Den gracias al Señor
Las bendiciones de un corazón agradecido
¿Por qué estás agradecido hoy? Algunas personas tienen el hábito de registrar diariamente al menos cinco bendiciones, ya sean grandes o pequeñas, en un diario de gratitud. La práctica ha ganado popularidad en años recientes, y por una buena razón. En la década pasada, los psicólogos descubrieron que las personas que hacen un esfuerzo por recordar sus bendiciones son más felices y sanas. Eso probablemente no sea una sorpresa, todos sabemos por experiencia propia que cuando nos esforzamos por ser agradecidos y expresamos esa gratitud, nos sentimos mejor con nosotros mismos y con nuestra vida.
Desde luego debemos dar gracias a Dios por nuestro trabajo, nuestra familia y nuestros talentos y habilidades. Pero más allá de eso, y lo que es más importante, es que debemos agradecerle por su amor y salvación. Estamos agradecidos porque tenemos un Dios que nos ha creado y que nos ama más allá de nuestra comprensión. Dios cuida tan incansablemente de nosotros que envió a Jesús al mundo para salvarnos. A través de su muerte y resurrección, hemos sido liberados de las cadenas y la culpa del pecado. Nuestro Padre nos valora tanto que ahora somos parte de su vida divina aquí en la tierra a través del Espíritu Santo. Pero eso no es todo: Nos ha prometido la vida con él en el cielo para siempre. ¡Las verdades de nuestra fe nos ofrecen mucho por lo cual estar agradecidos!
Desafortunadamente, es demasiado fácil para nosotros preocuparnos por nuestros problemas diarios y olvidarnos de las bendiciones que Dios nos da. Es muy fácil dar por hecho todo lo que Dios ha realizado y continúa realizando por nosotros. Este mes, tratemos de crecer en la virtud de la gratitud y permitir que impregne nuestra vida. Podemos comenzar reflexionando en un relato conocido de los Evangelios: Cuando Jesús curó a los diez leprosos.
Una enfermedad temida. Lo que en el tiempo de Jesús se llamaba lepra es probablemente una variedad de enfermedades, no solamente lo que hoy conocemos como Enfermedad de Hansen. Debido a la preocupación de que estas enfermedades no se propagaran, los sacerdotes seguían las detalladas instrucciones, que se encuentran descritas en Levítico 13, de cómo inspeccionar y monitorear una lesión en la piel. Si después de un tiempo, la lesión no parecía estar sanando, la persona se consideraría ritualmente impura. Si después la lesión sanaba, entonces la persona podía regresar con el sacerdote y ser declarada limpia nuevamente.
Una de las razones por las que la lepra era tan temida es que significaba que la víctima era comúnmente aislada por su propia comunidad. Aquellos que interpretaban la ley de Moisés literalmente forzaban a las personas con lepra a abandonar sus casas; no podían vivir con su familia. Eran expulsadas de sus pueblos y trabajo. Lo que era peor, es que cuando se acercaran a alguien, debían gritar “¡Impuro!” (Levítico 13, 45-46). En estos casos, la enfermedad no solo destruía su cuerpo; también destruía sus relaciones sociales.
Por eso cuando los diez leprosos se acercaron a Jesús, se mantuvieron a cierta distancia, como se suponía que debían hacer. Pero ellos deseaban desesperadamente que este hacedor de milagros del que tanto habían escuchado hablar los curara, así que gritaron: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!” (Lucas 17, 13). Jesús no los curó al instante; más bien, les dio instrucciones para que fueran a ver al sacerdote, que tendría que inspeccionar sus lesiones para poder declararlos limpios. Mientras iban de camino, quedaron curados. Sin embargo solo uno de ellos, un samaritano, se devolvió para agradecerle.
La lepra del pecado. A lo largo de los años muchos estudiosos han visto la lepra en la Biblia como una analogía del pecado. Esto debido a que el pecado nos afecta de forma similar a la lepra. Al igual que la lepra desfigura el cuerpo humano, así el pecado puede desfigurar nuestra alma. Conforme la lepra progresa, insensibiliza partes del cuerpo; las personas con esta enfermedad pueden perder los dedos de las manos y los pies. De la misma manera, el pecado insensibiliza nuestra consciencia y nuestros sentidos. Pero quizá lo peor de todo es que, al igual que la lepra provocaba que quienes la padecían vivieran apartados de la sociedad, una de las consecuencias del pecado es que provoca una separación en nuestra relación con Dios y puede aislarnos de su pueblo.
Los diez hombres sabían que solamente Jesús podía curarlos de su terrible enfermedad. Y nosotros sabemos que solamente Jesús puede sanarnos de la oscuridad del pecado. ¡La buena noticia es que ya lo ha hecho! A través de su muerte y resurrección, él no solo nos ha purificado del pecado, sino que sabemos que su vida divina fluye dentro de nosotros. No importa cómo nos sintamos en un día en particular, ¡tenemos una razón por la cual estar alegres! ¡Somos una nueva creación en Cristo! (2 Corintios 5, 17).
