El consejo de una Madre
María me muestra el camino a la presencia del Señor
Por: padre George T. Montague, SM
“¡Todo lo que tienes que hacer es gritar bien fuerte!” Esta fue la respuesta que la Virgen María me dio cuando mis emociones eran tan caóticas que me arrodillé frente a su imagen en una capilla de Roma en agosto de 1984.
Después de pasar dos años en Nepal, donde me nombraron Director de Novicios para nuestros postulantes procedentes de la India, me llamaron a una reunión de otros marianistas involucrados en formación vocacional en diversas partes del mundo. Yo acababa de salir de una conferencia sobre discernimiento, donde un jesuita venido de India había presentado una brillante exposición sobre Filipenses 1, 9-11. Fue una explicación impecable del mismo texto que yo había estudiado y analizado hacía 25 años para mi tesis doctoral.
Mi Madre, mi consejera espiritual. Pero durante la conferencia me di cuenta de que estaba agitado y enojado, y luego me irritaba conmigo mismo por enojarme. ¿Qué había de incorrecto? La conferencia había sido impecable, pero yo estaba atormentado. ¿Por qué? Tan pronto como pude fui a la capilla y le pregunté a mi Madre espiritual, la Virgen María, qué era lo que no estaba bien. Mientras rezaba, ella me mostró que yo estaba experimentando ahora, como espectador y estudiante, el papel que yo había desempeñado con éxito durante años como profesor y conferenciante en los Estados Unidos antes de mi traslado a Nepal, y lo estaba extrañando.
No era que me lamentaba de haberme ido a Nepal, porque yo mismo había sentido el llamado interior y también recibí la misión de mis superiores. Pero había un sentido de tristeza no resuelto por lo que dejaba atrás, y ahora estaba aflorando. ¿Qué hacer frente a esto? “Todo lo que tienes que hacer es gritar bien fuerte” me dijo ella. Esto sucedió al día siguiente, cuando durante la comunión cantamos Pescador de hombres, ese hermoso himno que habla de cuando Jesús llamó a Pedro para que lo siguiera. Aquella canción me traspasó el alma ese día: “En la arena he dejado mi barca. Junto a ti buscaré otro mar.” Con los ojos bañados en lágrimas descubrí de nuevo el gozo de dejar mi barca, aquello que era valioso para mí, para seguir al Señor por otros mares.
Comparto esta historia no porque sea traumatizante, sino porque es típica de lo que yo hago cuando me encuentro molesto o desorientado. En tales ocasiones, corro a María como un pequeño que se ha caído y raspado la rodilla. Ella me tranquiliza, como lo hace una madre con su hijo, y me asegura que esto no es el fin del mundo. Me dice que si dejo que el Espíritu Santo “se mueva” sobre mi caos como lo hizo en la primera creación, escucharé las palabras “Hágase la luz” y aprenderé a soportar la situación y reaccionar bien. ¡De hecho, Dios puede tomar cualquier desastre y transformarlo en algo hermoso!
Así pues, la Virgen María no es sólo mi consejera espiritual; sino que me ayuda a crecer en cuatro aspectos importantes de la oración: escucha, alabanza, intercesión y presencia.
Un corazón que escucha. Hace dos mil años, en un remoto pueblito de Galilea, hubo una muchacha que fue el oído de la tierra. En nombre del mundo entero, ella puso atención y escuchó la voz de Dios. Y luego, de parte del mundo entero, ella respondió cuando Dios le dijo: “Vengo para salvar el mundo, y quiero que tú seas mi madre.” María escuchó y dijo que sí.
Cada mañana, mi meditación es un “momento de Nazaret” cuando me dispongo a escuchar. No hablar, sino escuchar. La voz más importante que debo oír en la oración no es la mía, sino la de Dios. Como María, necesito que el Espíritu Santo venga sobre mí para que Jesús, la Palabra eterna, se haga carne en mi vida. En general, será una palabra de la Escritura, que cobrará vida con un significado actual para mí. El modelo para mí es el ejemplo de María.
