La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Enero 2014 Edición

El arte de la vida cristiana

San Ignacio descubrió algo que es vital para todo cristiano

El arte de la vida cristiana: San Ignacio descubrió algo que es vital para todo cristiano

Momentos decisivos. Todos los hemos tenido en algún momento de la vida.

Por ejemplo, cuando tuvimos que tomar decisiones muy importantes —qué carrera elegir, casarse o no casarse o seguir una vocación religiosa— decisiones que tendrían efectos para toda la vida. O una situación extrema que le exige a uno crecer y madurar rápidamente, como la muerte prematura del padre o la madre, o un embarazo imprevisto. También puede haber sido un momento de conversión, cuando uno decide terminar definitivamente con un cierto hábito de pecado y entrar en una nueva experiencia de libertad en el Señor. Cualquiera sea la circunstancia, estos momentos decisivos son como claves que nos ayudan a descifrar el misterio de la persona que uno es, y de la persona que uno puede llegar a ser.

Un hombre apasionado. A san Ignacio de Loyola, uno de estos momentos decisivos le llegó durante la batalla de Pamplona, cuando un proyectil de cañón le rompió una pierna. Fue durante su larga y dolorosa convalecencia de esta herida que empezó a sentirse interesado en el Señor y decidió que, en lugar de buscar la gloria en las hazañas militares y los honores del mundo, se convertiría más bien en soldado del ejército celestial y trataría de lograr conquistas espirituales.

Y eso fue lo que hizo. Ignacio siempre había sido un joven apasionado y, tras su conversión, su naturaleza impetuosa encontró otro interés que le fascinó: la Persona de Jesús. Así pues, cuando se hubo recuperado lo suficiente para poder viajar, se dirigió a la ciudad de Montserrat, en la que hay un santuario dedicado a la Virgen María. Allí, tan decidido como siempre, hizo una confesión general de todos los pecados de su vida. Luego se pasó toda la noche en profunda vigilia; luego, se despojó de sus finas vestiduras, dejó las armas y se vistió con las ropas ásperas de un mendigo y decidió viajar a Jerusalén, para dedicarse a orar en los lugares en los que Jesús había luchado contra Satanás.

Ya se veía que Ignacio no se contentaría con una conversión a medias. Tal como lo había hecho con todos sus proyectos anteriores, se entregó a su nueva vida con todas sus fuerzas y devoción y con toda la fuerza de voluntad que pudo reunir. ¡Quería convertirse en santo aunque en ello le fuera la vida!

Pero algo sucedió que vino a ser otro momento decisivo para Ignacio. Después de su estadía en Montserrat, se detuvo en el pueblo de Manresa, con la intención de pasar unos días pidiendo limosna y preparándose para su viaje a Tierra Santa, pero sucedieron cosas inesperadas que lo detuvieron allí por diez meses completos. Esta prolongada estadía en Manresa terminó siendo una gran bendición, porque puso a Ignacio en una trayectoria totalmente diferente, que el resultado fue un impacto profundo no sólo en su vida personal sino también en la Iglesia a la que finalmente terminaría sirviendo.

Cristianismo extremo. Cuando recién llegó a Manresa, quiso mantener la extrema austeridad que había adoptado en Montserrat: ayunos rigurosos, disciplina con mortificación, renunciamiento extremo, un mínimo de sueño y horas incontables de oración. Estaba decidido a doblegar todos los impulsos de su naturaleza caída y reformar su vida interior de la manera más completa posible. Un ejemplo resulta elocuente: Ignacio se había preocupado siempre de su apariencia personal, por lo que trató de contrarrestar su vanidad dejándose crecer el cabello y las uñas de manos y pies con total descuido.

Pero esta táctica no le funcionó muy bien. Durante los primeros cuatro meses que estuvo allí, se sintió atormentado por la culpa de pecados pasados que ya había confesado, y se sentía tentado a vanagloriarse de la manera en que procuraba humillarse. El miedo de que jamás pudiera avanzar en la vida espiritual empezó a hacer presa de él. Tanto se agravó la situación que incluso pensó en arrojarse ventana abajo para encontrar alivio para el tormento de su mente, pero el solo pensamiento de que el suicidio era un pecado mortal le impidió llevarlo a cabo. Con todo, hubo ocasiones en que apenas le parecía estar vivo. Al menos dos veces se vio tan enfermo por el descuido de su organismo que estuvo al borde de la muerte y necesitó atención médica para recuperar la salud.

Después de un ayuno de toda una semana que le resultó infructuoso, el confesor le ordenó comer y le prohibió que volviera a confesar los mismos pecados del pasado. Consciente del valor de la obediencia por encima de todo, Ignacio acató la orden, y sólo cuando lo hizo empezó a ver que las cosas iban cambiando. El sentido de culpa por sus pecados antiguos desapareció. Se bañó, se cortó el pelo y las uñas y empezó a comer con mayor regularidad; además, dejó de lado algunas de sus prácticas de mortificación.

Esta moderación le trajo cierta calma y una mejor disposición para percibir y aceptar la voluntad de Dios, a quien venía buscando desde Montserrat. Es decir, en lugar de tratar de esforzarse por encontrar al Señor mediante actos heroicos pero imprudentes, Ignacio adoptó un ritmo de vida más apacible para que fuera el Señor quien lo encontrara a él y lo abrazara. Como resultado, descubrió una enorme alegría, una paz más profunda y una oración más productiva. Ya no era él quien se empeñaba por hacer que sucedieran las cosas en su vida espiritual; más bien, dejaba que Dios fuera el que actuara y él cooperaba.

