Derriben los muros
Los nuevos santos Juan XXIII y Juan Pablo II nos muestran cómo hacerlo
El 27 de abril celebraremos algo inédito en la historia moderna de nuestra Iglesia: el Papa Francisco canonizará a dos de sus predecesores: los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II. Por tal motivo, dedicamos un artículo especial a estos dos héroes de la fe.
Como san Pedro y tantos otros que les precedieron, estos dos papas se dedicaron a propagar la buena noticia de Jesucristo tanto en la esfera internacional como en ocasiones inesperadas.
Derriben los muros
Los nuevos santos Juan XXIII y Juan Pablo II nos muestran cómo hacerlo
Jerzy Kluger, de nueve años, lleno de alegría porque él y su mejor amigo Lolek habían sido admitidos a la misma escuela secundaria, fue corriendo a la Iglesia de Santa María, donde éste servía de monaguillo en la Misa. Jerzy se sentó al final de la iglesia, pero vio que dos señoras lo miraban con ceño fruncido y murmuraban entre sí.
Finalmente, una le preguntó: “¿No eres tú el hijo de Kluger?” El muchacho respondió que sí. “Pero, ¿qué haces aquí? ¡Tú eres judío! Los judíos no pueden entrar en la iglesia.” Atemorizado, Jerzy respondió: “Perdón, no lo sabía.”
Desde el altar, Lolek vio que algo raro sucedía. “¿Qué pasó?” le preguntó al terminar la Misa. Jerzy le explicó disculpándose: “Créeme, Lolek, yo no sabía que los judíos no podíamos entrar aquí.”
“¿Qué dices?” exclamó Lolek con irritación, pero no hacia Jerzy. “¿Acaso no sabe esta señora que los judíos y los católicos somos todos hijos del mismo Dios?” La señora, que aún no salía, pudo escuchar claramente; miró a los muchachos, se persignó y se marchó.
“Tú puedes venir aquí todas las veces que quieras” Lolek le aseguró a su amigo.
Quiten las barreras. El 27 de abril de este año, Lolek (mejor conocido en el mundo como Karol Wojtyla, es decir, el Papa Juan Pablo II), será elevado a los altares entre los santos canonizados de la Iglesia Católica. Además, compartirá este honor con Ángelo Roncalli, el Papa Juan XXIII. Aunque fueron muy diferentes el uno y el otro en muchos sentidos, ambos Papas tenían algo en común: no permitían que los límites sociales les impidieran tratar con amor y bondad a todos.
Incluso después de haber sido elegido Papa, Karol Wojtyla mantuvo su amistad con Jerzy Kluger, consultándole a menudo sobre las relaciones entre católicos y judíos. Cuando realizó su histórica visita a Israel en 2000, Jerzy iba a su lado, como también estuvo presente otra persona cuya historia personal fue un testimonio de cómo Karol había cruzado los límites sociales.
Buen samaritano. Sucedió en enero de 1945, dos días después de que Edith Zierer saliera de un campo de concentración nazi en Czestochowa, ciudad de Polonia. Enferma y desnutrida, la joven judía de 13 años helada de frío caminaba tambaleándose sobre la nieve antes de desplomarse en una esquina. Ignorando que sus padres y su hermana habían muerto en el Holocausto, procuraba encaminarse a su casa en Cracovia, pero ahora, demasiado débil, sólo esperaba la muerte.
La gente iba y venía sin hacerle caso, demasiado ocupados con sus propios problemas o incluso reacios a socorrer a una judía. Algunos polacos se habían arriesgado a salvar a sus vecinos judíos; pero otros, de tendencia antisemita, habían colaborado con los nazis.
El joven seminarista que finalmente vio a Edith era diferente. Le trajo una taza de té —la primera que ella bebía en tres años— y un suculento sándwich. Luego le propuso acompañarla a Cracovia, pero viendo que ella estaba demasiado débil para caminar, la cargó sobre la espalda y la llevó varias millas hasta la estación del tren. Cuando llegaron a su destino, recién ella le preguntó su nombre: “Karol Wojtyla.”
