¡Cristo ha resucitado!
¡En verdad ha resucitado!
Por: Mons. Peter Magee
“Señoras y señores, ¡lo tenemos!” Estas fueron las palabras del Administrador Estadounidense en Irak, Paul Bremer, refiriéndose a la captura de Saddam Hussein en 2003. Supongo que las palabras podrían haberse referido a cualquier persona, pero todo el mundo sabía quién era, y todo el mundo sabía que con esas palabras todo cambiaría, o por lo menos eso se creía.
Hay tantas situaciones en la vida donde una breve frase tiene efectos y consecuencias que van mucho más allá de las palabras utilizadas. Por ejemplo, cuando se anuncia el número de votos en una elección presidencial; o cuando un hombre y una mujer de pie ante un sacerdote se dan el “sí”.
El anuncio de todos los anuncios. Pero hay un anuncio que, más que cualquier otro, fue y sigue siendo el que ha cambiado la historia del mundo: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!” No son las palabras propiamente tales las que cuentan, por supuesto, sino la realidad que expresan y trasmiten. “Jesucristo ha resucitado! En verdad, ¡ha resucitado!” ¿Qué significa esta verdad? Que no solo el hombre Jesús ha experimentado personalmente la victoria sobre la muerte física; sino también que la muerte misma —el destino inevitable de toda la humanidad— ya no tiene la última palabra en la vida humana.
Hasta cuando Jesús resucitó verdaderamente, nuestra vida mortal era parte de la muerte. La muerte era una sombra que siempre se cernía sobre nuestro camino terrenal y finalmente prevalecía. Pero la resurrección del Señor cambia esa sombra en luz, una luz que la muerte ya no puede extinguir. La resurrección de Jesús significa que la vida ya no es parte de la muerte, sino que la muerte es ahora parte de la vida, entendiendo por eso que la muerte se transforma en la vida de Dios.
Si Jesús no hubiese muerto como lo hizo ni resucitado como lo hizo, no habría salida de la tumba para nosotros. Su muerte, a diferencia de la nuestra, no fue resultado del pecado, sino el resultado del poder indestructible de su amor. Él murió no porque le dijo “no” al Padre, sino porque le dijo “sí” y el Padre revistió ese “sí” con el poder de destruir todos los “no” de todos los seres humanos. Todas nuestras desobediencias fueron reunidas y depositadas en la fuente del “sí” de Jesús. Esto es lo que significa cuando decimos que, por su muerte, Jesús destruyó nuestros pecados y por ende nuestra muerte. Su “sí” aniquiló totalmente nuestros “no” y destruyó el poder de la muerte.
Las palabras “¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!” demuestran que el Padre aceptó el “sí” de Jesús y, por tanto, el fin del reinado del pecado y de la muerte. Y así es que, cuando somos bautizados en Cristo por la fe en él, participamos de su “sí” al Padre y todos nuestros pecados —el original, los personales y nuestra condena a la muerte eterna— han sido destruidos.
La resurrección de Jesús es, pues, la curación completa de toda nuestra humanidad, la restauración de su integridad original, su regreso al “Jardín del Edén” para caminar tranquila y gozosamente en la brisa de la tarde junto a la Santísima Trinidad.
Las palabras “¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!” marcan el comienzo de una nueva era en la historia humana. De hecho, proclaman que la historia en sí comienza de nuevo en Cristo y que llegará a su fin y plenitud en Cristo. Pero esto no ocurre con pompa y circunstancia, pues nadie vio a Jesús resucitar de entre los muertos. Más bien, sucede en forma oculta, como la levadura que actúa en la masa, o la semilla que brota y crece silenciosamente en el suelo.