Alabanza e intercesión. La Virgen también me muestra la importancia de la alabanza. Ella va a visitar a Isabel para compartir las buenas noticias de la Encarnación y rompe a proclamar su Magníficat. Mi carne se quiere quejar, pero el Espíritu quiere alabar. Y lo puedo hacer siendo un reflejo de la luz de la misericordia y el amor de Dios que veo en las maravillas que él ha hecho en mi vida y en la del pueblo de Dios. Mi alabanza personal debe ser también la alabanza de mi pueblo, como lo hizo María, como gotas de lluvia que se funden en el océano de la alabanza de los ángeles y los santos. La alabanza me ayuda a salir de mí mismo y unirme al coro de los millones y millones de voces que llenan el cosmos con la gloria de Dios.
Además, María me enseña a interceder. Para hacerlo también necesito la gracia en primer lugar para darme cuenta. Hay gente en mi familia, mi lugar de trabajo y mi parroquia que están sufriendo; por ejemplo, aquella señora que se acaba de enterar que tiene cáncer de mama, el hombre que llora la muerte de su esposa, la mujer cuyo marido la abandonó, el adolescente confundido por el divorcio de sus padres.
Preocupado de mis propios asuntos, fácilmente puedo pasar de largo sin ver la víctima al borde del camino. Pero María tiene la intuición de una madre por sus hijos necesitados. Y de ella tengo que aprender a darme cuenta de cuando se les ha acabado el vino y escuchar su voz en mi corazón: “No tienen vino.” Y cuando no tengo cómo atender a su necesidad, tengo que imitar a María y decírselo a Jesús, tal vez insistiendo un poco más que ella. Esa es la intercesión.
Presencia, compasión y el Espíritu. Finalmente, María me enseña acerca de la presencia. En la casa de Isabel no fue sólo el servicio de la Virgen, sino su presencia la que fue el mayor apoyo para su parienta ya mayor en las últimas semanas de su embarazo. Sabemos lo importante que es estar presente en un funeral, no por el difunto, sino por los deudos.
Estar presente es una muestra de compasión. La compasión significa compartir el dolor, y allí es donde, junto a María al pie de la cruz, aprendo a conocer la sabiduría y la fecundidad de dolor. Ver a Jesús crucificado a través de los ojos y el corazón de su madre es experimentar la compasión en su profundidad más inefable. Si María fue una con Jesús en cada momento de su vida, más lo fue cuando él más la necesitó, en el Calvario. Lo que sucedía ante sus ojos iba sucediendo en su corazón. Mucho antes que San Pablo, ella pudo decir: “Así completo lo que falta a la pasión de Cristo en mí, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1, 24). Y aquí es donde nuestro sufrimiento encuentra su dignidad y su sentido, ya sea que emane de nuestra propia carne o del dolor de otros que se hace nuestro por la compasión.
Por lo tanto, la presencia es doble. María estaba constantemente en la presencia de Jesús, ya fuera física o espiritualmente mediante el amor. También estuvo totalmente presente para Isabel cuando ésta la necesitó. Por eso, ella me puede enseñar a estar presente para otros, pero más especialmente a estar presente para Dios en la oración. A veces María habla con Jesús, pero otras veces sólo lo contempla con amor, como lo hacía meciéndolo en brazos cuando él era bebé. Una maravilla de adoración sin palabras. Esto yo también lo puedo hacer delante de Jesús en el Santísimo Sacramento. Y hacerlo junto a María añade una nota de ternura a la temerosa adoración.
Finalmente, vemos que María estaba presente rezando con la comunidad en espera de la venida del Espíritu Santo y luego se alegró sobremanera cuando llegó aquella gloriosa ocasión. La Escritura no nos dice nada más de lo que ella hizo, salvo que perseveró con ellos en la oración. Sin duda, la Virgen en Pentecostés me invita a permanecer en constante oración pidiendo el torrente del Espíritu Santo sobre la Iglesia, y ¿qué mejor compañera de oración puedo tener que la Madre de Jesús, la que le dio la bienvenida al Espíritu Santo en la propia Encarnación del Verbo, la feliz Concepción de Jesús, el Hijo de Dios Encarnado?
El padre George T. Montague es profesor de teología en la Universidad de Santa María, en San Antonio, Texas.
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