenciales: “¿Quién soy yo? ¿En qué clase de persona me estoy convirtiendo? ¿Qué tipo de persona quiero ser?”
Y, si queremos explorar los fundamentos mismos de estas tres preguntas, nos encontraríamos con una cuestión aún más fundamental bajo la superficie: ¿Cómo puedo imitar mejor a Jesús? Esta es la pregunta que todos llevamos en el corazón, incluso aquellos que todavía no creen en él. Todos queremos la paz, la alegría y el conocimiento del amor de Dios que Jesús tenía; todos queremos tener la misma actitud positiva que él demostraba y contribuir a edificar positivamente a otras personas, especialmente nuestros seres queridos.
El inicio de un nuevo año es una ocasión propicia para explorar el camino de la santidad. Por eso, meditaremos en cómo podemos avanzar por la senda de la santidad este año y cómo podemos valernos del amor y la sabiduría del Espíritu Santo para seguir esta senda.
¿Un objetivo poco realista? ¿Qué tipo de persona quiero ser? ¿Realmente puedo llegar a ser santo? Es posible que pensar que podemos llegar a ser santos nos parezca algo poco realista en un primer momento, o incluso arrogante, pues no solo vemos nuestras propias limitaciones, pecados y debilidades, pero vivimos en una sociedad que constantemente nos está instando a exigirnos lo menos posible. Se nos dice que la vida es demasiado difícil; que sería ilusorio tener tales esperanzas; que es mejor limitarse a sobrevivir o tratar de no meterse en problemas y dejar la santidad para los santos. Se nos dice que la vida es demasiado exigente, por lo que solo debemos preocuparnos de nosotros mismos y desentendernos de las necesidades y clamores de los pobres y los desamparados.
Pero la santidad no es algo que esté fuera de nuestro alcance, y tampoco es nada más que un sueño ilusorio. De hecho, la santidad es el corazón mismo de la vida cristiana. Jesús no vino a este mundo solo a perdonar los pecados; vino para hacer de nosotros una nueva creación. Y asumió nuestra humanidad para darnos a todos el poder necesario para vivir en la práctica la santidad, la paz y la pureza que él demostró.
Separados y consagrados. Pero ¿qué es la santidad? Hay muchas opiniones diferentes acerca de lo que significa ser santo. Algunos creen que significa llevar una vida piadosa y solemne todo el tiempo. Otros se imaginan que es la habilidad de evangelizar a muchos o incluso realizar milagros. Otros más consideran que es mantener la alegría y la paz incluso en medio de grandes sufrimientos. Es posible que todos estos conceptos tengan elementos de la verdad, pero ninguno de ellos describe la esencia de la santidad.
En su sentido más profundo y fundamental, la santidad significa separarse del mundo para consagrarse a Dios.
• Dios dijo a los israelitas: “Ustedes deben ser santos para conmigo, porque yo, el Señor, soy santo y los he distinguido [separado] de los demás pueblos para que sean míos” (Levítico 20, 26).
• Les dijo que para ellos el sábado sería “un día sagrado” [separado o consagrado] diferente de los demás días de la semana (Éxodo 35, 2).
• También le dijo a Moisés: “Ve al pueblo y conságralos hoy y mañana, y que laven sus vestidos” (Éxodo 19, 10-11).
• Con la misma idea, San Pablo exhortó a los cristianos de Roma diciéndoles: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente” (Romanos 12, 2).
• En la Plegaria Eucarística III de la santa Misa, la Iglesia reza al Padre diciendo: “Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti…”
Estos pasajes y muchos otros nos dicen que no solo tenemos nosotros que separarnos del mundo, sino que Dios nos ha llamado a pertenecerle a él como propiedad suya. El Padre ya nos ha separado para sí mismo. Ahora él nos invita a vivir de una manera santa y nos pide que hagamos lo necesario para desprendernos del pecado y rechazar la tentación; quiere que seamos diferentes en la manera en que nos tratamos unos a otros, que nos demostremos amabilidad y cariño, ayudemos a los necesitados y perdonemos a cuantos nos ofenden o nos causan daño. Pero lo más importante es que el Señor quiere que nos consagremos a él recibiendo su Espíritu Santo en el corazón, para que él nos transforme a la imagen de Jesús, “el Santo de Dios” (Juan 6, 69).
El Espíritu de santidad. Bien, en eso consiste la santidad. Pero, ¿qué hay que hacer para ser santo? Por un lado, la santidad es algo que podemos conseguir si nos dedicamos a hacerlo. Por otro lado, es un regalo que el Espíritu Santo nos concede libremente. Nadie lo explica tan bien como San Pablo. En cualquier situación que tuviera que abordar, Pablo aconsejaba a sus lectores que fueran dóciles al Espíritu y se consagraran a buscar y conseguir la santidad.
