La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Mayo 2013 Edición

Dios es sabio y bondadoso

¿Cómo describir al autor de la sabiduría y la bondad?

Dios es sabio y bondadoso: ¿Cómo describir al autor de la sabiduría y la bondad?

Si alguien te pidiera nombrar las cinco personas más sabias que tú conoces, ¿a quiénes elegirías? Tal vez a un profesor que despertó en ti el interés por el conocimiento y la experimentación.

Quizás tu padre o tu madre, que te ayudó a salvar los obstáculos de la vida cuando ibas creciendo; o tal vez el sacerdote de tu parroquia, cuyos consejos y la orientación que te daba fueron decisivos en alguna época difícil de tu vida.

Cuando pensamos en aquellas personas que consideramos sabias, por lo general recordamos a quienes han demostrado una singular capacidad de explicar conceptos difíciles con gran claridad o para discernir correctamente lo mejor que se puede hacer en una situación problemática. Su entendimiento y su prudencia nos ayudan a seguir por el camino correcto cuando nos sentimos perdidos o desorientados, y tienen una curiosa capacidad de entender los dilemas de la vida cotidiana y ver el mundo con una nueva perspectiva. Decimos que alguien es sabio cuando puede salvar un obstáculo ideando soluciones nuevas o actuando de una manera que a nadie se le había ocurrido antes, o cuando es capaz de encontrar respuestas novedosas para solucionar problemas que nos parecían imposibles de resolver.

Si así es como piensan los sabios, ¿quién puede ser más sabio que Dios? Consideremos, pues, cómo es la sabiduría de Dios, para tratar de entender cómo ve Él el mundo y vislumbrar algo de las grandes complejidades de su plan divino para la creación.

La sabiduría de Dios en la creación. ¿Has pensado tú alguna vez en la perfección con que las cosas se mantienen unidas en la creación? Nuestro planeta puede sustentar la vida solo cuando se dan ciertas condiciones específicas. Por ejemplo, si el ángulo sobre el cual gira la tierra alrededor del sol cambiara apenas cinco grados, se producirían cataclismos enormes y oleadas gigantescas que serían catastróficas. La tierra se encuentra a una distancia aproximada de 93 millones de millas del sol, pero si nos acercáramos o alejáramos solo un millón de millas del sol, el extremo calor nos convertiría en cenizas o el intenso frío nos congelaría tanto que no seríamos nada más que trozos de hielo en el espacio. Sin embargo, el planeta tierra ha mantenido su órbita perfecta durante millones de años. Así de sabio y poderoso es nuestro Creador.

Pensando en algo más pequeño, el cuerpo humano es también otra maravilla. Los años de vida han aumentado bastante en los últimos tiempos; pero si dejáramos de respirar solamente por tres minutos, las consecuencias serían desastrosas. Dios, en su gran sabiduría, nos creó con la capacidad de respirar en forma automática y con regularidad, sin siquiera darnos cuenta de ello. Si la temperatura del cuerpo sube apenas un grado, la llamamos “fiebre” y es indicación de que estamos enfermos. ¡Es un equilibrio muy delicado y se mantiene en forma perfecta sin que siquiera nos demos cuenta!

La espléndida sabiduría de Dios. Es precisamente en la delicadeza y la perfección del orden, la armonía, el magnífico diseño y la sublime belleza de la creación que podemos ver la sabiduría de Dios con mayor claridad. Todo lo que existe tiene una función específica; no hay nada inútil ni caprichoso. Dios le ha dado a cada elemento creado una función que, por pequeña que sea, contribuye a la hermosura y la armonía de todo lo que nos rodea. Todo actúa en conjunto, de una manera que le permite al ser humano vivir, crecer y prosperar. Y como si toda esta maravilla fuera poco, Dios diseñó esta espléndida creación de una manera que naturalmente nos lleva a elevar la mente hacia Él, el Ser Supremo que todo lo creó de la nada y lo hizo por amor.

Ahora bien, si toda la naturaleza creada es un poderoso e innegable testimonio de la sabiduría de Dios, ¿qué podemos decir acerca de Jesucristo, el Hijo de Dios, la Palabra Eterna, por quien y para quien todo el universo fue creado y se mantiene? Tratemos de pensar en cuánto más es lo que Jesucristo encarna la sabiduría infinita de Dios: un hombre como nosotros en todo excepto en el pecado, sin embargo en este Hombre reside la eterna, invariable e infinita sabiduría de Dios personificada en forma humana. Veamos qué dice la Sagrada Escritura acerca del Dios-Hombre Jesucristo:

Él es el resplandor glorioso de Dios, la imagen misma de lo que Dios es y el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa. Todas las cosas existen para Dios y por la acción de Dios, que quiere que todos sus hijos tengan parte en su gloria. (Hebreos 1,3; 2,10)

Así fue que Dios decidió realizar algo que al mundo le pareció completamente ilógico. ¿Quién estaría dispuesto a entregar a la muerte a su único hijo para salvar a un grupo de hombres corruptos, rebeldes y pecadores? Pero esto fue la acción más sabia que Dios podía hacer. ¿Por qué? Porque en la cruz Dios reveló las profundidades de su amor. Esta es una revelación que es capaz de traspasarnos el corazón y llevarnos a la conversión. ¡La cruz de Cristo es la sabiduría de Dios simplemente porque actúa con tanta perfección! En efecto, en ella Jesucristo murió por nuestros pecados, pero al mismo tiempo nos mostró su amor con una eficacia que es poderosa e inequívoca.

