De la confusión a la Comunión
Mi travesía de sanación y restauración a través de la Sagrada Eucaristía
Por: Lauralyn Avallone
El hermoso y delicado vestido que había usado mi mamá en su primera Comunión estaba guardado para mí, colgado en mi closet durante meses. Aquella mañana, ella lo colocó con toda suavidad sobre mi cama diciéndome en un susurro: "Es un vestido muy especial para un día muy especial." Era el día de mi primera Comunión.
Así, vestida de blanco, a pasos muy lentos por el pasillo al lado de un niño vestido con un hermoso traje azul oscuro y en la presencia de familiares y amigos, yo me sentía como una novia en miniatura. Pero en lugar de ser recibida en la santidad adulta del matrimonio, yo era una niña pequeña que era acogida en el cálido abrazo de la Iglesia.
Desde ese día, la iglesia siempre fue un refugio, un lugar de protección para mí. La Misa dominical era la única ocasión en que mi mamá, mi papá y yo estábamos juntos en el mismo lugar durante toda una hora. Era la única vez en que mis padres no estaban riñendo y hasta llegaban a darse la mano diciendo: "La paz sea contigo." Solamente en aquella hora había la garantía de que los temas del adulterio, el alcoholismo, el abuso y los problemas financieros daban paso a la tranquilidad y la meditación. Era un gran alivio.
"¡Bienvenida de regreso, pequeña!" Después de un enconado divorcio que hizo trizas mi familia, ir a la iglesia fue cosa del pasado y yo pasé a ser un "títere" entre los altercados de dos ex esposos; me sentía enojada, confundida y totalmente descorazonada. Los pensamientos de autoconmiseración, o sea, lástima de mí misma, empezaron a asaltarme despiadadamente: "¿Qué clase de Dios deja que yo sienta tanto dolor? ¿Por qué me castigan cuando siempre he sido una ‘niña buena’? ¿Cómo puedo creer que Dios existe? Si existiera, ¡me ayudaría!"
Llegué a la adolescencia con graves problemas. No como aquellos muchachos que se drogan, que sacan muy malas notas o que están siempre riñendo, sino como aquellos que se llenan de pensamientos terribles, como por ejemplo, de si la vida tiene en realidad algún significado. Un día decidí visitar un lugar que siempre me había servido de refugio y tranquilidad para pensar: la iglesia. Sentía una enorme necesidad de hablar con un sacerdote, tal vez porque esperaba que de esta manera salvaría la fe que se me estaba quedando empantanada y encontraría respuestas a las preguntas que yo no sabía cómo responder.
Lamentablemente, el sacerdote no me demostró simpatía alguna y me dijo claramente que mi alma estaba dañada; que mis precarias creencias le molestaban y que no eran dignas de su tiempo. Me fui sintiéndome incomprendida, avergonzada y más confundida aún. Una parte de mí me decía "Esto demuestra más aún que Dios no existe"; pero otra parte anhelaba recibir ánimo y orientación para volver al camino verdadero.
A partir de entonces, solamente entraba a la iglesia cuando no había Misa. El silencio tranquilizante, la tenue luz de los cirios, el casi imperceptible aroma del incienso, la mirada misericordiosa de los santos de porcelana, el altar ornamentado, eran cosas en las que veía una tenue luz de esperanza. El eco de mis pasos por el pasillo resonaba con sonoridad, pero nadie bajó de los cielos para arrojarme rayos mientras me sentaba a rezar. Nadie de la iglesia vino a tocarme el hombro para decirme "No puedes estar aquí." De hecho, al parecer, mi presencia pasaba totalmente desapercibida, excepto para aquellos ojos omniscientes de la cruz.
Allí sentada, sentí paz de mente, el primer paso en mi larga travesía por el camino de la recuperación espiritual.
Finalmente, el solo hecho de volver más de una vez a sentarme en una iglesia silenciosa y vacía me fue llevando a una sanación más profunda y a asistir a Misa con otras personas. Una vez, en la Misa del Domingo de Resurrección, cuando me pidieron que ayudara a llevar las ofrendas al altar, tuve la certeza de que, de esta manera, Dios me estaba diciendo "¡Bienvenida de regreso, pequeña!"
