La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Julio/Agosto de 2019 Edición

Cielos abiertos, corazones abiertos

La promesa del “intercambio divino”

Cielos abiertos, corazones abiertos: La promesa del “intercambio divino”

Sabemos que Dios nos ha creado con la capacidad y el potencial de conocerlo en forma personal e íntima. También hemos estado diciendo que esta capacidad comprende el don de recibir la revelación del Espíritu Santo. Por supuesto, esto no es parte de nuestra contextura física; no es algo que se vea en una radiografía o en una tomografía por resonancia magnética. Así que, aunque esta capacidad nos parezca un poco vaga, la historia de la Iglesia está llena de relatos de personas que tuvieron una clara experiencia del amor y la paz de Dios; está llena de personas que lograron que la Sagrada Escritura cobrara vida para ellas, porque el Espíritu se las fue revelando.

A través de la historia aprendemos que, cuando Dios se nos revela, no es solo información lo que nos prodiga, y no se limita a decirnos cosas acerca de su amor o sobre la doctrina cristiana. Su revelación es una experiencia personal de él mismo que florece en el corazón del creyente. Es la comuniciación de su vida y su amor de una forma que nos cambia y nos lleva a asemejarnos más a él.

Ahora que hemos visto algunos de los principales medios por los que Dios nos habla —la creación, la Escritura y la Tradición— veamos cómo podemos hacer nuestra esta gracia de la revelación.

Un intercambio divino. Mira, yo estoy llamando a la puerta; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos. (Apocalipsis 3, 20)

Esta es probablemente una de las revelaciones más importantes y dramáticas que Dios nos ha hecho: Jesucristo, el eterno Hijo de Dios, quiere entrar en nuestra vida y participar activamente en ella, y para eso está llamando a la puerta del corazón de cada uno, deseoso de que lo invitemos a pasar.

La idea de abrirle al Señor la puerta del corazón tal vez nos parezca un poco sentimental, algo como para “sentirse bien” que en realidad no tomamos muy en serio. Pero si reflexionamos en esta idea, veremos que hay formas específicas en las que podemos abrir la puerta y que hay resultados específicos que podemos esperar si lo hacemos.

Para ayudarnos, pensemos en un “intercambio divino” entre Dios y los fieles. Este concepto nos dice que Dios derrama su gracia y sus bendiciones con abundancia sobre sus fieles a cambio del tiempo que pasamos con él en oración o cuidando a las personas que son parte de nuestra vida.

Cuando uno compra algo, lo que hace es intercambiar dinero por un producto del mismo valor. Claro, eso nos parece lógico y justo, porque nadie pagaría 500 dólares por una bolsa de manzanas, como tampoco vendería un computador por dos dólares.

Pero cuando el intercambio se hace con Dios, no puede hacerse una comparación de valores equivalentes. Si tú le das solo quince minutos al día en oración, él tomará ese poco de tiempo y te lo devolverá multiplicado en bendiciones por un valor 60 o 90 veces superior. Si le das a un mendigo apenas un par de monedas y una sonrisa, tendrás la recompensa de encontrarte con el propio Jesús en esa persona.

Así de maravilloso es este intercambio divino. Dios nos recompensa inmensamente cada vez que rezamos y cada vez que damos de nosotros mismos a otros en su nombre. En cierto sentido, la oración, la obediencia y los actos de servicio que hagamos son formas en que podemos “abrir la puerta” e invitar al Señor a entrar. Y cada vez que la abrimos, Jesús entra y nos colma con una porción de gracia aún mayor. Sus dones superan con mucho nuestras pequeñas ofrendas de tiempo y de talentos.

El intercambio divino en acción. La historia nos habla de un joven del siglo XIII en Italia que disfrutaba mucho de los lujos y las finezas de la vida. Iba siempre a la moda y entonaba canciones que exaltaban a unos valientes caballeros andantes en brillantes armaduras que rescataban a damiselas en peligro. Todo era muy romántico. Pero un día, mientras iba cabalgando, se encontró con un hombre que sufría de lepra. “El encuentro con los leprosos me producía unas náuseas enormes —confesó el joven más tarde— pero luego Dios mismo me condujo a hacerles compañía y sentí compasión por ellos.”

El joven bajó del caballo, besó al hombre y le ofreció algo de dinero. En ese momento, el leproso desapareció y el corazón del joven cambió para siempre. “Aquello que me parecía amargo se transformó en dulzura para mi cuerpo y mi alma.” Este joven era Francisco de Asís, y ese encuentro con el leproso fue la clave de su conversión.

Esta historia de San Francisco es una hermosa ilustración del intercambio divino. Cuando demostró un poco de compasión al leproso, Francisco dio un pequeño paso de obediencia al mandamiento de Dios de amar al prójimo como a uno mismo. Y a cambio de ello, el Señor lo llenó de dulzura en su cuerpo y su alma. Fue el mismo Dios que se le reveló a Francisco en el leproso, y la gracia personificada en esa revelación impulsó al joven no solo a entregarle su vida al Señor, sino a empezar a convivir con los pobres e iniciar un movimiento que transformó la Iglesia para siempre.

