El don de la comunidad cristiana
El Espíritu nos reúne en Cristo
Las calles de Jerusalén están abarrotadas de personas que han llegado para celebrar la fiesta de las Semanas, o Pentecostés. Tú eres un residente de la ciudad santa, y estás acostumbrado al entusiasmo y el alboroto que es común en estos días especiales. Pero hoy es diferente. Una gran multitud está reunida alrededor de un hombre galileo que audazmente proclama que Jesús, el hombre que muchos pensaban que era el Mesías, ¡resucitó de entre los muertos!
Todos en la ciudad han estado hablando sobre la crucifixión de este hombre, que curó a los enfermos e incluso resucitó a un hombre —Lázaro— de la tumba. Incluso habías comenzado a sospechar que quizá él realmente es el Mesías. Pero después de que fue crucificado, pensaste que probablemente era otro falso profeta, uno de muchos que surgían en Jerusalén de vez en cuando. Ahora, sin embargo, uno de los seguidores de Jesús, Simón Pedro, le está diciendo a la gente que se arrepienta de sus pecados y se bautice en el nombre de Jesús para que reciban el don del Espíritu Santo.
Escuchas a Pedro con atención, y algo conmueve tu corazón, ¿será esto cierto? De repente estás seguro de que Jesús no solo es el Mesías sino también el Señor resucitado y Salvador. Te bautizas ese mismo día, y tu vida no vuelve a ser la misma nunca más.
Ahora quieres pasar tu tiempo con todos los demás que han aceptado el mensaje de Pedro. Debido a que has sido bautizado en Jesús, sientes un lazo fuerte con ellos. Comienzan a reunirse todos los días en el templo para alabar al Señor. Se reúnen en las casas y comparten el pan. Incluso vendes algunas de tus posesiones para que haya suficiente para las personas que pasan necesidad (Hechos 2, 43-47). Estás viviendo una vida nueva y compartida con tus hermanos y hermanas en Cristo.
Este mes, en que celebramos el tiempo de Pascua, queremos meditar en cómo era la vida para la comunidad “de creyentes” (Hechos 4, 32) que se reunió después de Pentecostés para formar pequeñas iglesias cristianas. ¿Qué puede enseñarnos la vida que ellos compartían? ¿Cómo podemos ayudarnos unos a otros como una comunidad de creyentes, ya sea en nuestros hogares, nuestros vecindarios o nuestras parroquias? Y, ¿por qué es tan importante que lo hagamos?
El movimiento del Espíritu Santo. ¿No es sorprendente que tan pronto como Pedro proclamó la buena noticia en Pentecostés, las personas que fueron bautizadas comenzaron a vivir en “comunión” (Hechos 2, 42; NVI)? ¿Por qué sucedió esto? Fue porque recibieron el Espíritu Santo. Es el Espíritu el que actúa en nosotros para que deseemos formar comunidad cristiana, es el que nos conduce a hermanos y hermanas que pueden ayudarnos en nuestro caminar con Dios y con quienes podemos reunirnos para adorar al Señor.
Piensa cómo deben haber sido las cosas para estos primeros creyentes. Se seguían considerando judíos, pero ahora llamaban a Jesús su Señor y Salvador, un hombre que había sido rechazado como un fraude por la mayor parte del sistema religioso. La fe de estos hombres y estas mujeres los separaba de muchos de sus compatriotas judíos de una forma fundamental. Necesitaban de una comunidad de creyentes, y por ello, el Espíritu los condujo a reunirse y compartir su vida en muchas formas. A partir de esta base de apoyo, podían hacer lo que Jesús les había mandado: “Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28, 20).
Jesús y su grupo de discípulos. Desde luego, Dios nos creó para ser seres sociales que dependen unos de otros y necesitan una comunidad para sobrevivir y tener éxito. La cultura judía en tiempos de Jesús era mucho más comunitaria de lo que lo es actualmente; en su mayoría, las personas vivían en unidades familiares y en grupos grandes de hogares extendidos.
De modo que no sorprende que cuando Jesús inició su ministerio público, deseara seguidores que se le unieran. Su objetivo era formar a estos discípulos para que predicaran la buena noticia y construyeran su Iglesia después de que él resucitara de entre los muertos. Pero también necesitaría de su apoyo y compañía. ¡Imagina cuántos kilómetros caminaron juntos y cuántas comidas compartieron! ¡Imagina cuán a menudo oraron juntos!
Después de que Jesús murió y resucitó, estos seguidores continuaron su vida juntos y trajeron a muchos más convertidos a su redil. Repasemos algunos pasajes de Hechos para ver qué podemos aprender de ellos.
El poder de la oración comunitaria. Poco después de Pentecostés, Pedro y Juan iban hacia el templo cuando vieron a un hombre que era paralítico de nacimiento. Después de sanar al hombre “en el nombre de Jesucristo de Nazaret” (Hechos 3, 6), Pedro predicó a la gente que se había reunido a su alrededor. Esto enfureció a los jefes religiosos, quienes rápidamente apresaron a Pedro y a Juan y los mantuvieron bajo custodia durante la noche. Debido a que muchas personas habían presenciado la curación, el Sanedrín decidió soltarlos.