"El Cuerpo de Cristo". Luego surgió otra dificultad que ponía en peligro mi paz. Esta vez fue una enfermedad incurable llamada "mal de Crohn". Los síntomas habían aflorado ya hacía tiempo, pero como no podía darme el cuidado médico necesario por no tener seguro de salud, mi condición física se fue deteriorando al punto en que apenas pesaba 100 libras y no podía caminar. Los médicos dijeron que mi organismo había llegado a un estado tóxico y que mis órganos vitales estaban gravemente inflamados y a punto de dejar de funcionar.
Moribunda en la cama del hospital, con apenas unos días de vida, le preguntaba a Dios: "¿Por qué me sucede esto?". La confusión de antes empezaba a regresar cuando un sacerdote entró en mi cuarto. Me saludó, pronunció una oración y me dio la Comunión. De repente sentí como si por todo mi cuerpo comenzara a fluir algo como un agua caliente y dejé de sentirme aterrada y abandonada. Empecé a tener una sensación de compañía y consolación que no puedo atribuirle a nada más que a la presencia de Cristo Jesús. Él estaba allí llevando mis dolencias y me sentí mucho más tranquila.
Para asombro de todos, me dieron de alta una semana después, sin siquiera necesitar la transfusión de sangre que me habían prescrito. Pero la recuperación de la lucha que tuve con esta enfermedad duró meses.
En esos días de quietud, tuve tiempo de reflexionar sobre el acto de recibir la Comunión. Volviendo mentalmente a aquella especial ocasión en la que me puse el delicado vestido de mamá, me acordé de la hostia que recibí en mis pequeñas manos y la voz que me dijo "El Cuerpo de Cristo". Recordé también que, al disolverse la hostia en mi boca, sentí que "oficialmente" había pasado a formar parte de la Iglesia. Después de eso, el hecho de recibir la Eucaristía se había hecho rutinario para mí: era nada más que la parte de la Misa a la que conducían todos los sermones y los cantos.
Mi reflexión sobre la Comunión. Pero hoy, la Eucaristía no es en absoluto algo rutinario para mí. Ahora veo que este Sacramento tiene muchos estratos que apenas estoy empezando a entender. Algunas de las cosas en las que medito en Misa son como las siguientes:
Al caminar hacia la fila de fieles para comulgar, pienso en el amor y la sabiduría de Dios. Al recibir el Cuerpo de Cristo, estoy diciendo que respeto el camino que Dios ha escogido para mí y que lo aceptaré con toda la fuerza de mi fe y sin decir nada. Conozco el amor de Dios, por eso ya no cuestiono la parte que me toca en el universo.
Al recibir la Eucaristía, recibo fortaleza para enfrentar las dificultades de la vida. Con la ayuda de Jesús, me trago el orgullo y las palabras hirientes u ofensivas que de otra manera se me escaparían de los labios. Al sentarme a comer, me acuerdo de dar gracias por el pan de cada día.
De rodillas o sentada después de la comunión, pienso en Jesús y en el sacrificio de amor que hizo por mí y por todos, muchos de quienes a veces parecen tan indignos. Contemplándolo a Él puedo sentirme en paz en ocasiones difíciles y poner mis padecimientos en su debida perspectiva. No soy la única en el mundo que pasa por tribulaciones y dolores, y todas las adversidades de la vida son transitorias. Sé también que Dios puede sacar bien del sufrimiento, una sabiduría y paciencia que jamás supe que tenía.
Al ponerme de pie después de rezar, me veo levantándome por encima de mis miedos y angustias, tal como lo hizo Jesús, y resuelvo apreciar todos los dones que Dios me ha dado, incluido el don de mi propia vida. En lugar de juzgarme duramente cuando caigo, me levanto, recupero la compostura, y vuelvo a intentar.
Poco a poco va creciendo mi relación con Dios y así va surgiendo un futuro muy prometedor. Mientras más me encuentro con Jesús en la Sagrada Eucaristía, más difícil me resulta entender aquellos días en los que no tenía fe.
Lauralyn Avallone vive en Long Beach, Nueva York.
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