Durante años, eso fue todo lo que Edith supo de su salvador. En 1978, cuando ella vivía en Haifa, Israel, rompió a llorar al leer la noticia principal del periódico: Karol Wojtyla había sido elegido Papa.
Le escribió una carta al entonces Juan Pablo II para darle las gracias, identificándose como la muchacha que él había salvado en Polonia. Ella y el Papa se reunieron dos veces: una en Roma y otra en el Monumento Yad Vashem en Jerusalén dedicado al Holocausto, y allí, entre sollozos, Edith Zierer apenas pudo recitar una frase de la Torá judía: “El que salva una vida, es como si salvara al mundo entero.”
No un alto jefe ejecutivo. Habiendo sido elegido Papa, Karol no dejó de preocuparse por los que sufren y hacer algo al respecto, como lo experimentó Andreas Widmer, un novato guardia suizo encargado de vigilar las habitaciones papales en la Nochebuena de 1986. Solitario y nostálgico, Widmer se sentía pésimo cuando el Papa pasó frente a él camino de la Misa de gallo.
Viendo el claro pesar y los ojos rojizos del guardia, Juan Pablo se detuvo y le dijo: “Tú eres nuevo. ¿Cómo te llamas?” Y añadió: “¿Es tu primera Navidad lejos de casa, verdad?” Andreas asintió con dificultad. El Papa lo miró a los ojos, le estrechó la mano y le dijo: “Andreas, quiero agradecerte el sacrificio que estás haciendo por la Iglesia. Rezaré por ti en la Misa de esta noche.”
“Eso era todo lo que necesitaba —aseguró más tarde Widmer— Alguien había notado mi dolor, alguien se había preocupado de mí y ese alguien fue nada menos que el Papa.”
La consolación no fue el único resultado de aquel encuentro, que luego serían muchos. Un día, Juan Pablo le regaló un rosario y le aconsejó que lo rezara a menudo. No del todo devoto en esa época, Widmer tuvo que pedirle a alguien que le enseñara a rezarlo, pero cuando empezó a hacerlo, tuvo un cambio de vida, “un momento de conversión —dice él mismo— una experiencia de la presencia de Dios.”
¡Quiten el pedestal! Los Papas no siempre cruzaban los límites sociales con tanta facilidad. Las costumbres y las tradiciones solían mantenerlos aislados en el Vaticano y las audiencias eran muy formales. Pero Ángelo Roncalli rompió el molde. Desde la primera vez que apareció en el balcón papal el 28 de octubre de 1958 —con su corpulenta figura revestida de una casulla demasiado angosta— Juan XXIII irradiaba una genial cordialidad.
Desvirtuando la imagen de un Papa encumbrado en un pedestal, rápidamente abolió muchos de los honores que se le rendían: No más genuflexiones hacia él; no más menciones de “mensajes salidos de sus augustos labios.” Además, les dijo a los empleados del Vaticano que no se ocultaran cuando él apareciera, como les habían enseñado, porque él quería conocerlos personalmente.
Pero los hábitos antiguos no ceden. Una tarde, cuando paseaba por los jardines del Vaticano, el Papa tuvo que llamar a los jardineros que se habían escondido tras los arbustos y se puso a conversar con ellos: sobre sus familias, sus hijos y, finalmente, sus salarios. No habían tenido aumentos en muchos años, y quedó impresionado por lo poco que ganaban.
“¿Qué? —exclamó— ¡Ninguna familia con hijos puede subsistir con eso! ¿Qué ha pasado con la justicia? Esperen. ¡Esto va a cambiar!”
Y así lo hizo. En su edición del 20 de julio de 1959, la revista TIME anunció: “La gran noticia de la semana en la Ciudad del Vaticano fue el aumento de los sueldos.” Fue un aumento general para todos, con asignaciones familiares especialmente generosas.
