La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Octubre/Noviembre 2007 Edición

Diseñador, misionero, médico y santo

La vida de San Antonio María Claret, fundador de los misioneros claretianos

Antonio María Claret recordaba que desde muy pequeño había experimentado la gracia de Dios: "Mis primeros recuerdos son de los cinco años de edad. Cuando me acostaba, en lugar de dormirme de inmediato, me ponía a meditar en la eternidad. Y pensaba "siempre, siempre, siempre, y trataba de imaginarme enormes distancias . . ." Decía que la idea de que hubiera almas sin Dios por toda la eternidad lo estimulaba a trabajar por la conversión de todos los que pudiera alcanzar.

Antonio nació en diciembre de 1807, por lo que este año celebramos el Bicentenario de su Natalicio. Su familia vivía en Sallent, en el norte de España; su padre tenía una fábrica de hilos y géneros. "Mis padres eran muy buenos y ellos, junto con mi maestro, que fue un santo, me enseñaron a conocer la verdad y guiar mi corazón en la práctica de la religión y de todas las virtudes. Cada día, después del almuerzo, mi padre me hacía leer un libro espiritual y en la noche él siempre me contaba algo edificante.

Años más tarde, su padre decidió llevarlo a trabajar en su fábrica para que aprendiera el oficio, y con el tiempo Antonio se especializó tanto en su trabajo que obtuvo permiso para ir a Barcelona a tomar clases de diseño.

Verdadero diseñador. Pasó cuatro años en Barcelona y se sentía muy contento de lo que había aprendido: "Cuando después de mucho pensar podía desarmar un diseño y armarlo de nuevo, me sentía tan contento que me iba a casa como flotando de pura emoción." En este período de gran entusiasmo, Antonio se asoció con otro joven para jugar a la lotería. "Como comprábamos muchos boletos, ganábamos en todos los sorteos, a veces bastante dinero." Un día el joven "amigo" le robó a Antonio todo lo que tenía, y también le robó joyas a una señora conocida de Antonio. Ella demandó al ladrón y éste fue condenado a dos años de cárcel.

El entusiasmo dio paso a la depresión. Antonio escribió: "No puedo describir cuánto me golpeó este incidente . . .¿Qué va a decir la gente? ¡Imagínate, un amigo tuyo en la cárcel! Me sentía tan avergonzado que no me atrevía a salir a la calle." Recordando su último verano en Barcelona escribió: "Comencé a perder el apetito y mi único alivio era ir a la playa, a caminar junto al mar y probar unas gotas de agua salada." Durante uno de esos paseos vino una ola grande que lo derribó y se lo llevó. Milagrosamente se encontró de nuevo en la playa y siempre pensó que la Virgen María, de quien era muy devoto, lo había salvado.

Un paso decisivo. "Desilusionado, fatigado y aburrido del mundo", Antonio decidió hacerse monje y adoptar la solitaria vida de los cartujos, pero su obispo le sugirió que primero estudiara por un tiempo en el seminario diocesano. Antonio colocó sobre su mesa un cuadro de San Bruno, fundador de los cartujos, y a los seis meses logró ser transferido y partió al monasterio. Durante el viaje sobrevino una violenta tempestad, lo que le hizo pensar que estaba cometiendo un error. Volvió pues al seminario y fue ordenado sacerdote el día de su santo patrón, San Antonio de Padua, el 13 de junio de 1835.

En Sallent, Antonio se hizo un plan de conducta que usaría por el resto de su vida. Cada año se iba a un retiro de 10 días; cada ocho días recibía el Sacramento de la Confesión y ayunaba los jueves y los sábados. Todos los días leía dos capítulos de la Biblia (cuatro en Cuaresma), hábito que recomendaba a todas las personas, para lo cual se preocupó de que se publicaran varias ediciones de la Biblia para que todos pudieran leerla. Para él, enseñar la doctrina cristiana a los niños de la parroquia era algo de vital importancia. La congregación se sentía conmovida por sus sermones y muchos se arrepentían de sus pecados.

Corazón de misionero. Cuatro años después de su ordenación, Antonio sintió que Dios lo llamaba a ser misionero. Con la venia de su obispo, viajó a Roma para ofrecerse a la Sagrada Congregación para la Fe. El Cardenal Prefecto de la Congregación acababa de irse unos días al campo, de modo que Antonio fue a visitar a los jesuitas, donde hizo los ejercicios espirituales de San Ignacio. Los jesuitas, que eran una orden misionera, lo invitaron a unirse a ellos y Antonio aceptó, haciéndose novicio jesuita por unos cuatro meses, hasta que una dolencia en una pierna les hizo ver claramente a todos que Dios quería que Antonio regresara a España.

En su autobiografía, Antonio dice que el tiempo que pasó con los jesuitas fue muy fructífero. Allí aprendió los ejercicios espirituales y varios métodos de predicación. En España lo enviaron a la remota parroquia montañesa de Viladrau, donde se le pasó el dolor de la pierna. En ese lugar, además de predicar, celebrar la Misa y oír confesiones, Antonio visitaba a los enfermos todos los días. Viladrau no era una ciudad protegida por murallas y de vez en cuando los grupos políticos contrarios la atacaban y la invadían, a raíz de lo cual todos los médicos habían huido.