Hombre nuevo y mente nueva.

Los resultados fueron asombrosos. Casi en la misma época en que Ignacio empezó a cuidarse más, también empezó a experimentar la presencia del Señor en su oración de una manera nueva y profunda. Ciertas verdades, como la Santísima Trinidad, la presencia real de Cristo en la Eucaristía y la naturaleza humana de Jesús, empezaron a cobrar sentido para él, de manera que se le quedaron grabadas no sólo en el intelecto, sino también en el corazón, todo lo cual empezó a manifestarse en una actitud más placentera y una mejor disposición.

Todas estas experiencias llegaron a su punto culminante un día probablemente en el otoño de 1522. Al salir de una iglesia en las afueras de Manresa, Ignacio se sentó junto al río Cardoner y se puso a orar. Hablando de sí mismo en tercera persona, más tarde describió de esta manera lo allí sucedido:

“Y estando allí sentado, se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas… y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas… Y esto fue tal manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parecía como si él fuese otro hombre y tuviese otro intelecto” (Autobiografía de San Ignacio, 30).

Este fue el segundo momento decisivo para Ignacio. De hecho, a menudo relataba esta experiencia de oración junto al río Cardoner y decía que había sido la más intensa y que le había cambiado la vida más que todas las otras experiencias juntas que había tenido.

¿Qué fue lo que experimentó Ignacio al borde del río? Nunca lo dijo expresamente, aunque aquellos que lo acompañaron más tarde se lo preguntaron varias veces. Pero la propia historia de su vida contiene indicios que tal vez nos ayuden a responder la pregunta.

Ignacio quedó convencido de que aquello que experimentó en las afueras de Manresa no era sólo para él, sino para todos. Vio que Dios quería darse a conocer a todos los humanos, y hacerles experimentar su amor con la misma intensidad con que él lo había hecho. Vio también que Dios quería dar a sus hijos un nuevo entendimiento espiritual, y abrirles el corazón y el intelecto para darles a conocer el sentido de la Sagrada Escritura, de la propia Identidad Divina y de su perfecto plan de salvación. Esta es la razón por la cual Ignacio comenzó a organizar sus apuntes acerca de la vida espiritual y redactar un manual que pudiera usar para ayudar a otras personas a acercarse al Señor. De ahí surgieron los Ejercicios Espirituales de san Ignacio que hoy conocemos.

Ignacio utilizó sus Ejercicios para guiar a otros a recibir este tipo de experiencias. Les enseñó a leer un relato de la Biblia (como la Última Cena o la Anunciación) de una manera en que el lector se situaba imaginariamente como espectador y presenciaba lo que sucedía con los ojos de la fe. De esta manera, con la ayuda del Espíritu Santo, era posible “percibir” lo que el Señor o la Virgen María o algún otro apóstol estaba sintiendo y experimentando, y aprender así cuál era la voluntad de Dios y enamorarse del Señor con mayor profundidad. Así era como el propio Ignacio oraba en Manresa, y le resultó tan provechoso que estaba seguro de que cualquier otra persona se beneficiaría también.

Todo lo que había experimentado, sus Ejercicios Espirituales y lo que estudió más tarde lo llevaron a fundar la Orden de los Jesuitas, la “Compañía de Jesús”, una de las más importantes de la Iglesia.

El arte de la vida cristiana. Todo esto nos lleva a una pregunta y una invitación. La pregunta es: ¿Quiero adquirir yo aquella misma sensibilidad espiritual que tuvo san Ignacio? ¿Creo que Dios puede revelarse a mí y que esta revelación puede llenarme el corazón y llevarme a conocer mejor al Señor y su voluntad para mí? Queridos hermanos: ¡Claro que es posible que todos conozcamos a Jesús con la misma intensidad con que lo experimentó san Ignacio! Después de todo, antes de su conversión, no era más que un aspirante a soldado lleno de egoísmo y vanidad; pero a través de la oración, la perseverancia y la humilde apertura de su corazón, llegó a transformarse en un seguidor apasionado y entusiasta de Jesucristo. Si Dios pudo cambiar a Ignacio, ¡por supuesto puede cambiar a cualquiera de nosotros!

En cuanto a la invitación, es una que viene directamente del Señor. Jesús invita a cada uno de sus fieles a tener su propia “experiencia de Manresa”, es decir, a buscar la revelación de la Divinidad y encontrar una nueva libertad y confianza en el amor de Cristo; nos invita a iniciar una vida de verdadera santidad, incluso mientras llevamos a cabo nuestras actividades cotidianas. Obviamente, no tenemos que pasar por todos los rigores a los que se sometió san Ignacio, pero sí tenemos que aprender el arte de seguir a Jesús de todo corazón y recibir su amor y su paz. n


Ofrecimiento personal de San Ignacio

Toma, Señor, y recibe toda mi libertad,

mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad,

todo mi haber y poseer.

Tú me lo diste; a Ti, Señor, lo torno; todo es tuyo.

Dispón de mí según tu voluntad.

Dame tu amor y tu gracia, que esto

me basta. Amén.

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