¿Cómo se concreta esto para nosotros? Sucede, no por decreto ni promulgación, sino en un alma a la vez. Cada alma que es bautizada pasa a ser una nueva célula en el Cuerpo del Señor resucitado. El Cuerpo crece y se expande, como los sarmientos en la vid, en cada momento de la historia y a lo largo de los siglos; crece y se expande en cada lugar y en todo el mundo. El Bautismo es nuestro nacimiento a la vida nueva y resucitada del Señor, que nos incorpora a su propio Cuerpo. El Bautismo es la promesa de inmortalidad, que nos da el Señor, y que nos alimenta con su propio Cuerpo y Sangre.
Y así, en estos días sagrados, no nos limitamos a recordar acontecimientos del pasado relacionados con la persona de Jesucristo, como si fueran simplemente para nuestro ejemplo o instrucción moral. No; lo que hacemos es revivir realmente aquellos acontecimientos con sus señales y sacramentos. La muerte y la resurrección de Jesús no se limitan a su hecho histórico porque sus efectos son eternos, y por eso, son capaces de volver a ocurrir en nuestro tiempo y en todo momento. Es por eso que el Señor ha instituido los sacramentos de modo que las gracias eternas contenidas en su muerte y resurrección se pongan a disposición de todas las generaciones de creyentes.
Lo que hacemos aquí, en estas liturgias sagradas, es compartir en la labor permanente del Señor resucitado. Él hace nuevas todas las cosas y lo hace por medio de la adoración de la Palabra y de los Sacramentos. Por nuestra fe, le permitimos lograr el propósito para el que nació en Belén, murió en el Gólgota y salió del sepulcro resucitado. Las acciones sencillas que realizamos, así como nuestra vigilante presencia y participación en las liturgias tienen consecuencias para nosotros y para el mundo que superan con mucho nuestra imaginación. Lo hacemos en nuestras iglesias, aunque gran parte del mundo no lo ve, como nadie vio la propia resurrección de Cristo. Pero también, así como su resurrección, la actualización sacramental que hacemos es algo que cambia la realidad para el mundo, para la Iglesia y para la propia vida nuestra. Repito: Esto no sucede de manera espectacular, sino gradualmente, de manera apacible pero irrevocable.
“¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad, ha resucitado!” Estas palabras son la sustancia de nuestra esperanza y el fundamento de nuestra fe, la inspiración de nuestro amor. Por lo que significan estas palabras, San Pablo pudo afirmar: “Considero que los sufrimientos del tiempo presente no son nada si los comparamos con la gloria que habremos de ver después” (Romanos 8, 18). Estas palabras son la razón por la cual los mártires están dispuestos a morir; son la razón por la cual la verdad de Cristo es infalible; por la cual el Espíritu de Cristo conserva a la Iglesia sin error en la verdad. Estas palabras atraen la mente y el corazón del creyente a la Persona de Cristo para confiar en él cuando estamos enfermos o caemos en pecado. Estas palabras traspasan los discursos y razonamientos humanos como un potente y diáfano rayo de luz que atraviesa la oscura confusión de las sombras nocturnas.
Cuando la vida está sumida en tinieblas, o cuando lo negativo y perverso parece ir ganando terreno en nosotros o a nuestro derredor, nosotros podemos repetir estas palabras con absoluta convicción y en forma persistente, para nosotros mismos y, si es necesario, para otros. ¡Que la luz brille en todo su esplendor!
Entre los cristianos ortodoxos de Grecia existe la hermosa costumbre de que cuando ellos se saludan no se dicen “hola” ni “¿qué tal?, sino “¡Cristo ha resucitado!” (¡Christos aneste!), y el otro responde “¡En verdad ha resucitado!” (¡Alethos aneste!). ¡Qué sencilla y hermosa forma de ayudarnos a mantener la perspectiva en nuestra vida; recordar diariamente la realidad transformadora de la Resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. “¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!”
Homilía pronunciada por Mons. Peter Magee, Vicario Judicial para la Iglesia Católica en Escocia y párroco de la Parroquia San Alberto en Glasgow, Escocia. Usada con permiso.
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