¡Cristo ha resucitado!
“Si no meto la mano en su costado… no creeré”
Por: el padre Raniero Cantalamessa
“Ocho días después, los discípulos se habían reunido de nuevo en una casa, y esta vez Tomás estaba también. Tenían las puertas cerradas, pero Jesús entró, se puso en medio de ellos y los saludó, diciendo: ‘¡Paz a ustedes!’ Luego dijo a Tomás: ‘Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo; ¡cree!’ Tomás entonces exclamó: ‘¡Mi Señor y mi Dios!’ Jesús le dijo: ‘¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto’.” (Juan 20, 26-29)
Con la insistencia sobre el suceso de Tomás y su incredulidad inicial (“Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré creer” (Juan 20, 25), el Evangelio sale al encuentro del hombre de la era tecnológica, que no cree más que en lo que puede verificar. Podemos llamar a Tomás “nuestro contemporáneo” entre los apóstoles.
San Gregorio Magno dice que, con su incredulidad, Tomás nos fue más útil que todos los demás apóstoles que creyeron en seguida. Actuando de tal manera, por así decirlo, obligó a Jesús a darnos una prueba “tangible” de la verdad de su resurrección. La fe en la resurrección salió beneficiada de sus dudas. Esto es cierto, al menos en parte, también aplicado a los numerosos “Tomases” de hoy que son los no creyentes.
La crítica y el diálogo con los no creyentes —cuando se desarrollan con respeto y lealtad recíprocos— nos resultan de gran utilidad. Ante todo nos hacen humildes, porque nos obligan a tomar nota de que la fe no es un privilegio ni una ventaja para nadie. No podemos imponerla ni demostrarla, sino solo proponerla y mostrarla con la vida.
“¿Qué tienes que Dios no te haya dado? Y si él te lo ha dado, ¿por qué presumes, como si lo hubieras conseguido por ti mismo?”, dice San Pablo (1 Corintios 4, 7). La fe, en el fondo, es un don, no un mérito, y como todo don no puede vivirse más que en la gratitud y en la humildad.
Tras la duda, la fe aclarada. La relación con los no creyentes nos ayuda también a purificar nuestra fe frente a las representaciones burdas. Con mucha frecuencia, los que no creen rechazan, no al verdadero Dios, al Dios viviente de la Biblia, sino a una idea distorsionada de Dios, que los propios creyentes han contribuido a crear. Rechazando a este Dios, los no creyentes nos obligan a volvernos a situar tras las huellas del Dios vivo y verdadero, que está más allá de toda nuestra representación y explicación. A no fosilizar o banalizar a Dios.
Pero también hay un deseo que expresar: el de que Santo Tomás encuentre hoy muchos imitadores suyos, no solo en la primera parte de su expresión de fe —cuando declara que no cree— sino también al final, en aquel magnífico acto de fe que le lleva a exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!”
También se puede imitar a Tomás por otro hecho, el de que no cierra la puerta, no da vuelta la página y no se queda en su postura, dando por resuelto el problema de una vez por todas. De hecho, ciertamente le encontramos ocho días después junto a los demás apóstoles en el cenáculo. Si no hubiera deseado creer, o hubiera “cambiado de opinión”, no habría estado allí. Es obvio que quiere ver más, tocar más, y por lo tanto está en la búsqueda. Y al final, después de que ha visto y tocado con su mano, exclama dirigiéndose a Jesús, no como vencido, sino como vencedor: “¡Señor mío y Dios mío!” Ningún otro apóstol se había atrevido todavía a proclamar con tanta claridad la divinidad de Cristo.
El padre Raniero Cantalamessa es predicador de la Residencia Pontificia en Roma. Publicado en www.portaluz.org, 13 de abril 2015. Usado con permiso.
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