Cartas recibidas de casa
El encuentro con Dios en las Escrituras
Muchos santos han escrito acerca del enorme valor de las Escrituras, pero San Agustín es quien posiblemente lo sintetiza mejor: “Las Sagradas Escrituras son las cartas que recibimos de casa.”
Agustín podía hablar por experiencia propia. Su conversión ocurrió después de haber escuchado una voz que le decía “toma y lee” y lo que él veía era la Palabra de Dios. Cuando abrió la Biblia, sus ojos cayeron en un pasaje que le hizo ver directamente la inmoralidad de su vida. Las palabras le llegaron tanto al corazón que sintió que tenía que arrepentirse. Esta “carta recibida de casa” cambió su vida por completo. Aunque nuestra experiencia tal vez no sea tan dramática como la de San Agustín, también podemos experimentar que Dios nos habla de una manera personal a través de la Escritura.
La Biblia es un libro como ningún otro, porque contiene la Palabra de Dios inspirada por el Espíritu Santo, que es capaz de penetrar en el corazón y revelarnos los propios pensamientos e intenciones (Hebreos 4, 12; Romanos 11, 34); atraviesa la densa niebla de la desordenada mente humana natural y proyecta claridad interior para hacernos ver nuestra realidad personal y conocer a Dios y cómo quiere él que vivamos. Lo mejor de todo es que la Palabra de Dios nos recuerda que pertenecemos a la familia de Dios y que nuestro verdadero hogar está en el cielo.
Pero, ¿de qué sirve una carta de casa si nunca la leemos? En este artículo veremos cómo podemos escuchar a Dios que nos habla a través de la Sagrada Escritura y señalaremos algunos medios que nos ayudarán a entender lo que él nos dice en su palabra.
Hacer espacio para la Palabra de Dios. El primer paso es realmente muy sencillo: ¡leerla! Dedica tiempo a leer la Palabra de Dios cada día, aunque por diversas razones eso puede no ser tan fácil. La vida suele ser muy ajetreada y es difícil encontrar un lugar y tiempo propicios día tras día. Posiblemente nos falte disciplina para mantener una hora determinada, o pedir que alguien nos ayude a impedir las interrupciones. Algunos tal vez lean la Escritura temprano en la mañana; otros en la noche, cuando todo esté tranquilo; otros más posiblemente vayan a una iglesia vacía en la mañana o durante la hora de almuerzo. Cualquier hora es buena para leer, siempre que realmente lo hagamos.
Pero no se trata solo de tener un tiempo y lugar. Para escuchar lo que Dios nos quiera decir, es preciso buscar la quietud y poner atención. Las innumerables obligaciones y tareas que nos preocupan durante el día pueden causar agitación mental e impedirnos percibir el mensaje de Dios, aun cuando tratemos de guardar silencio.
Al parecer, San Agustín también tenía dificultades como éstas, pues escribió lo siguiente:
“Dejemos tiempo a la meditación y al silencio. Recógete en tu interior y aíslate de todo miedo. Vuelve la vista hacia tu interior, donde no hay alboroto ni altercados, donde tienes un retiro tranquilo para tu conciencia... Atiende con calma y serenidad a la verdad para que la entiendas” (Sermón 52, 22).
A veces no sabemos con qué pasaje de la Palabra de Dios podemos empezar a orar, pues hay muchísimas opciones y todas son valiosas. Por ejemplo, uno puede orar con las lecturas de la Misa del día o la del próximo domingo. O bien tomar un Evangelio y leer y reflexionar sobre algunos versículos cada día.
Así pues, hermano, escoge un pasaje e invita al Espíritu Santo a que te ilumine mientras lees el texto. Pídele que te ayude a entender el pasaje y aplicarlo en tu vida. A veces, puede haber una palabra o una frase que te llame la atención de modo especial; otras veces, puedes percibir una sensación de paz o esperanza a medida que lees. También puede ser que comiences a entender algo más acerca de Jesús de una manera nueva. Recuerda que, aun si no oyes nada, Dios está siempre obrando en tu corazón mientras te vas nutriendo de su palabra.
