Creados para la gloria
Tú eres un templo del Señor. ¿Lo sabías?
¡Ha llegado la Cuaresma!
En esta edición especial de La Palabra Entre Nosotros queremos hacer que la Cuaresma sea más placentera para todos. Y queremos hacerlo fijándonos en una promesa que se nos hace en la Biblia: que en esta Cuaresma podemos tener un encuentro con el Señor, un encuentro con su gloria, y este encuentro es a veces tan extraordinario que puede cambiarnos la vida. Esta fue la razón por la cual san Pablo declaró que: “Nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos la gloria del Señor como un espejo, nos vamos transformando en su imagen, cada vez más gloriosa” (2 Corintios 3, 18).
Durante las próximas seis semanas, la Iglesia nos invita a dedicar tiempo adicional a las prácticas de la oración, el ayuno y la limosna. También nos invita a recibir el Sacramento de la Reconciliación. ¿Por qué? Porque estas acciones nos llevarán al arrepentimiento y a una conversión más profunda. Imagínate cuánto más eficaces serán estas prácticas si las hacemos con el objetivo de ver la gloria de Jesús. Imagínate lo que sucedería si cada acto de penitencia y negación propia que hiciéramos tuviera el poder de librarnos del pecado y llevarnos más cerca del Señor. Bien, ¡de esto se trata la Cuaresma!
Algunos creen que hacer estas prácticas es molesto o inconveniente, pero Jesús prometió que su yugo es fácil y su carga es ligera. Además, nos promete que no tenemos que hacer demostraciones de una virtud heroica para ver su gloria; sólo tenemos que aprender a acercarnos a su lado y él se ocupará del resto. Demos, pues, una mirada a la gloria del Señor.
La gloria de Dios en el Israel antiguo. En uno y otro relato del Antiguo Testamento, Dios se manifiesta a su pueblo mediante “teofanías”, es decir, una impresionante demostración de esplendor y magnificencia. La historia de Moisés es un ejemplo clásico de esto.
Moisés acababa de sacar a los israelitas de Egipto y llevarlos al desierto, donde se preparaban para iniciar su larga travesía hacia la Tierra Prometida. Pero Dios quiso explicarles claramente que ellos no viajaban solos y le dijo a Moisés que construyera una tienda sagrada, “la tienda del encuentro,” donde permanecería la presencia del Señor. Dentro de esta tienda había un lugar interior, muy sagrado, llamado el “Lugar Santísimo”, donde se guardaba el Arca de la Alianza.
Las Escrituras dicen que cuando construyeron el Lugar Santísimo, “una nube del Señor” se posó sobre la tienda del encuentro. Cada vez que la nube del Señor se movía, el pueblo levantaba el campamento y reanudaba su travesía siguiendo la guía de la nube. Cuando la nube se detenía, el pueblo instalaba allí el campamento. Y cuando construyeron el Lugar Santísimo, la gloria del Señor lo llenó, siendo su presencia tan poderosa que ni siquiera Moisés podía entrar en él (Éxodo 40, 34-35).
Generaciones más tarde, mucho tiempo después de que los israelitas se habían establecido en la tierra prometida, el Rey Salomón edificó un enorme y espléndido Templo al Señor. Cuando hubo finalizado, congregó a toda la comunidad y mandó a los sacerdotes que trajeran el Arca de la Alianza al Templo en medio de alegres cánticos y hermosa música de alabanza a Dios (1 Reyes 8, 5-11). Entonces la gloria del Señor llenó el Templo y nuevamente la presencia de Dios era tan intensa que los sacerdotes no podían seguir oficiando sus sacrificios. ¡La gloria de Dios era tan maravillosa que su omnipotencia era aplastante!
Pero la historia de los israelitas no fue sólo una marcha ininterrumpida de maravilla tras maravilla. A principios del siglo VI antes de Cristo, el pueblo se había apartado tanto del Señor, que Dios permitió que el ejército de Babilonia conquistara su tierra y los enviara al exilio. Pero en medio de la derrota y la adversidad, Dios les dijo que su cautiverio terminaría pronto y los llevaría de regreso a su tierra. Por eso, el profeta anunciaba a grandes voces: “Preparen el camino del Señor… entonces se revelará la gloria del Señor” (Isaías 40, 3. 5) Y así sucedió. El pueblo fue autorizado a regresar a su tierra y reconstruir sus casas. Por eso, ellos esperaban que se cumplieran las promesas.
Jesús: La gloria de Dios en persona. Pero cuando la gloria del Señor realmente se manifestó en el mundo era muy distinta a lo que los israelitas habían experimentado antes y esperaban ver ahora, porque la gloria del Señor era una persona: Jesucristo de Nazaret.
En lugar de ser un magnífico espectáculo de esplendor y majestad, Jesús reveló la gloria de Dios naciendo humildemente como un indefenso bebé, dedicándose más tarde a curar a los enfermos y liberar a los atormentados. Cenó con los pecadores asegurándoles que Dios no los condenaba y exhortándoles a renunciar al pecado, y atendió con amor y compasión a los indefensos y marginados. Realizó grandes milagros —claro que sí— pero los hizo para socorrer a los enfermos, los indefensos y los rechazados; no fueron hechos prodigiosos para complacer a los de elevada condición ni a los poderosos. Como lo dijo el profeta: “No tenía belleza ni esplendor, su aspecto no tenía nada atrayente… lo despreciamos, no lo tuvimos en cuenta” (Isaías 53, 2, 3).
