El Dios de la Alianza
El incomparable amor eterno del Altísimo
“Padre santo… a imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero… Y cuando por la desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste tu mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres y por los profetas lo fuiste llevando con la esperanza de la salvación.”
Estas palabras, tomadas de la Plegaria Eucarística IV, nos dicen que desde el comienzo mismo de la historia humana, Dios ha estado trabajando para formar su pueblo especial; que Dios quiere congregar a sus hijos junto a sí y enseñarnos a recibir su vida, su gracia y su amor. Y una de las principales maneras en que hace todo esto es estableciendo una alianza con sus fieles (Hebreos 6, 17).
Este mes lo dedicaremos a explorar este amor comprometido, amor de alianza, con que Dios bendice a su pueblo. Pero en lugar de centrar la atención en nuestra obligación de cumplir esta alianza con Dios hasta la última letra, vamos a considerar de qué manera las alianzas que el Señor ha hecho con su pueblo han demostrado, y continúan demostrando, el profundo amor de Dios a sus hijos.
Una y otra vez . . . Por lo general, no pensamos que nuestra fe sea parte de una alianza con Dios y tampoco leemos la Sagrada Escritura viendo en ella la historia de la alianza que el Señor una y otra vez ha reiterado con su pueblo. Toda la historia humana, desde la creación hasta la Segunda Venida de Cristo, es la historia de Dios que tiende la mano a su pueblo, con el fin de elevarnos a su presencia. Comenzando con Adán y pasando por las historias de Abraham, Moisés y David, la Sagrada Escritura nos enseña que Dios siempre da el primer paso y nos invita a volvernos a él.
De sus primeras páginas, la santa Biblia relata la historia de una alianza. Comienza describiendo que Dios crea al hombre y la mujer a su propia imagen y semejanza, los bendice y les dice: “Sean fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla” (Génesis 1, 28). Esta es la primera alianza: Dios encomienda al ser humano que actúe como su representante, su embajador en la tierra, mientras él le prodiga sus bendiciones.
Pero todos sabemos lo que pasó en aquel jardín: Nuestros primeros padres pecaron, desobedecieron a Dios y se separaron de él; es decir, actuaron en contra de la alianza. Pero ¿qué hizo Dios en respuesta? ¿Los rechazó, los aniquiló? No, nada de eso. El Señor sabía que ellos tendrían que vivir con las consecuencias de su pecado, por eso les prometió una futura liberación, y se quedó con ellos para guiarlos y protegerlos. ¡El Señor sí cumplió su parte de la alianza!
Todas estas alianzas tuvieron ciertas diferencias entre sí, pero un tema permaneció siempre constante: Cada una de ellas ha sido iniciativa de Dios; él es quién tiende su mano generosa a su pueblo y lo salva de una grave condición de pecado o de peligro.
Una historia de alianzas. Comenzaremos con la historia de Abraham, que vivía en una tierra pagana, rodeado de gente que no conocía a Dios. El Señor lo llamó y le invitó a que se fuera a una nueva tierra, donde sería bendecido con abundancia de bienes (Génesis 12, 1-4). Una vez que Abraham se asentó en la Tierra Prometida, Dios hizo una alianza con él prometiéndole: “Serás padre de una multitud de pueblos” (17, 4). A su vez, Abraham tenía que cumplir su parte en el pacto: mantenerse fiel a Dios y obedecerle.
Posteriormente, Dios llamó a Moisés para enviarlo a sacar a los israelitas de la esclavitud y conducirlo a una tierra de libertad. Esta vez, a través de Moisés, Dios hizo una alianza con todo el pueblo de Israel. Les dio los Diez Mandamientos, que ellos debían cumplir, y les prometió formar de ellos una gran nación y ser su Dios para siempre (Éxodo 20, 1-17 y 24, 3-8).
Cuando David llegó a ser el rey de Israel, Dios hizo una alianza con él y le prometió que sus descendientes permanecerían siempre en el trono de Israel e incluso que si un descendiente suyo transgrediera las órdenes de Dios, el Señor lo perdonaría y renovaría su alianza con él (2 Samuel 7, 10-17).
Una y otra vez, Dios tendió la mano a su pueblo, lo rescató del peligro y lo llenó de bendiciones.
Una alianza nueva y eterna. Todas estas alianzas fueron increíblemente generosas y maravillosas, pero todas ellas apuntaban hacia algo aún más estupendo, porque no hay nada que pueda siquiera comenzar a compararse con la alianza superior y definitiva que Dios hizo con su nuevo Pueblo escogido: la Nueva Alianza, que fue sellada, no con la sangre de animales, sino con la Sangre preciosa de su propio Hijo Jesús.