“No siempre podemos exigir que otros cumplan la enseñanza de la Iglesia sobre la justicia social si no la aplicamos nosotros mismos —explicó Juan XXIII a sus administradores— La Iglesia debe llevar la delantera en la justicia social dando buen ejemplo.” Y cuando un cardenal se quejó de que un empleado laico ganaba ahora tanto como él, el Papa le respondió: “Aquel ujier tiene diez hijos. Espero que el cardenal no los tenga.”
La Cortina de Hierro. Cada vez que Ángelo Roncalli veía gente separada por un “muro”, procuraba derribarlo. “Trato de sacar un ladrillo aquí y otro allí,” decía modestamente. Aunque se refería a las divisiones entre los cristianos, así sucedía con cualquier barrera que separara a las personas en facciones contrarias.
Fue precisamente este deseo de Juan XXIII de fomentar la unidad lo que inspiró su sorprendente propuesta de convocar a un concilio ecuménico, deseo que influyó de gran manera en la escena política internacional al final de su pontificado, cuando la Guerra Fría llegaba a un peligroso clímax.
Eran tiempos de gran inseguridad y enfrentamiento entre el bloque comunista controlado por los soviéticos y los países occidentales. Cuando el primer ministro soviético Nikita Khrushchev hizo su célebre amenaza a los diplomáticos occidentales: “¡Los vamos a sepultar!” mientras golpeaba con fuerza su escritorio en las Naciones Unidas, el temor de una guerra nuclear dejó al mundo pendiente de un hilo.
Por eso, qué sorpresa fue cuando Khrushchev le envió un telegrama de buenos deseos al Papa por su octogésimo cumpleaños el 25 de noviembre de 1961. ¿Era una broma o un intento de obtener el apoyo político del Papa? Los funcionarios del Vaticano le aconsejaron que no hiciera caso del mensaje, pero el Papa, percibiendo una oportunidad para la acción del Espíritu Santo, contestó el saludo de Khrushchev expresándole su agradecimiento y sus cordiales deseos de paz universal mediante “el entendimiento basado en la fraternidad humana” y le aseguró al gobernante soviético que rezaría por él.
Unos criticaron al Papa por ingenuo; otros lo tildaron de pro-comunista, pero su cordial gesto tuvo un poderoso efecto un año más tarde, cuando se descubrieron misiles soviéticos en Cuba apuntando hacia Estados Unidos. Cuando los barcos rusos iban rumbo a La Habana, el Presidente John Kennedy anunció un bloqueo para detenerlos. De pronto, la perspectiva de una guerra nuclear se convertía en un terrible peligro inminente.
Por conductos secretos, se le pidió al Papa que interviniera. En una profunda campaña de oración, Juan XXIII publicó peticiones de paz cuidadosamente redactadas, una de ellas dirigida expresamente a Moscú. Esto le daba a Khrushchev la posibilidad de guardar las apariencias, por lo cual publicó en la portada del periódico oficial del partido la súplica de: “Rogamos a todos los jefes de gobierno que no pongan oídos sordos al clamor de la humanidad.” Así, presentando un elevado perfil de moralidad y apareciendo como defensor de la paz, el gobernante ruso desistió de atacar.
La acción del Papa Juan XXIII tuvo un efecto fundamental en la solución de la crisis. Como se informó: “La humanidad se salvó de una catástrofe inconcebible que habría aniquilado a dos millones y medio de personas sólo en el ataque inicial.”
Por todo el mundo. El Señor mandó a sus discípulos: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” (Marcos 16, 15) y lo mismo nos manda a nosotros: Demuestren a todos mi amor, comuníquenles mi vida, ayúdenles a entrar en mi Reino.
Pidámosle al Señor que nos llene del amor, el conocimiento y el valor que necesitamos para cumplir esta misión entre nuestros familiares, amigos y conocidos, y al hacerlo tomemos el ejemplo de nuestros dos nuevos santos y pidamos su intercesión e inspiración.
Artículo basado en: El Papa y yo, por Jersy Kluger; El Papa y el Director Ejecutivo, por Andreas Widmer; Reportaje sobre Edith Zierer, por Roger Cohen, en International Herald Tribune, y El Papa Juan XXIII, por Pedro Hebblethwaite.
Comentarios