Pensemos también en San Pedro. Era un pescador que vivía junto al Mar de Galilea. Pero un día apareció Jesús y le pidió que separara el bote un poco de la orilla para que él pudiera hablar a la gente que se iba congregando. Después de proclamar su mensaje a la multitud, Jesús le dijo a Pedro que echara sus redes para pescar. Pedro lo hizo, no sin antes protestar porque ya lo había intentado sin pescar nada. Quizás pensó “Bueno, ¿qué puedo perder?” Y cuál no sería su sorpresa al ver que las redes se llenaron de tantos peces que casi se rompían. Obviamente, ¡Jesús no era un predicador cualquiera!

Pero ese fue nada más que el inicio de la experiencia de Pedro con el intercambio divino. Cuando regresaron a la orilla, Pedro cayó de rodillas delante de Jesús y exclamó: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” (Lucas 5, 8). Se dio cuenta de que no merecía estar en presencia de alguien tan santo. Pero Jesús no le hizo caso, y más bien lo nombró su apóstol principal y le encargó liderar toda la Iglesia. ¿Te das cuenta aquí del intercambio? Pedro dio un pequeño paso de fe, Jesús lo aceptó y le dio a Pedro toda una nueva vida a cambio. Le otorgó una vida de alegría y libertad del pecado; una vida de intimidad con Dios y la promesa de la vida eterna en el cielo. Todo esto porque Pedro obedeció y echó sus redes.

Los dos santos que hemos citado, Pedro y Francisco, nos dicen que Dios está dispuesto a darnos “mucho más… que todo cuanto podemos conocer” (Efesios 3, 19-20) si solo le abrimos la puerta aunque sea un poco. Ellos, junto a otros miles de santos y héroes de la fe, nos muestran que nadie puede nunca superar a Dios en generosidad.

Un intercambio en oración. Pero no solamente los santos experimentan el intercambio divino. La promesa es para todos los fieles. Jesús quiere que todos experimentemos este intercambio divino, y una de las mejores formas de iniciarlo es haciendo oración. Por ejemplo, repasemos la forma en que rezamos el Rosario.

Hay dos formas diferentes en que podemos rezar los Ave Marías en cada decena. Podemos limitarnos a simplemente repetir diez veces las palabras de la oración, o bien podemos hacerlo tratando de abrir la puerta del corazón. Si quieres convertir tu rosario en una invitación a Jesús, tendrás que hacer algo más que recitar. Es necesario hacer una pausa y reflexionar en cada misterio. Es el acto de imaginarse la presencia de Dios el que abrirá la puerta de tu corazón. Si rezas lentamente, repasando en tu imaginación lo que describe cada misterio, le estarás pidiendo al Espíritu Santo que abra tus ojos y te ayude a contemplar más profundamente lo que experimentó el propio Cristo , y al mismo tiempo le estarás dando al Espíritu la oportunidad de mostrarte cómo ese misterio puede mover tu corazón para amar a Dios cada vez más.

De la misma manera, cuando leas la Biblia, puedes simplemente limitarte a leer un capítulo, o puedes ir avanzando despacio, frase por frase, pidiéndole al Espíritu Santo que te muestre cómo ese pasaje se aplica en tu vida. Incluso puedes pedirle que te conceda comprender algo de sus propios pensamientos y deseos conforme lees. En el intercambio divino, el Espíritu Santo te iluminará, tal vez con alguna nueva percepción de Jesús, tal vez con un sentido más profundo de cuanto te ama Dios, o tal vez con el sentido de salir y hacer algo concreto, como tratar de reconciliar una amistad interrumpida o demostrarle a tu esposo o esposa un poco más de afecto y atención.

¿Cómo podemos saber cuándo se produce el intercambio divino? Por lo general, podemos darnos cuenta cuando percibimos algo del amor o la misericordia de Dios en algún suceso determinado; o podrías darte cuenta de que sientes más amor a Jesús y deseo de alabarlo y darle gracias, o bien podrías encontrarte actuando de manera diferente, siendo más paciente, más alegre o más amable.

¡Vengan y beban! Nosotros no somos diferentes de los apóstoles y los santos. Ellos también se sintieron tentados a limitar o reducir la vida que Dios quería que llevaran; pero continuaron abriendo la puerta e invitando a Jesús a entrar. Ese era su secreto, y puede ser el nuestro también.

El Señor anhela transformarnos para pasar de lo corruptible a lo incorruptible, de lo natural a lo espiritual (1 Corintios 15, 53-55), y cada día representa una nueva oportunidad para abrir la puerta y pedirle a él que lo haga; cada día es una nueva oportunidad para experimentar el intercambio divino y ver cómo Jesús puede transformar nuestro corazón. Cada día el Señor nos dice: “Los que no tengan dinero, vengan, consigan trigo de balde y coman; consigan vino y leche sin pagar nada” (Isaías 55, 1). Hermano, te invitamos a que aceptes el ofrecimiento del Señor.

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