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Diciembre 2014 Edición

Dama de la victoria

El valeroso testimonio de la joven beata Laura Vicuña

Por: Laura Mitchell

Dama de la victoria: El valeroso testimonio de la joven beata Laura Vicuña by Laura Mitchell

Todavía recuerdo el día en que mi profesora de segundo grado nos distribuyó estampitas de santos. Todas eran diferentes, y como era de esperar de niños de 7 y 8 años, inmediatamente comenzamos a intercambiarlas.

El nivel de ruido comenzó a subir rápidamente en el aula cuando mis compañeros de clase encontraban las estampas de santos que llevaban sus propios nombres. Yo busqué cuidadosamente las estampas que tenía, pero estaba segura de que no habría una Laura, por lo menos nunca había oído de otra persona que se llamara así. Pero la sorpresa y la alegría fueron grandes cuando una amiga me pasó una.

La beata Laura Vicuña. La reseña biográfica que había al dorso de la estampa bien pudo haber dicho cualquier cosa, pero yo empecé a amarla al instante. Lo sé muy bien, porque casi tan pronto como terminé de leer lo que allí decía de la vida de Laura lo olvidé en seguida. Pero la estampa sí era muy valiosa para mí, como lo era la idea de que alguien en el cielo llevaba mi nombre, y la guardé con amor por el resto de aquel año.

Sin embargo, hace unos años que leí de nuevo y con más atención la vida de la beata Laura Vicuña. Siendo ella muy joven, fue una gran testigo del coraje que viene de la fe en Cristo.

Con todo mi ser. Laura nació en Chile el 5 de abril de 1891, sólo tres meses después de haberse declarado una guerra civil en el país. Sus padres, muy preocupados por la seguridad familiar, ya que uno de sus parientes era una figura prominente en el conflicto, decidieron irse a vivir en un lugar más tranquilo en los faldeos de la Cordillera de Los Andes. Allí nació una segunda hija, pero el padre falleció tres años más tarde.

Sobrecogida de dolor y viéndose privada de ingresos, Mercedes, la madre de Laura, llevó a sus hijas a una ciudad fronteriza en Argentina, donde esperaba encontrar trabajo como cocinera o niñera. Allí conoció a Manuel Mora, un estanciero bebedor y dominante que consintió en acoger a la pequeña familia si Mercedes aceptaba ser su amante. Sin más opciones, ella accedió. Tales arreglos no eran inusuales en la zona; siendo viuda e incapaz de ascender en la escala social, no vio otra forma de sustentar a sus hijas.

Cuando Laura tenía ocho años, Mercedes persuadió a Mora a que pagara la escolaridad para que sus hijas asistieran a un internado administrado por monjas salesianas. Allí fue que Laura empezó a desarrollar un profundo amor a Jesús presente en el Santísimo Sacramento, “la casita de Jesús,” como le llamaba al sagrario. Dos años más tarde, cuando hizo su Primera Comunión, escribió en su diario: “Oh, Dios mío, quiero amarte y servirte toda mi vida. Te entrego mi alma, mi corazón, y todo mi ser.”

Laura admiraba a las hermanas salesianas encargadas de vigilar su desarrollo académico y espiritual y quiso ser una de ellas. Con tal propósito, le pidió permiso al obispo para tomar sus votos de pobreza, castidad y obediencia, pero él, entre risas, le dijo que ella era demasiado joven. En efecto, era muy raro recibir una petición de este tipo de una niña de once años. Pero el confesor de Laura vio que el deseo de la joven iba madurando y que ella persistía en él. Finalmente, aceptó que ella había discernido bien su vocación y le permitió hacer votos en privado hasta que tuviera la edad necesaria para ingresar en la comunidad salesiana.

No hay mayor amor. No obstante, junto con la alegría de su crecimiento espiritual, Laura estaba experimentando problemas muy reales en sus visitas a casa. Lo que había aprendido en la escuela acerca de la hermosura del Sacramento del Matrimonio le abrió los ojos a la realidad de la relación que su madre Mercedes tenía con Manuel. Pese a lo joven que era, a Laura le afligía mucho que el estilo de vida de su madre fuera contrario al plan de Dios, y para empeorar la situación, Mora era alcohólico y a menudo era abusivo cuando bebía. Más tarde, cuando Laura se aproximaba a la adolescencia, él comenzó a hacerle insinuaciones inmorales.

Laura hizo todo lo que podía para zafarse de Manuel y rechazar sus atenciones. Decidida a proteger su pureza, a menudo rezaba pidiendo fortaleza y valentía. Sin embargo, aun cuando temía por ella misma, más le preocupaba la suerte de su madre; por eso rezaba delante del pequeño sagrario que había en la escuela diciendo: “Jesús, deseo que mi Mamá te conozca mejor y sea feliz.”

A Laura le impresionaron mucho las palabras de Jesús que leía en el Evangelio: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Es posible que esto fuera lo que la motivó a tomar una decisión durante el tiempo de Pascua de 1902. Para esta época, ella tenía la experiencia de varios años de presenciar lo infeliz que era su madre. Más preocupada de ella que nunca, Laura decidió que era necesario hacer el sacrificio supremo: Le pidió al Señor aceptar su joven vida como ofrenda por la salvación de su madre; pero por supuesto a Mercedes no le dijo nada de esta petición.