Desde muchos puntos de vista, esta nueva alianza es claramente diferente de todas las anteriores, aunque en un sentido es semejante a ellas. Así como en todas las alianzas anteriores, Dios vino a visitar a su pueblo y lo rescató, esta vez no sólo perdonó nuestros pecados, sino que también nos libró del poder del pecado de una vez por todas y para siempre; no sólo nos prodigó su gracia y su misericordia, sino que nos elevó a una vida de gracia completamente nueva y nos concedió su poder divino para vivir esta alianza de amor en la práctica.
Una doble alianza. Hasta aquí hemos considerado lo que Dios hace en estas alianzas, pero es importante ver que cada alianza también conlleva serias obligaciones y responsabilidades que a nosotros nos toca cumplir. Por ejemplo, en la alianza con Abraham, Dios juró hacerle padre de muchas naciones, y Abraham se comprometió a “caminar” (vivir) en la presencia de Dios, ser “intachable”, y practicar la circuncisión, un hecho físico y concreto que lo marcaba a él y a sus descendientes como propiedad del Señor. Cuando Dios habló con Moisés en el Monte Sinaí, el Señor le prometió traer a su pueblo a la tierra de Canaan, y el pueblo, al unísono, prometió obedecer los mandamientos de Dios.
Lo mismo sucede con esta nueva alianza que Cristo selló para los creyentes. Por una parte, Nuestro Padre celestial nos promete darnos la salvación, y por la otra, los fieles nos comprometemos a llevar una vida de fe y docilidad a sus mandamientos con la fuerza del Espíritu Santo. Al igual que las tantas alianzas anteriores, ésta también demuestra lo generoso y amable que es nuestro Padre, porque aquello que él promete darnos es increíblemente generoso y santo, y todo lo que tenemos que hacer nosotros es confiar en él y esforzarnos por cumplir sus mandamientos y ser fieles. Incluso cuando caemos en falta y dejamos de cumplir nuestra parte de la alianza, ¡él no demora en perdonarnos y devolvernos su amistad y su amor!
Pero esta nueva alianza no es sólo una invitación a llevar una vida santa, con la esperanza de la salvación al final de la vida, porque a cada paso del camino Dios nos promete concedernos su gracia y su poder para ayudarnos a cumplir nuestras obligaciones. El profeta Ezequiel reveló algo de esto hace mucho tiempo cuando, hablando en nombre de Dios, anunció: “Les infundiré mi espíritu y los haré vivir según mis preceptos, y guardar y cumplir mis mandamientos” (Ezequiel 36, 27). Esto es exactamente lo que sucedió el día de Pentecostés y lo que le sucede a cada persona cuando recibe los Sacramentos del Bautismo y la Confirmación.
¡El Espíritu Santo está disponible ahora para quien quiera recibirlo, y viene a habitar en el corazón de los fieles! Está constantemente actuando en nosotros, y nos ofrece ayudarnos a vivir la Nueva Alianza en la práctica y ayudar a construir la Iglesia. En efecto, los milagros, los dones espirituales, los casos de sanación, la unidad y el amor fraterno: todo esto y más sucede en nuestra vida porque Cristo nos ha reconciliado con Dios y nos ha dado su Espíritu Santo.
Esta es, hermanos, la gran bendición de la alianza que tenemos en Cristo Jesús. Es una alianza sellada con la Sangre preciosa del Hijo eterno; una alianza que nunca puede ser revocada ni superada. ¡El cielo está abierto para los fieles, y ahora podemos llevar una nueva vida de rectitud y amor!
Congregas a tu pueblo sin cesar. Considerando la insuperable fidelidad y generosidad de nuestro Padre, manifestada claramente en todas estas alianzas, pongamos toda nuestra fe en el Señor, que ha hecho una alianza nueva y magnífica con su pueblo. Si pensamos que la alianza con Dios no es más que una serie de obligaciones y prohibiciones que debemos cumplir, la invitación a la santidad sería un poco intimidatoria. Pero nuestro Dios quiere que sepamos que para eso nos llenó del poder del Espíritu Santo, de modo que todo lo que hagamos esté condicionado por su amor y su fuerza. Además, él está siempre con nosotros, dispuesto a ayudarnos en todo. ¡El Señor se ha comprometido voluntaria y unilateralmente con nosotros mediante una alianza juramentada y sellada con la Sangre de su Hijo, y nada ni nadie puede impedir su cumplimiento!
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