Al comprender que su vida había sido completamente transformada, uno de los leprosos —irónicamente el samaritano— regresó para agradecer a Jesús. Estaba tan sobrecogido por la gratitud que cayó a sus pies y lo adoró. “Levántate y vete”, le dijo Jesús. “Por tu fe has sido sanado” (17, 19). El samaritano, el leproso que había estado más alejado de Dios, reaccionó de la forma correcta. Su gratitud sobrepasó sus palabras y acciones.
Pero, ¿qué sucedió con los otros nueve, que eran judíos y por lo tanto, parte del pueblo de Dios? ¿Por qué no regresaron para darle gracias? Ellos también deben haberse alegrado por su sanación. No hay duda de que regresaron con sus familias, que pudieron recibirlos de vuelta. Con seguridad disfrutaron del fruto de su curación, y sin embargo no regresaron a la fuente de su sanación: La misericordia y la compasión de Jesús.
Nuestra primera respuesta. Para nosotros, así como lo fue para estos nueve, puede ser muy fácil disfrutar de los frutos de nuestra vida en Cristo sin volvernos a él una y otra vez para darle gracias. Sin embargo, la gratitud debería ser nuestra primera respuesta para el Dios que nos ama tanto, el Dios que nos ha curado y nos ha dado una vida nueva. ¿Dónde estaríamos sin el Señor? ¿Cómo podríamos siquiera vivir cada día sin su misericordia y su gracia?
Solamente tenemos que abrir nuestra Biblia para descubrir que esa respuesta espontánea de tanta gente a la bondad y la misericordia de Dios es la alabanza y la gratitud. Cuando Dios dividió al Mar Rojo y liberó a su pueblo de la esclavitud, Moisés y el pueblo entonaron un cántico de alabanza, exclamando: “Él es mi Dios, y he de alabarlo; es el Dios de mi padre, y he de enaltecerlo” (Éxodo 15, 2). Cuando nació su hijo, Juan el Bautista, Zacarías dijo: “¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel…!” (Lucas 1, 68). Y cuando María supo por el ángel Gabriel que sería la madre del Mesías, exclamó: “Mi alma alaba la grandeza del Señor” (1, 46).
Las cartas de San Pablo están llenas de expresiones de acción de gracias también. Él sabía que Dios le había mostrado su misericordia. Aun cuando se enfrentaba a la prisión y la muerte, Pablo continuamente daba gracias y alabanzas a Dios, convirtiéndose en un ejemplo vivo de lo que escribió y enseñó: “Den gracias a Dios por todo, porque esto es lo que él quiere de ustedes como creyentes en Cristo Jesús” (1 Tesalonicenses 5, 18).
Observa que estas expresiones de gratitud también están llenas de alegría. La alegría surge naturalmente cuando estamos agradecidos. Cuanto más nos centramos en el Señor y en los grandes dones que nos ha concedido, más felices somos. No es una alegría superficial, sino una que tiene su raíz en el amor infinito que Dios nos tiene, un amor que se extiende hasta la eternidad. Sea lo que sea que suceda en nuestra vida, nada puede quitarnos lo que Dios ha hecho por nosotros por medio de Cristo. Siempre que permanezcamos cerca de él y le permitamos limpiarnos de nuestros pecados, podemos esperar con alegría la vida eterna.
El testimonio de gratitud. ¿Cómo sería nuestra vida si vivimos siendo conscientes de la bendición y la fidelidad de Dios con nosotros? Seríamos como Ana, cuyo esposo está postrado en una cama con una enfermedad degenerativa pero que a menudo le dice a las demás personas lo bendecida que ella es por la presencia y el cuidado de Dios por ellos. O seríamos como Miguel, que después de vivir solo para sí mismo y los placeres de la vida, experimentó la profundidad de la misericordia de Dios y no puede dejar de contarles a los demás al respecto. También seríamos como Laura, una viuda que vive de una pequeña pensión en una deteriorada área de la ciudad y sin embargo le encanta alabar al Señor incluso por la bendición más pequeña. A través de su gratitud, estas personas son testigos del amor y la misericordia de Dios, a pesar de todas las dificultades reales que enfrentan en su vida.
Es más, la gratitud es aún más contagiosa que el “pecado de la lepra”. Cuanto más la veamos en otros, más desearemos vivir nosotros mismos con gratitud, y más vamos a querer expresarla, como lo hizo el samaritano. En el siguiente artículo, veremos cómo podemos expresar nuestra gratitud por medio de la alabanza así como con nuestras acciones.
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