La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Febrero 2012 Edición

Conflictos en Corinto

La defensa de un apóstol

Conflictos en Corinto: La defensa de un apóstol

A todos nos impresionan los santos, por ejemplo, nos fas­cina la manera en que San Francisco de Asís aceptaba la pobreza; la Madre Teresa y su dedicación a Cristo nos resultan profundamente conmovedoras, y por supuesto la Virgen María, que vivió a la perfección su propia plegaria: “Que Dios haga conmigo como me has dicho” (Lucas 1,38).

Pero nuestra lista de santos pre­feridos no estaría completa si no añadiéramos el nombre del Apóstol San Pablo. ¿Hay alguien aparte de la Virgen María que haya tenido más influencia en la Iglesia que este incan­sable misionero? Sus cartas fueron cruciales para la formación y orga­nización de la Iglesia; su dramática conversión, en la que pasó de per­seguidor iracundo a evangelizador infatigable, ha llegado a ser en realidad legendaria, y su heroísmo ha sido un modelo y ejemplo para muchísimos sacerdotes, evangelizadores y misio­neros a través de los siglos.

Pero entre sus numerosas cartas y enseñanzas, hay una que parece des­tacarse en forma especial: la Segunda Carta a los Corintios, en la cual no encontramos grandes planteamientos teológicos y muy pocas exhortacio­nes a llevar una vida moral. Es, más bien, una carta muy personal, en la cual el apóstol dedica mucho tiempo a describir su propia vida, mientras trata de defenderse de un grupo de opositores a quienes denomina “fal­sos apóstoles” (2 Corintios 11,13).

Incluso su autodefensa es poco usual. En lugar de presentar una nutrida lista de aptitudes y realiza­ciones, Pablo prefiere hablar de las dificultades y sufrimientos que le ha tocado pasar por el Evangelio. Él mismo se presenta como nada más que una vasija de barro, pero una vasija especial, porque lleva en su interior una gran “riqueza”, nada menos que el tesoro de la presen­cia de Jesucristo, nuestro Señor, “imagen viva de Dios” (2 Corintios 4,4-7). Usando esta novedosa analo­gía, Pablo pudo defenderse sin tener que llamar demasiado la atención sobre sí mismo.

Los “falsos apóstoles”. Si pen­samos en lo que sucedía en la comunidad cristiana de Corinto, podemos comenzar a entender qué fue aquello que llevó a Pablo a escri­bir esta carta tan personal y emotiva. El apóstol permaneció 18 meses en la ciudad (entre los años 49 y 51 d.C.), evangelizando, enseñando y organi­zando la iglesia. Pero tras su partida, llegaron unos elementos foráneos que sin autorización comenzaron a ense­ñar un evangelio diferente del mensaje que Pablo había proclamado.

Y como si esto fuera poco, estos fal­sos apóstoles se dedicaron también a destruir el prestigio personal de Pablo, hablando de sus defectos, criticando de su apariencia física y censurando su estilo de predicar. Decían que sus “cartas son duras y fuertes, pero que en persona no impresiona a nadie, ni impone respeto al hablar” (2 Corintios 10,10), mientras ellos se jactaban de sus supuestas experiencias místi­cas e incluso presentaban cartas de recomendación haciendo alarde de sus propias calificaciones, cosas que Pablo evitó hacer precisamente para no aparecer como jactancioso (3,31­3; 11,1-7; 12,1-4).

Estos intentos por desacreditar sus enseñanzas y los ataques sobre su reputación personal fueron devasta­dores para el apóstol y por eso decidió responder y salir en defensa propia a fin de poder resguardar el Evangelio y la Iglesia. Sabía que si nadie ponía freno a estos falsos apóstoles, una gran cantidad de gente terminaría siguiéndolos a ellos y la iglesia de Corinto acabaría en ruinas.

Una situación delicada. Pablo se encontraba en una situación bastante delicada. Por una parte, sabía que tenía que defenderse por el bien de la Iglesia; pero por otra, no quería glo­riarse ni llamar demasiado la atención sobre sí mismo.

Entonces, ¿cómo fue que manejó la situación? Lo hizo como un maestro. Les dijo a los corintios que él no era más que un servidor humilde e imper­fecto; pero aun cuando era una vasija de barro, llevaba en su interior un gran tesoro y ese tesoro era lo que él anun­ciaba. Tal vez no era tan refinado en su apariencia ni en su presentación personal, como los falsos apóstoles, pero su mensaje era más que sufi­ciente para compensar cualquiera de sus deficiencias personales.

Jesucristo era el tesoro, y Pablo era solamente un servidor sencillo y limi­tado. Naturalmente, el apóstol sabía que poseía ciertos dones y talentos; pero también sabía que Dios quería que los usara para edificar la Iglesia, no para engrandecer su propio ego. De modo que si había otros que tra­taban de convencer a los corintios de desentenderse del mensaje que Pablo predicaba por no ser él un orador muy elocuente o porque su apariencia no parecía tan cuidadosa, esta carta les hizo pensar y reflexionar con más sinceridad. En realidad esta misma verdad se aplica todavía a todos los creyentes. Por ineptos que sean algu­nos de los mensajeros auténticos de Cristo, el tesoro que llevan es glorioso y perfecto.