¿Puedo tener esta alegría? En el invierno de 1903, estando aún en la escuela, Laura cayó enferma, por lo que regresó a casa para que la cuidara su madre, pero la mejoría no llegó. Viendo que la salud de Laura seguía empeorando y que los avances impuros de Mora iban en aumento, Mercedes se sintió tan abrumada que tomó a sus hijas y se mudó a un pequeño apartamento, pensando que tal vez la nueva situación serviría para que la salud de Laura mejorara o cambiara el comportamiento de Mora.

Lamentablemente, ambas cosas siguieron empeorando. Un día Mora las visitó y les informó que se quedaría por la noche. Laura, horrorizada, declaró que si él se quedaba ella se marcharía. Luego salió corriendo de la casa con todas sus fuerzas. Mora la siguió y la alcanzó en la calle, donde, enfurecido, la golpeó y la maltrató violentamente, azotándola y pateándola hasta que llegaron los vecinos.

Laura pudo mantenerse poco más de una semana, pero ya sabía que ese era el final. Su confesor llegó para escuchar su confesión y darle los últimos ritos. Después, sola con su madre, le reveló su secreto: “Muero, pues yo misma se lo pedí a Jesús. Hace dos años que ofrecí mi vida por ti, para pedir la gracia de tu conversión. Mamá, antes de morir, ¿tendré la dicha de verte arrepentida?”

Doña Mercedes, sollozando incontrolablemente por tan impresionante revelación y sorprendida por la inmensidad del amor de su hija, le responde diciendo: “Te juro que haré lo que me pides, ¡Dios es testigo de mi promesa!” Finalmente, Laura sonriente le dice a su madre: “¡Gracias, Jesús!, ¡Gracias, María! ¡Adiós, Mamá! ¡Ahora muero contenta!” Esa misma semana, Mercedes recibió el Sacramento de la Penitencia.

No se tienen más detalles de lo que fue de la vida de doña Mercedes a partir de entonces, pero al parecer tuvo una conversión completa y duradera y encontró la manera de librarse de Mora, para llevar luego una vida digna. Gracias a su hija, Mercedes llegó a conocer el amor de Cristo y encontró el valor para comenzar de nuevo.

Un modelo valioso. Laura Vicuña murió el 22 de enero de 1904, a pocos meses de cumplir sus treces años. El Papa Juan Pablo II la beatificó el 3 de septiembre de 1988, declarando que su vida fue “un poema de pureza, sacrificio y amor filial.”

La vida de Laura es sin duda “un poema” que viene a ser un modelo válido, valioso y lleno de esperanza para las mujeres que son víctimas de abuso o maltrato, las cuales se cuentan por miles y miles, al punto de que se estima que una de cada cuatro mujeres experimenta abuso doméstico en algún punto de su vida. Cada año hay aproximadamente 1,3 millones de mujeres que son víctimas de violencia física y emocional causada por su marido o conviviente.

El ejemplo de la pequeña Laura es importante y valioso porque, aun siendo vulnerable e indefensa en la sociedad en que vivía, ella encontró la manera de elevarse por encima de las circunstancias. Manteniéndose unida al Señor mediante la oración, pudo reunir el coraje y los medios necesarios para no ceder ante el asalto y resistir valientemente las amenazas del abusador. Y siguiendo el ejemplo de Cristo, Laurita decidió ofrecer su vida para que su madre Mercedes pudiera librarse de su terrible situación doméstica y encontrar la verdadera libertad. De esta manera, Laura nos muestra que la puerta de entrada a la curación, se encuentra muchas veces al interior de nuestra propia perspectiva, aunque no siempre en las circunstancias que nos rodean.

Dama de la victoria. Mucho antes de que mi maestra distribuyera aquellas estampas de santos, yo había descubierto que mi nombre, “Laura”, significa “Laureada” o “Coronada de laureles,” y también “Dama de la victoria.” Mi pensamiento de escuela primaria sentía que a veces yo merecía el apodo, cuando ganaba una discusión o conseguía la nota más alta entre mis compañeras. Pero Laura Vicuña nos muestra lo que puede significar el nombre a la luz de la victoria que nos trae la paz de Cristo.

¿Victoria? Es cierto que algunas personas, al enterarse de la vida de Laurita Vicuña, no vean más que una infructuosa sumisión: sumisión al abuso, a la enfermedad y a la muerte. Pero mirando con más atención, se ve que la silenciosa resistencia de Laura revela la heroica valentía que ella tuvo. Laura decidió seguir a Dios aun cuando la ridiculizaban; seguir la pureza aun cuando la amenazaban con daño físico; seguir el amor hasta la muerte. En unión con Cristo Jesús, que la llenó de coraje, el sufrimiento que ella padeció —con lo insensato y horrible que fue— tuvo un enorme valor redentor.

Nuestro mundo está lleno de dolor y no hace falta buscar más allá de nuestra propia vida para apreciarlo; pero el Señor está esperando que depositemos nuestro sufrimiento a sus pies; que se lo ofrezcamos por nuestro propio bien y el bien de otros. La beata Laura Vicuña lo hizo así, con toda humildad y valentía, y ahora ella se alegra en el cielo con el Señor. ¡Sin duda alguna ella es una Dama de la victoria!

Laura Mitchell reside en la zona norte del estado de Virginia.

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