Por ejemplo, Pablo fustigó a los cristianos de Colosas, que pensaban que precisaban hacer elaborados rituales paganos y dar culto a seres angélicos para llegar a ser santos. “No se dejen llevar” les dijo “por quienes los quieren engañar con teorías y argumentos falsos” (Colosenses 2, 8). Estos creyentes habían sido renovados por el Espíritu Santo, y comenzaron su vida cristiana con gran confianza en el Señor; pero llegaron unos maestros falsos y los convencieron de que también tenían que observar ciertos festivales y restricciones dietéticas. En respuesta, Pablo los exhortó a mantener la mirada fija en Jesús, pues él los guiaría y los protegería (3, 1-2).
A los creyentes de Éfeso, Pablo les dio un mensaje similar y oraba para que el Padre les concediera “el don espiritual de la sabiduría” para que “puedan conocer verdaderamente” lo maravilloso que es Jesús (v. Efesios 1, 17). El apóstol sabía que si ellos querían llegar a ser como Jesús, necesitaban que el Espíritu les revelara a la Persona de Cristo; tenían que pedirle al Espíritu la gracia necesaria para ser capaces de imitar al Señor.
Lo mismo es válido para nosotros hoy: También necesitamos el Espíritu Santo; precisamos su gracia, su poder y su consolación para crecer en santidad. El Espíritu Santo y todos los dones que él nos da es todo lo que necesitamos.
La obra de la santidad. Entonces, ¿todo lo que tengo que hacer es escuchar al Espíritu? Bueno, no precisamente. Se ve que Pablo estaba convencido de que el Espíritu Santo puede librarnos del pecado y llenarnos del amor, el poder y el gozo de la divinidad; pero igualmente estaba convencido de que no todo depende del Espíritu, pues nosotros también tenemos algo que hacer.
Nadie llega a ser santo sin algún esfuerzo. Por eso Pablo decía a sus lectores que no se dejaran dominar por el pecado (Romanos 6, 12), y que más bien tenían que “despojarse del viejo hombre” y “revestirse del Señor Jesucristo” (Efesios 4, 22; Romanos 13, 14).
Si nos fijamos más en lo que hacemos o no hacemos, encontraremos que, en nuestro propio ser, hay una curiosa mezcla de virtudes y defectos. Tenemos el Espíritu Santo que habita en nuestro corazón; tenemos el pan de vida que nos alimenta, las Escrituras que nos enseñan y los santos que nos inspiran; tenemos además en la Iglesia una abundante tradición de oración y la promesa de perdón cuando confesamos nuestros pecados. Con todos estos dones y bendiciones parecería que debiéramos ser capaces de llevar una vida santa; pero sabemos que no siempre es fácil. Hay algo en nosotros que sigue tratando de convencernos de que no necesitamos realmente el Espíritu ni sus dones. Puede ser nuestra propia naturaleza caída, pueden ser las artimañas del diablo o incluso las filosofías de autosuficiencia que rondan por el mundo. Por lo general suele ser una combinación de las tres cosas, ya que las tres actúan juntas para hacernos desviar del camino recto.
Por todo esto, no podemos bajar la guardia y debemos ser vigilantes y renovar cada día nuestra decisión de trabajar con ahínco para cultivar la santidad. ¿Cómo? Dirigiendo la atención a Dios en la oración, y haciendo lo posible para mantener la pureza, evitar la tentación y permanecer cerca de Jesús. Si damos estos sencillos pasos, descubriremos que el Espíritu Santo nos llena de una alegría y una paz que sabemos que no provienen de nosotros mismos. Así estaremos mejor dispuestos a no cometer pecado y tendremos un mayor deseo de llevar a otras personas el amor y la generosidad de Cristo.
Sean santos. ¡Que alentador es saber que el Espíritu Santo quiere concedernos la bendición de la santidad, y que quiere ayudarnos a aceptar la invitación a esforzarnos día tras día para alcanzar la santidad! Lo bueno es que Dios nos ha dado la posibilidad de llegar a ser santos. Para eso envió a su Hijo Jesús a morir por nuestros pecados y destruir la muerte y nos abrió la puerta para que llegáramos a su presencia. Ahora los fieles podemos entrar por esa puerta cuando nos llenamos de su Espíritu; así podemos rechazar el pecado y convertirnos en reflejos del amor y la misericordia de Jesús.
Entonces, ¿qué tipo de personas quieres ser tú? ¿Qué tal un santo?
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