El escándalo de ser católico
Una reflexión para el Adviento
Por: Mons. Peter Magee
Es difícil no reconocer que la interpretación y la aplicación de la muy sabia y necesaria Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos (que habla de la libertad de religión y libertad de expresión) van entrando cada vez más en el campo de lo cuestionable.
Por ejemplo, ¿es la inclusión de una carroza de Navidad en un desfile público navideño una violación de dicha Primera Enmienda? ¿Es la enseñanza de los niños sobre la Constitución una violación de la Enmienda porque la propia Constitución hace mención del Creador? Basta una simple búsqueda en Internet para descubrir muchos más ejemplos de lo que parece ser una agresiva campaña encaminada a excluir todo lo que sea religioso, no sólo del estado, sino de la sociedad misma.
Se está tratando de interpretar la Primera Enmienda como separación entre la Iglesia y la sociedad, no sólo entre la Iglesia y el estado. Ahora que las esferas de dominio del estado están gradualmente ampliándose para incluir actividades públicas de cualquier clase, es hora de que la sociedad abra los ojos, porque cada vez más se están restringiendo, no sólo la libertad de religión, sino otras libertades también. El estado que toma esta dirección está al borde de transformarse en un régimen totalitario.
Una tendencia contraria a Dios. Lo que es aún más inquietante es que algunos comentaristas perciben en esta tendencia de restricción una acción directa contra los signos, símbolos y lenguaje cristianos. Recientemente, el Secretario de Estado del Vaticano, denunció que en varios países europeos la discriminación contra los cristianos se hace cada vez más extendida. Uno tiene la impresión, en efecto, de que no estamos sólo frente a una defensa legítima de lo secular, sino, a un ataque ilegítimo contra la religión misma bajo el camuflaje de la ley constitucional.
Como lo explicó hace poco un autor jesuita, lo que se opone a la religión no es tanto el ateísmo sino una corriente “anti-teísta” (vale decir, opuesta a Dios); no sólo que no haya ningún Dios “allá fuera” en el ámbito religioso, sino oposición a traerlo “aquí” a la sociedad. Sin embargo, la ironía es, por supuesto, que el antiteísmo militante, por muy bien que procure disimularse, es en efecto otra clase de religión, porque se escuda de ser tratado como tal al amparo de la Primera Enmienda por el solo hecho de no denominarse “religión”.
En el Evangelio, Jesús declara: “Dichoso el que no se escandaliza de mí” (Lucas 7, 23). Si reflexionamos por unos segundos en las actitudes anticristianas que vemos y oímos en nuestro propio país y en el mundo occidental, bien podríamos concluir que el Señor preparaba a sus seguidores de hoy para entender que, en efecto, él sería motivo de escándalo y ofensa para algunos, que lo rechazarían, y que también lo serían quienes se asociaran con él.
¿Católicos avergonzados? No debemos, entonces, sorprendernos de que Cristo y los cristianos sean considerados un impedimento para la percepción generalizada de cómo ha de funcionar una sociedad libre y secular. Pero yo añadiría algo más. Debemos ver lo que es la realidad de aquellos que llamándose cristianos se avergüenzan de su fe ante la sociedad moderna. Y más aún. Si los católicos creemos que la plenitud de la verdad de Cristo y los medios de la salvación están presentes en la Iglesia Católica, cabría preguntarse qué significa el que un católico se avergüence de ser conocido como tal y de ser testigo de la verdad de la fe católica en las circunstancias de la vida cotidiana.
Los católicos suelen avergonzarse de aspectos claves de la doctrina de Cristo como la enseña la Iglesia de Cristo por mandato del propio Cristo. Hay ciertos aspectos que son bien recibidos, pero cabría preguntarse si se debe a la verdad misma, o a que calza bien con lo que espera la sociedad. Por ejemplo, por una parte, todos podemos estar de acuerdo en condenar la pobreza, la enfermedad, el terrorismo, el asesinato y la corrupción. Es justo rechazar estas cosas, pero la pregunta es si las rechazamos por la fe en Cristo, o porque se encuadran bien con lo que el mundo considera auténtico. Por otra parte, hay muchos otros aspectos de la doctrina de Cristo que enseña su Iglesia con los cuales numerosos católicos “discrepan” o de los cuales simplemente se avergüenzan.
Por ejemplo, se enseña que el uso de anticonceptivos es intrínsecamente malo; que la investigación de células madre embrionarias es contraria a la voluntad de Cristo; que las relaciones sexuales prematrimoniales o extramatrimoniales son contrarias al matrimonio; que la actividad homosexual y, por ende, las uniones o “matrimonios” de ese tipo son intrínsecamente desordenados; que el aborto y la eutanasia son abominaciones a los ojos de Dios. Debido a que, en cuanto a uno u otro de estos campos, que atañen tan profundamente a la vida de las personas o incluso quizás hasta a nosotros mismos y porque a menudo no se acepta que estos comportamientos sean contradictorios de nuestro Bautismo, decimos que “no estamos de acuerdo con ellos”, o podríamos decir que estamos de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia, pero nos avergonzamos de ello en público.