Sabiduría y bondad. La Sagrada Escritura y nuestra propia experiencia nos dicen que la belleza de la naturaleza creada revela la sabiduría de Dios (Romanos 1,20) porque al contemplar el orden perfecto, la hermosura y el poder del mundo creado, el corazón y la mente se elevan a pensar en el Creador invisible. Y con ese gran anhelo que tenemos en el corazón y la mente, de conocer y admirar a nuestro Creador, nos acercamos a su lado con amor y humildad y le pedimos que nos lleve a la gloria de su presencia para siempre.

Pero la sola contemplación de la belleza y la perfección de la creación nunca es suficiente. Dios es tan diferente de nosotros que no hay nada en este mundo que pueda hacernos entender siquiera algo de su infinito amor, poder y hermosura. Por otra parte, el pecado ha oscurecido tanto la mente del ser humano y nos ha separado tan lejos de nuestro Hacedor, que no podemos conocer nada, por nuestros propios medios, de la inmensidad de su sabiduría. Así pues, para darse a conocer con claridad, a fin de que todo su pueblo experimentara y apreciara su amor, Dios se hizo hombre, nacido de una mujer, y anduvo entre nosotros. Si lo entendemos de esta forma, podemos ver que tuvo toda la razón de venir al mundo. ¿De qué otra manera podía Dios comunicar su bondad a un pueblo perdido en sus pecados? ¿De qué otra forma podía Él ofrecer a sus hijos la gloria de cielo? Esta fue realmente la sabiduría suprema.

En efecto, en la sabiduría que Jesús demostró en sus actos y palabras, se reveló la bondad de Dios. Sus parábolas hablaron de un padre que esperaba con ansias el regreso de su hijo (Lucas 15,20-23) y un rey que compartió con alegría sus riquezas con sus criados fieles (Mateo 25,31-34). Los milagros del Señor revelaron su profundo deseo de librar a los que estaban aquejados por el pecado y su anhelo de que su pueblo gozara de bienestar físico y espiritual, así como su propósito de librarnos de las opresiones del maligno. Una y otra vez, Jesús demostró la bondad de Dios, sorprendiéndonos constantemente con su enseñanza acerca del Padre, que es mucho más generoso, bondadoso y misericordioso de lo que jamás pudiéramos imaginarnos.

La sabiduría de la Encarnación. Así pues, como Dios quería darnos a conocer su bondad y llevarnos a su gloria, era justo que su Hijo se hiciera hombre y revelara los misterios del cielo a los seres humanos, misterios que jamás habríamos descubierto por nuestros propios medios. Pero, en su Encarnación, Jesús en realidad no se limitó a mostrarnos la nueva sabiduría, sino que se hizo uno de nosotros, con nuestra propia naturaleza. No solo apareció como disfrazado de hombre, sino que se hizo humano. Él sabía que no sería suficiente que nos enseñara; tenía que transformarnos desde dentro; entonces tomó nuestra propia naturaleza para que lo viéramos como uno de los nuestros y, por intermedio de Él, llegáramos a adquirir la naturaleza de Dios.

De modo que nuestra salvación Jesús la hizo realidad como persona humana, sometida a todas las tentaciones que nosotros afrontamos (Hebreos 4,15). Asumiendo humildemente la condición miserable de la raza humana, enferma de pecado y rebeldía, Cristo triunfó sobre el pecado y la muerte. En efecto, “Dios, por medio del sufrimiento, tenía que hacer perfecto a Jesucristo, el Salvador de [sus hijos]” (Hebreos 2,10). Cristo mostró el camino que todo hombre y toda mujer ha de seguir, un camino de obediencia y adoración a Dios (Hebreos 5,7), una sumisión fiel hasta la muerte (Filipenses 2,8). Habiendo asumido nuestra condición, Jesús nos libró del pecado y abrió las puertas hacia una vida nueva para todos (Hebreos 2,14-15).

Esta es la sabiduría de la encarnación. Viendo el mundo desde su perspectiva eterna, Dios encontró una vía de redención para el género humano que a todos nos ha tomado completamente por sorpresa. El Señor cumplió su plan de llevarnos a la gloria asumiendo nuestra bajeza humana; así fue como derrotó al pecado, no haciendo una grandiosa y aplastante demostración de poder, sino una humilde pero inequívoca obra de bondad y amor. ¿A quién sino a Dios se le ocurriría semejante plan? ¿Quién sino Dios tendría la sabiduría y el entendimiento necesarios para saber cómo llevar a la humanidad pecadora a la pureza y la santidad de su gloria?

El gran abismo de la sabiduría de Dios. Contemplando con admiración el plan magnífico del Padre para llevar a cabo nuestra salvación, San Pablo exclamó: “¡Qué profundas son las riquezas de Dios, y su sabiduría y entendimiento! Nadie puede explicar sus decisiones, ni llegar a comprender sus caminos… Porque todas las cosas vienen de Dios, y existen por él y para él. ¡Gloria para siempre a Dios!” (Romanos 11,33.36).

Nuestro Dios es compasivo y misericordioso; todo lo sabe y ha actuado con una sabiduría perfecta para restaurar a la humanidad perdida y llevar a muchos hijos a su Reino. Nuestro Señor, que es más sabio de lo que podemos expresar con palabras, y cuya bondad supera toda medida, nos invita ahora a aceptar la vida nueva que nos ofrece y lo mejor que podemos nosotros hacer es aceptar su invitación con gratitud y amor:

Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar. Acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde; así encontrarán descanso. Porque el yugo que les pongo y la carga que les doy a llevar son ligeros. (Mateo 11,28-30)

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