Cómo defender nuestra fe
Algunas razones por las cuales los católicos se inhiben de defender su fe
Por: Alejandro Bermúdez
Muchas veces —y con razón— los católicos nos sentimos agredidos en nuestra fe en variados medios de la vida pública a través de leyes injustas que van en contra de nuestros valores, a través de burlas y ridiculizaciones de nuestra fe en los medios de comunicación, o por medio del desprecio que muestran algunos ámbitos académicos hacia nuestra fe; es decir, aquellos que consideramos “cultos”.
Los católicos sentimos, con mucha razón, que debemos hacer algo, pero no sabemos bien qué hacer.
En mi experiencia con católicos de habla hispana de muchos lugares, he descubierto que, aunque la falta de ideas o de recursos puede ser un problema, la razón principal por la que no defendemos nuestros valores en el ámbito público es una “enfermedad” muy común: el miedo. Recordemos este pasaje del Génesis: “(Adán) le respondió: ‘Oí tus pasos en el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo, y me escondí.’ Entonces le dijo Dios: ‘¿Y quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?’’’ (Génesis 3, 11-12).
Este es un dato importante que los católicos no deberíamos pasar por alto: en el libro del Génesis la primera evidencia que Dios tiene de que el hombre ha caído es el miedo. Es decir, la primera evidencia de la caída de la humanidad es el miedo.
Quiero por eso proponer un asunto a la atención del católico de hoy, especialmente ante el desafío de la vida pública: que el miedo no es solo un problema real, sino que es el obstáculo más grave e inmediato; y al que no le hemos prestado suficiente atención. Y quisiera proponer este tema desde la perspectiva práctica de mi experiencia con múltiples hermanos y comunidades católicas.
El lema del Beato Juan Pablo II. Si nos pidieran escoger una frase-consigna que caracterice al Beato Juan Pablo II y poder resumir así su colosal pontificado, que prácticamente cubrió todo tema imaginable en la vida de la Iglesia y del mundo, diríamos que fue la frase que constantemente repetía: “No tengáis miedo.”
¿Por qué el pontificado que marcó el ingreso de la Iglesia al Tercer Milenio, con esta frase refrendada por el Papa Francisco de la “nueva evangelización”, escogería esta frase? Creo que la respuesta podemos encontrarla si volvemos a leer un pasaje muy conocido del Evangelio: la parábola de los talentos. Todos conocemos la parábola, pero temo que con frecuencia se nos escape un detalle importante: la profunda reflexión que ella propone sobre el miedo y sobre lo que Dios espera de nosotros al respecto.
Cito la última parte de la parábola: “Finalmente se acercó el que había recibido un talento (digamos “un millón”) y le dijo: ‘Señor, yo sabía que eres un hombre duro, que quieres cosechar lo que no has plantado y recoger lo que no has sembrado. Por eso tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo’. El señor le respondió: ‘Siervo malo y perezoso. Sabías que cosecho lo que no he plantado y recojo lo que no he sembrado. ¿Por qué, entonces, no pusiste mi dinero en el banco, para que, a mi regreso lo recibiera yo con intereses?’” (Mateo. 25, 24-27).
La Tradición llama a este obrero “perezoso” o a veces “temeroso”, de manera que se establece una interesante relación entre la pereza y el miedo, que se unen en el vicio espiritual que llamamos “acedia”, y que el sabio jesuita uruguayo padre Horacio Bojorge llama “la enfermedad espiritual de nuestro tiempo.”
En este pasaje vemos un hecho curioso: el carácter insultante de la respuesta del obrero temeroso, que califica al patrón de ser un hombre duro e injusto, añadiendo que por eso tuvo miedo y prefirió enterrar la moneda.
Pero la respuesta del señor de la parábola, que es la respuesta de Dios, curiosamente no se detiene en la ofensa, sino que la utiliza para desafiar al cobarde: “Si sabías que yo cosecho y recojo… ¿Por qué, entonces, no pusiste mi dinero en el banco?”
En otras palabras, Dios nos dice: Si vas a tenerle miedo a alguien, ténmelo a mí, ten miedo del Juicio de Dios, preocúpate de la opinión de Dios, de cumplir los estándares de Dios. Es decir, el mensaje de este pasaje evangélico es que si el católico se deja llevar por el miedo —porque al fin y al cabo el miedo es una realidad inevitable en nuestra situación posterior al pecado original— a quien ha de tenerle miedo es sólo a Dios y al juicio de Dios.
Todo otro miedo es indebido, es consecuencia directa del pecado, expresión del pecado, cuando no una contribución, usualmente por omisión, al mal que existe en el mundo.
Quisiera señalar ahora algunas manifestaciones de este miedo indebido del católico, y razonamientos basados en mi experiencia, que por tanto pueden ser incompletos.
La justificación. Algunos tienen la convicción de que somos nosotros, los católicos, los que debemos siempre justificarnos. Es una idea irracional que podríamos calificar de “complejo de inferioridad” del católico. Consiste en la creencia de que es el católico quien debe siempre explicar su fe, y no que son los miembros de otras religiones, los agnósticos o los anticatólicos los que tienen que sustentar su propia posición.