¿Qué significa discrepar de la enseñanza de la Iglesia en asuntos de moral? La Iglesia enseña estos asuntos en el nombre y con la autoridad de Cristo. Entonces, la pregunta realmente es: ¿Qué significa no estar de acuerdo con la enseñanza de Cristo? ¿Puede algún creyente realmente justificar el discrepar con Cristo? ¿Por qué aceptamos más los descubrimientos de la ciencia, la sociología o la estadística, que la enseñanza de Cristo? Por supuesto, en medio de las grandes exigencias y dificultades del trabajo diario, no es fácil percibir la verdad de Cristo y menos fácil aún vivirla.
Necesitamos la luz de Cristo. Pero esa es precisamente la razón por la cual la necesitamos: la verdad es nuestra luz en la oscuridad que, aunque apenas podamos percibirla, nos sirve como guía segura en nuestro caminar. El ser ciego no significa que uno deba apagar la luz para sí mismo o para otros. Más bien, debo rezar para poder ver. Si la ciencia y la costumbre humanas enseñan una cosa, aunque sea lógica y conveniente, y Cristo, por intermedio de su Iglesia, enseña algo opuesto, no hay duda de que la lógica del corazón ha de seguir la enseñanza de Cristo.
La ciencia no puede dar ninguna garantía de que sus conclusiones sean definitivas ni tampoco tiene en cuenta la realidad completa del ser humano, en esta vida ni en la próxima. La ciencia no tiene nada que decir en cuanto al juicio moral de las situaciones o personas. Si confiamos nuestra mente a la ciencia y nada más, terminará por robarnos el corazón. Pero nuestro corazón le pertenece a Cristo, y nuestra mente, aun cuando todavía no vea claramente la verdad del Señor, finalmente se llenará de luz. Entonces, no digas que tú discrepas con Cristo; di mejor, con humildad y deseo, que todavía no entiendes su sabiduría.
¡Ay de nosotros! Queremos amar al Señor y recibir su Cuerpo y su Sangre; pero, al mismo tiempo, queremos ser aceptables a los demás, aun cuando eso signifique dejar de vivir según el sentido del amor al Señor y según la recepción de su Cuerpo y su Sangre. No dudamos en reconocer que hay mal en el mundo, pero no estamos dispuestos a afrontarlo cuando lo vemos en la vida propia o la de aquellos que nos rodean. Nos gusta la idea de la misericordia y el perdón de Dios, pero lo insultamos al no pensar nunca en ir a la confesión ni preocuparnos de vivir, nosotros mismos y los demás, según su verdad y su ley.
¿Es que simplemente nos hemos convertido en cobardes morales? ¿Acaso no hemos hecho un mero entretenimiento de la religión, una especie de mimo del alma cuando se nos agota la ilusión de la vida mundana? ¿Qué sentido verdadero puede tener la religión si no es el alma y el corazón de nuestra vida diaria? Si Cristo en su Iglesia no es la primera y suprema autoridad sobre nuestra conciencia, nuestra razón para tomar decisiones, nuestra norma para el amor y la amistad, la fuerza de nuestro matrimonio y familia, entonces ¿qué es en realidad? ¿Un concepto? ¿Una medicina? ¿Un ídolo? ¿Un objeto de consumo? ¿Un escándalo?
El embotamiento espiritual. La tensión y las exigencias del trabajo cotidiano, los ataques implacables de una sociedad antiteísta y la sutil y esclavizante sumisión al progreso material, se parecen a una sobredosis de píldoras para dormir. ¿Por qué? Porque nos hacen insensibles a la energía, la vida, la urgencia, el poder y la gracia del Evangelio. El Adviento no es un tiempo para ceder ante la tiranía de sus demandas más que de costumbre.
No, el Adviento es un tiempo para despertarse y sacudirse, para buscar realmente la misericordia de Dios, para buscar una nueva perspectiva y esperanza, y hacerse tiempo para preguntarse: ¿Conozco todavía a Cristo? ¿No es acaso un escándalo para mí, puesto que he llegado a ser tan indiferente a él? ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Qué significa todo esto en realidad? ¿Dónde está mi verdadera alegría? ¿Cuál es la esperanza de mi existencia, algo que se desvanecerá junto con mi cuerpo cuando yo muera, o algo eterno? ¿Por qué soy católico? ¿Cuál es mi compromiso profundo y verdadero con la Iglesia? ¿Es mi catolicismo una conveniencia social para algunas cosas y una molestia para otras? ¿Cuál es mi verdad, cómo puedo encontrarla, quiero realmente encontrarla?
Habrá menos ateísmo y antiteísmo, menos anticristianismo en la sociedad cuando aquellos que son de Cristo despierten del sueño y proclamen, sin temor ni vergüenza ni disculpa, que se enorgullecen de la Cruz de Jesucristo, y que su sabiduría, su verdad y su gracia son su luz, su fuerza y su vida. ¡Católico cristiano, escucha! Sé un verdadero católico en medio de la Iglesia Católica, y atrévete a ser un escándalo en tu mundo para que, por tu medio, el Espíritu del Salvador lleve al mundo de regreso a Dios.
Homilía pronunciada por el Rev. Mons. Peter Magee en 2004, en San Andrés Apóstol, Silver Spring, MD cuando era Observador Permanente de la Santa Sede en la Organización de los Estados Americanos, en Washington, D.C.
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