Entonces Pedro y Juan “fueron a reunirse con sus compañeros” y les contaron lo que había sucedido (Hechos 4, 23). Juntos “oraron a Dios” (4, 24). Su oración fue tan poderosa que “el lugar donde estaban reunidos tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo” (4, 31). El poder vino de la oración conjunta de estos creyentes, quienes pidieron al Espíritu que capacitara a estos discípulos para continuar anunciando “tu mensaje sin miedo” (4, 29). ¡Qué alentador debe haber sido esto para Pedro y Juan!
Este es el don que podemos ofrecernos unos a otros. Cada vez que nos reunimos para rezar juntos, podemos sentir al Espíritu moviéndose entre nosotros. El Espíritu Santo edifica nuestra fe cuando somos testigos de la fe de los otros discípulos. Y cuando otros oran con nosotros, somos fortalecidos, consolados, animados o sanados. Incluso podemos recibir un derramamiento del Espíritu Santo en nuestra vida. Podemos pedirle al Señor estas gracias por nosotros mismos, pero, ¡nuestra oración se vuelve más poderosa cuando nos unimos con otros discípulos!
Cuidar unos de otros. Desde el inicio, los primeros cristianos cuidaron unos de otros, especialmente de sus necesidades materiales. Conforme la comunidad en Jerusalén fue creciendo, los apóstoles nombraron siete hombres —incluido Esteban, quien se convertiría en el primer mártir cristiano— para distribuir comida y otros artículos de primera necesidad a las viudas y a los pobres (Hechos 6, 1-5).
Los discípulos también cuidaban unos de otros de una forma más personal, a nivel individual. Tabitá, también conocida como Dorcas, era una discípula de Jope que “pasaba su vida haciendo el bien y ayudando a los necesitados” (Hechos 9, 36). Después de que ella se enfermara y muriera, los discípulos enviaron a Pedro. Cuando él llegó, “todas las viudas, llorando, rodearon a Pedro y le mostraron los vestidos y túnicas que Dorcas había hecho cuando aún vivía” (9, 39). ¡Qué alegría deben haber sentido cuando Pedro resucitó a su hermana en el Señor y se las regresó viva!
Hacer un vestido o una túnica puede parecer algo insignificante, pero para las hermanas en el Señor de Dorcas significaba mucho. Nosotros podríamos pensar que hacer una comida, dar un aventón o llamar a alguien por teléfono o enviarle un mensaje de texto es algo pequeño. Pero para la persona que lo recibe, puede significar todo. Le demuestra que nos interesamos lo suficiente como para notar su necesidad y sacar el tiempo y hacer el esfuerzo necesario para proveer para ella. Cada acción de estas edifica no solo a las personas involucradas sino a toda la comunidad.
Aprender unos de los otros. Los creyentes en Damasco estaban preparados para recibir a Pablo cuando fue conducido a la ciudad, ciego por el encuentro que tuvo con Jesús en el camino. El Señor le había dicho a Ananías dónde encontrar a Pablo, y cuando lo encontró, oró para que Pablo se llenara del Espíritu Santo. Después de que Pablo recobrara la vista “se quedó algunos días con los creyentes que vivían en Damasco” (Hechos 9, 12). Podemos imaginarlos respondiendo a todas sus preguntas sobre Jesús y enseñándole lo que significaba seguir a Cristo. Pablo aprendía rápido, porque poco tiempo después, comenzó a predicar el evangelio en las sinagogas.
Esta es otra bendición de la comunidad: Aprendemos unos de otros. Los discípulos con más experiencia pueden enseñarnos cómo caminar con Jesús. Su ejemplo puede ser un testimonio poderoso de la vida en Cristo en ellos. Luego crecemos en nuestra propia fe y nos convertimos en ejemplos para nuestra familia y para otros cristianos. El Señor se complace en esto: En que sus hijos se ayuden unos a otros para acercarse más a él.
La familia de Dios. Tan solo piensa: Cada vez que entras por las puertas de la iglesia, entras no solo a un edificio sino a un lugar sagrado apartado para una comunidad de creyentes. Oran juntos en la Misa para celebrar la Cena del Señor y en otros momentos parten el pan en comidas que comparten. Se reúnen para hacer estudios bíblicos y compartir en grupos pequeños. Interceden los unos por los otros, y quizá se reúnen en momentos especiales para rezar el Rosario o para orar por las personas que tienen necesidades inmediatas. Desde la primera comunidad de creyentes en Jerusalén, ahora tenemos incontables grupos de creyentes, tanto grandes como pequeños alrededor del mundo. ¡Qué bendecidos somos!
Pero la comunidad de creyentes es más que un pequeño grupo de personas que comparten creencias y prácticas similares. A través del Bautismo, nos hemos convertido en una familia. Y con esos lazos familiares viene el llamado a mantenernos unidos en el Señor. En nuestro siguiente artículo, veremos las bendiciones así como los desafíos de la unidad que enfrentaron las primeras comunidades cristianas, y lo que pueden enseñarnos respecto a vivir unidos en Cristo hoy en día.
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