Corazón de médico. "Por lo tanto, tuve que ser médico espiritual y también corporal, para lo cual recurría a mis conocimientos generales y consultaba los libros de medicina que podía conseguir. Cuando llegaba algún caso difícil, yo consultaba los libros y el Señor bendecía tanto mis remedios que ninguno de mis pacientes llegó a morir." Aparte de consultar los libros, un renombrado herbolario de Barcelona le enseñó a usar hierbas medicinales, de modo que recetaba remedios eficaces para muchas enfermedades, incluso para niños y para los moribundos.

En ésa época el Señor comenzó a llamarlo a la vida de misionero. Empezaron a invitarlo de otras parroquias a predicar misiones y el Espíritu Santo se derramaba con abundancia. Cuando Antonio predicaba muchas personas se convertían; se arrepentían y confesaban sus pecados. Naturalmente, los habitantes de Viladrau no querían que él saliera de viaje. Las únicas ocasiones en que alguien moría era cuando Antonio estaba ausente, realidad que empezó a difundirse y la gente de otros lugares empezó a traerle sus enfermos. Sin tener ya tiempo de prescribir remedios físicos para tantos, Antonio simplemente hacia la señal de la cruz sobre los enfermos y citaba el pasaje de Marcos 16,18; todos sanaban. Desde entonces, rara vez prescribía remedios; más bien atendía a los enfermos imponiéndoles las manos y orando por ellos.

Más tarde, reflexionando sobre el significado de todas estas curaciones, escribió: "Creo que el Señor hizo todo esto no por algún mérito mío, porque no tengo ninguno, sino para demostrar la importancia de la palabra de Dios que yo predicaba . . . Dios mío, ¡qué bueno eres! Usas las flaquezas del cuerpo para curar las del alma."

A los 33 años de edad, el obispo lo autorizó para comenzar una vida misionera totalmente dedicada a la evangelización, sin residencia fija. Una regla que él mismo se impuso fue que todas las peticiones de servicio que le hiciera alguna iglesia o diócesis debía ir dirigida a su obispo. Jesús había enviado a sus apóstoles y él también quería cerciorarse de ser enviado, y no ir sólo por decisión propia.

Muchas veces le preguntaron por qué se dedicaba a predicar el Evangelio y él daba la siguiente respuesta: "Si tanta alegría produce sanar a los enfermos, dar libertad a los presos, consolar a los afligidos y alegrar a los tristes, tiene que haber un gozo más grande aún en llevar al prójimo a la gloria del cielo."

Entre 1847 y mediados de 1849, Antonio predicó misiones en las Islas Canarias. A su regreso, reunió a algunos sacerdotes que compartían sus ideas y fundó la orden de los Hijos del Inmaculado Corazón de María, conocida como los "Padres Claretianos". También abrió una casa editorial. Escribió más de cien libros y folletos y decía: "En nuestros días tenemos doble necesidad de que circulen libros buenos, pero deben ser pequeños, porque la gente moderna anda tan agitada y se siente presionada por tantas exigencias, para no mencionar la concupiscencia de la vista y el oído, que ha llegado el punto en que la gente tiene que verlo y oírlo todo y viajar a todas partes."

Apostolado en América. En 1850, en la fiesta de San Bruno, Antonio María Claret fue consagrado Arzobispo de Santiago de Cuba. Tras su arribo a la isla, Antonio dirigió los ejercicios espirituales para todos los sacerdotes. En su autobiografía comentó: "Los ejercicios de San Ignacio son una de las herramientas más poderosas que he usado para la conversión de los sacerdotes, cosa que sin duda es una de las empresas más difíciles." Había tanta miseria y desmoralización en Cuba, que Antonio visitaba cada parroquia y durante sus dos primeros años se dedicó a las misiones. En la ciudad que ahora se llama Camagüey construyó un hogar para los niños pobres que pedían limosnas por las calles, y organizó en la diócesis una cooperativa de crédito para uso y beneficio de los pobres. Se preocupó de que a los presos se les enseñara a leer y escribir y de que aprendieran religión y algún oficio.

Los últimos años. Después de seis años de trabajo misionero en Cuba, que Dios bendijo con abundancia, la Reina Isabel II de España lo llamó inesperadamente a Madrid para ser su capellán y maestro de sus hijos. Antonio tuvo que acceder, pero con la condición de no vivir en la corte, sino ir allí sólo para oír las confesiones de la reina. Durante los 10 años siguientes, mientras vivía en Madrid, Antonio escribió más libros y panfletos; redactó de nuevo las constituciones para sus misioneros y predicó misiones dondequiera que fuera la reina.

Años antes, Antonio había escrito un mensaje profético: "El Señor está enfadado con esta nación. Me ha dicho que vendrá una gran revolución y que la reina será destronada." Así sucedió efectivamente y en 1869 la reina se exilió en París, a donde también fue el santo. Después de viajar a Roma en 1869 para asistir al Concilio Vaticano I, se retiró a vivir con sus misioneros. El nuevo gobierno revolucionario español trató de obtener su extradición y encarcelarlo, motivo por el cual Antonio se refugió en un monasterio francés, donde murió el 24 de octubre de 1870.

Comentarios