De todos modos, Jesús demostró la gloria de Dios de una manera nueva pero inequívoca. Era una gloria oculta, velada para los arrogantes y quienes exigían una serie interminable de señales; pero los humildes y los que realmente creían vieron que Cristo traía al mundo nada menos que “la fuerza y la sabiduría de Dios” (1 Corintios 1, 24).
Finalmente, como gran paradoja, Jesús hizo presente su gloria permitiendo que lo clavaran en la cruz para salvar a los pecadores, es decir, nosotros, los humanos. Jesús pasó toda su vida glorificando a su Padre y cumpliendo la misión salvadora que Dios le había encomendado (Juan 17, 4). Ahora, en este episodio final, Cristo puso claramente delante de nuestros ojos la manifestación patente del infinito amor de su Padre.
En efecto, en la cruz, nos reveló una gloria nacida de la humildad. De esta forma expresaba claramente que Dios nos amaba tanto que estuvo dispuesto a entregar a su Hijo único, a fin de que ningún ser humano pereciera por sus pecados, sino que tuviera la vida eterna (Juan 3, 16). Jesús sufrió el dolor, la humillación y la muerte en la cruz para que los fieles llegáramos un día al cielo y compartiéramos su gloria para siempre (Efesios 2, 6). ¡Sí, efectivamente, la cruz de Cristo es la demostración suprema de la gloria del Señor!
Un nuevo templo del Señor. En el Antiguo Testamento, la gloria de Dios llenó el Templo de Jerusalén. En los evangelios, el propio Jesús vivió entre nosotros como la gloria de Dios. Su cuerpo era el “lugar santísimo… una tienda, que no estaba hecha por mano de hombre, ni pertenecía a esta creación” (Hebreos 9, 12), porque “Dios quiso que en Cristo habitara toda la plenitud” (Colosenses 1, 19).
Pero entonces, algo notable ocurrió en la Última Cena: Jesús prometió que él mismo permanecería en sus fieles (Juan 15, 4). Incluso nos dio su propio Cuerpo y su Sangre, de modo que siempre recordáramos que él vive en nosotros. Jesús ha hecho de cada uno de nosotros un templo de su divina presencia; ha hecho que toda su Iglesia sea “el templo santo en el Señor” (Efesios 2, 21). Gracias a Jesús, los fieles estamos llenos de la gloria de Cristo.
Cuando Salomón vio que la gloria de Dios llenaba el Templo como una densa nube, se sintió encantado y exclamó: “Señor, la casa que te he construido con magnificencia será tu morada” (1 Reyes 8, 13). Esto es lo que nosotros también queremos ser: templos del Espíritu Santo, porque efectivamente Dios vive en nosotros (1 Corintios 3, 16 y 6, 19). Así pues, durante esta santa temporada de Cuaresma, todos podemos ser como Salomón: dedicar nuestro cuerpo y alma para que sean “una morada magnífica” y digna del Señor, un santuario vivo en el cual Dios se complazca en habitar. En efecto, los fieles podemos recibir la gloria del Señor y manifestarla a nuestros familiares, amigos y conocidos.
Esta no es una tarea imposible. El propio Señor nos asegura que su yugo es fácil y su carga es ligera (Mateo 11, 30) y por eso nos invita diciéndonos: “Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio” (Mateo 11, 28). Bueno, es cierto que el “templo” de nuestra persona donde habita el Señor tiene ciertos “desperfectos” y necesita “reparaciones”, pero los cimientos son sólidos y fuertes porque la casa está fundada sobre la roca, que es Cristo. En algunos casos, el templo necesita reparaciones más profundas, un trabajo estructural, pero has de recordar que Jesús no es un constructor común ni ordinario y que tú eres un templo no construido por manos humanas, sino por Dios mismo.
Todo lo puedo en Cristo. Los psicólogos dicen que para promover una personalidad dinámica y vigorosa es muy provechoso fijarse objetivos altos, es decir, propósitos difíciles que quisiéramos llegar a ser o hacer, y repetirse constantemente afirmaciones positivas. También añaden que, aun si no alcanzamos estos elevados objetivos, llegaremos más lejos en el camino que si no nos fijáramos propósitos específicos o nos limitáramos a sobrevivir día a día.
Entonces, ¿por qué no te fijas ciertos objetivos valiosos para esta Cuaresma? Por ejemplo, hazte el propósito de ir a Misa más a menudo; reza y medita en la Escritura cada día, o dedica más tiempo a tu oración diaria, tal vez reduciendo el tiempo que dedicas a las redes sociales. Hazte el propósito de hacer un ayuno espiritual, o sea, privarte de las actitudes de cólera o impaciencia y de creerte justo o perfecto.
Al mismo tiempo, cada día puedes repetir afirmaciones positivas, como las siguientes: “Yo soy hijo de Dios; soy su templo santo y él vive en mí.” Convéncete de estas verdades: “Yo puedo hacer todas las cosas en Cristo, que me fortalece” (Filipenses 4, 13), y “Yo he sido creado para ver la gloria, la majestad y la magnificencia de Dios.”
Queridos hermanos, en efecto, tú y yo recibimos de Dios la vida para ver y experimentar la gloria de nuestro Padre. ¡Esta es nuestra principal herencia! Haz un acto de fe y recibe en esta Cuaresma este valiosísimo regalo que Jesús ha dado generosamente a todos sus fieles.
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