Transformado por su gloria. ¿Cómo fue que Pablo llegó a la conclu­sión de que él era solamente un vaso de barro y que el verdadero tesoro era el Señor? ¿Cómo llegó a comprender tan claramente su necesidad de enfo­car su atención solamente en Jesús y no en sí mismo? La respuesta yace en lo que había sucedido antes, en el momento de su conversión. El dra­mático encuentro que tuvo Pablo con Jesús, cuando se dirigía a Damasco, le cambió la vida por completo y para siempre. Como un relámpago, se le abrieron los ojos y pudo ver la gran­deza y la gloria de Cristo, y a la vez reconocer sus propios defectos y debi­lidades. Ahí se dio cuenta de que al perseguir a la Iglesia naciente, en rea­lidad estaba persiguiendo al propio Cristo. Sin duda alguna, la experien­cia de su conversión le hizo ver que Jesucristo era Dios, y que él no era más que un mero ser humano.

Es muy grande la tentación de poner a San Pablo en un pedestal por la memorable experiencia de con­versión que tuvo, pero eso sería un error. Él no fue el único que experi­mentó la presencia del Señor de una manera tan impresionante. Moisés temblaba de miedo y escondía el ros­tro cuando se encontró con Dios en la zarza ardiente (Éxodo 3,6). El pro­feta Isaías cayó de bruces cuando vio al Señor y exclamó “¡Ay de mí, voy a morir!” (Isaías 6,5). Ezequiel no atinó a nada sino a caer postrado cuando vio al Señor (Ezequiel 2,1; 3,23). Y cuando Pedro, Santiago y Juan pre­senciaron la Transfiguración de Jesús y escucharon la voz de Dios, también ellos cayeron a tierra temblando de miedo (Mateo 17,6).

En realidad, estas asombrosas experiencias no están limitadas a estos héroes de nuestra fe. El Señor quiere que todos tengamos vivencias similares cuando lleguemos a encon­trarnos en su presencia; quiere que abramos los ojos del corazón para ver su gloria y majestad; quiere darnos a conocer su amor y su misericordia, y mientras más los experimentemos, más nos hará caer de rodillas y entre­garle nuestra vida en sus manos, como lo hizo San Pablo. El Señor quiere mostrarnos que realmente llevamos un tesoro espléndido y valiosísimo en nuestro interior.

Cristo en ustedes. Al igual que San Pablo, todos estamos llamados a propagar el Evangelio; estamos invi­tados a dar a conocer lo que hemos experimentado de Jesús e invitar a otras personas a que lo reciban en su corazón. También estamos llama­dos a servir a los pobres, los ancianos y los enfermos; e incluso a demos­trar nuestro repudio a la inmoralidad desenfrenada que existe en el mundo actual, y todo esto hemos de hacerlo con amor, respeto y mansedumbre (1 Pedro 3,15-16).

Es posible además que, al igual que San Pablo, seamos objeto de comentarios negativos o incluso ofensivos en algunas ocasiones. Hay quienes se burlarán de nosotros cuando hagamos demostraciones en contra del aborto o de la inves­tigación con células madres. Tal vez alguien de nuestra parroquia hable negativamente de nosotros a nuestras espaldas, e incluso quizás nuestros propios hijos pongan a prueba nues­tra fe cuando nos recuerden que no somos ejemplos vivos de cómo se vive el Evangelio.

Y para empeorar aún más las cosas, es posible que Satanás trate de ten­tarnos a sentirnos cohibidos cuando encontramos resistencia u oposición y tal vez instigue la duda en nuestra mente susurrándonos: “¿Para qué sir­ves al Señor si esto es lo que sacas?” “Ya tienes bastantes problemas y tensiones en la vida, ¿por qué no te preocupas de ti mismo?” A veces tam­bién nos incita a responder con la dureza o la impaciencia propias de la naturaleza humana.

En medio de todo esto, Jesús nos pide que no dejemos de ser fieles, que sigamos avanzando y construyendo su Iglesia, y nos insta a mantener en alto la fortaleza, la fidelidad y la valentía, sin perder la paz ni la alegría y recha­zar la tentación de desistir de nuestro empeño, especialmente cuando nos parece que nadie nos entiende o cuando nos atacan.

Pero ¿cómo podemos hacerlo? Podemos hacerlo teniendo siempre presente el magnífico tesoro que lle­vamos en el interior: “Cristo, que está en ustedes y que es la esperanza de la gloria que han de tener” (Colosenses 1,27) y repitiendo con San Pablo: “Por eso no nos desanimamos. Pues aunque por fuera nos vamos deterio­rando, por dentro nos renovamos día a día” (2 Corintios 4,16).

Considera el recipiente. La forta­leza de San Pablo procedía tanto de su experiencia inicial con el Señor, como de su vida de oración, que siempre fue profundizando, y de su entrega total a Dios: siempre mante­nía vivo el recuerdo de su conversión, y dejaba que el Espíritu Santo llevara esta experiencia suya hacia nive­les nuevos y más profundos de fe y entendimiento a medida que pasa­ban los años.

Queridos hermanos, a esto hemos sido llamados también los cristianos de hoy. Jesús es el tesoro más valioso que existe y lo llevamos en nuestro corazón. El Señor quiere que lo sepa­mos y quiere llenarnos más y más de su propia vida y amor, a pesar de que somos meras vasijas de barro, hasta que lleguemos a convencernos de que Aquel que está en nosotros es más fuerte que el que está en el mundo.

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