Si somos católicos es porque creemos que lo que la Iglesia enseña como sacramento de salvación fundada por Jesucristo, es verdad; y por tanto, quien no está en plena comunión con la Iglesia, está en algún grado de error. Esto puede resultar ofensivo o políticamente incorrecto para algunos; pero no debería serlo porque la lógica es muy sencilla: ¿Por qué sería yo católico —con todas las exigencias y desafíos del caso— si no creyera que lo que dice el Señor, que lo que dice la Iglesia, es verdad?
Quien no puede vivir según esta sencilla lógica, simplemente no puede ser católico. Podrá declararse simpatizante o interesado, pero no católico.
Una vez descubierta esta lógica, el católico debe comprender que es él quien debe hacer las preguntas. Si nos lanzan lo que yo llamo “argumentos-garrote” (que realmente no pretenden aclarar situaciones, sino amedrentarnos) como “¿Y qué dices de la Inquisición o las cruzadas?” “¿Y de los casos de pedofilia de los sacerdotes?”, debemos responder “¿Qué hay con la Inquisición o con las Cruzadas? ¿En qué cambia la infidelidad de algunos sacerdotes la verdad del mensaje de Jesucristo?”
Es claro que debemos ser capaces de dar razones de nuestra fe, especialmente en este Año de la Fe, pero no somos nosotros los que debemos justificar nuestra fidelidad a Cristo o a la Iglesia. Justificarse no es dar razón de la fe; es sólo una defensa inútil que les confirma a nuestros interlocutores que ellos son quienes tienen el derecho absoluto de hacer las preguntas.
La preparación. Es generalizada la creencia de no estar “suficientemente preparados”. Sin duda existe un gravísimo desconocimiento de la fe entre los católicos de hoy. Creo firmemente que uno de los problemas más serios de nuestra era en la Iglesia es el colapso de la catequesis. La consecuencia de ello es que hay una mayoría de católicos que no tienen una idea clara de lo que significa ser católico. Esta ignorancia contribuye a la forma de miedo que ya había mencionado, el “complejo de inferioridad” del católico.
Y lo peor de todo es que los católicos contamos con un recurso de oro: el Catecismo de la Iglesia Católica. Al respecto, los católicos debemos sacar el máximo provecho del Año de la Fe, que concluirá en noviembre de este año. Entre muchas razones, por la invitación a conocer en serio nuestra fe.
Dicho esto, aún me sorprende el número de católicos que, como consecuencia en parte del “complejo de inferioridad” que en general sufren, creen que necesitan un conocimiento enciclopédico, el manejo de todos los posibles argumentos apologéticos o haber seguido todos los posibles cursos de formación para recién aventurarse al anuncio y testimonio de la fe en el ámbito público.
En el fondo, esta es la intelectualización del miedo; es una idea errada que se manifiesta en otro ejemplo: lo que decía una persona cada vez que trataban de animarla a salir a invitar a gente del barrio a venir a Misa como parte de una misión parroquial. Esta persona argumentaba: “Yo no tengo miedo, sino un poco de inseguridad de no saber lo suficiente, de no estar preparada por si me hacen una pregunta que yo no sabría cómo responder.” La persona asistió a todos los cursos de formación que la parroquia brindaba… ¡Y nunca salió a invitar a la gente a Misa porque nunca se sintió “preparada”!
Este tipo de temor se cura sólo con la valentía de la gracia, que nos lleva a sobrellevar el miedo, es decir, aceptar que el miedo tenga todas sus posibles consecuencias psicológicas y somáticas —sudor frío, temblor, sequedad de la boca, etc.— pero estas cosas no deben impedirle al cristiano hablar y decir lo que deba decir cuando lo deba decir.
Temor al rechazo. A nadie le gusta ser rechazado. Este temor puede llevar a lo que los clásicos espirituales llaman “prudencia de la carne”, que es una “astucia y sagacidad para el mal” y la habilidad mental para justificar, con razones supuestamente cristianas, el no dar el testimonio ni defender la causa que nos toca.
El católico debe recordar que, como lo advirtió el Maestro, el mundo nos odia; y que no existe ninguna estrategia o “técnica” que garantice una presencia católica en la vida pública libre del sufrimiento que Jesucristo nos anunció.
Estos desafíos, aunque preocupantes, son posibles de superar; pues el sentido de misión, el deseo de anunciar el Evangelio que arde en nuestros corazones, y muy especialmente, la gracia de Dios, son un poderoso antídoto.
Concluyo recordando las palabras del Beato Juan Pablo II en el discurso inaugural de su pontificado: “¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de recibir a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Ayudad al Papa y a todos los que quieran servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a toda la humanidad! ¡No tengáis miedo! ¡Abrid, y aun de par en par, las puertas a Cristo!”
Alejandro Bermúdez es conductor del programa “Cara a Cara” en el canal católico de televisión EWTN y director de la agencia católica de noticias Aciprensa.
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