Herramientas para ayudarnos a entender. Los mecánicos y los carpinteros siempre dicen que es preciso “usar la herramienta correcta para cada labor”. ¿Por qué? Porque saben que se puede trabajar con más rapidez, facilidad y eficiencia usando el utensilio, la llave, la sierra o el taladro más apropiado. Los jefes de cocina hacen lo mismo en su trabajo, cuando escogen el cuchillo preciso o la cacerola correcta.
Cuando se trata de escuchar a Dios en la Escritura, hay varios métodos útiles que podemos usar. Veamos cuáles son tres de ellos. Puedes usar el que te parezca más conveniente, pero cualquiera que utilices, recuerda que Dios quiere que tu esfuerzo sea fructífero. El Señor tiene el gran deseo de acompañarte, darse a conocer a través de su palabra y enseñarte a responderle adecuadamente.
Meditación ignaciana. En el siglo XVI, San Ignacio de Loyola, sacerdote español y fundador de la orden de los jesuitas, comenzó a enseñar un modo más personal de leer las Sagradas Escrituras en oración. Para ello formuló varios pasos para usar la imaginación al leer algunas escenas bíblicas y “participar” en ellas.
Todos lo podemos hacer. Lo primero es concentrarse lo mejor que puedas; luego invita al Espíritu Santo a que permanezca a tu lado y te ayude a conocer mejor a Jesús mientras lees la Palabra de Dios. Esta forma de oración ayuda a calmar los pensamientos y deja de lado cualquier distracción.
Selecciona un texto de la Sagrada Escritura y léelo lentamente y con atención, tratando de entender el contexto del pasaje; por ejemplo, dónde y cuándo sucedió el episodio descrito y qué pasó antes y después.
Luego, “observa” en tu imaginación cómo es el lugar donde suceden las cosas: ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué ruidos y movimientos percibes? ¿Qué personas participan, cuáles son sus actitudes y cómo expresan sus impresiones? Pongamos un ejemplo. Si lees el relato de cuando Jesús se acerca a la barca de los discípulos caminando sobre el agua (Mateo 14, 22-33), piensa que tú vas en la misma barca: ¿Cómo se sienten las ráfagas del ventarrón y la fuerza de la lluvia que te golpea la cara en medio de la oscuridad de la noche? ¿Qué están haciendo los demás apóstoles? Visualiza en tu imaginación, por ejemplo, a Pedro que sale de la barca y empieza a caminar sobre el agua y también lo que sucedió después.
Habiendo observado la escena como la imaginaste, háblale al Señor. Cuéntale lo que te haya impresionado más, las emociones que sentiste y, si quieres, pregúntale por qué pasó todo eso y disponte a recibir alguna nueva idea o revelación como respuesta. Esto te puede ayudar a comprender mejor lo sucedido en tu propia vida. Quizás Jesús te esté llamando también a “salir del bote”, pero si dudas de que él te rescate a tiempo, puedes empezar a hundirte. Quizás, en el fondo, dudes de que Dios quiera socorrerte en los aspectos prácticos de tu vida. Sé muy honesto, confía en el Señor y dile lo que sientes.
Por último, permanece tranquilo y en silencio tratando de percibir algo que él te quiera decir. Si lo deseas, puedes escribir la experiencia que hayas tenido para luego repasarla o compartirla con alguien.
Lectio divina. Tenemos los padres y las “ammas” o madres del desierto y los monjes de los primeros tiempos del cristianismo a quienes darles las gracias por la lectio divina o “lectura sagrada” de las Escrituras, antigua práctica de oración que tiene cinco pasos sencillos. Y, por supuesto, siempre hay que comenzar pidiendo la inspiración y ayuda del Espíritu Santo.
Primero, se lee (lectio) un pasaje de la Sagrada Escritura en forma lenta y con atención. Si necesitas ayuda para entender, consulta las notas al pie de página en la Biblia o busca un comentario católico. Después de leer, medita calmadamente (meditatio) en el significado del versículo o la frase que más te impresione, dejando que las palabras, ideas o imágenes penetren profundamente en tu mente y tu corazón. Luego, háblale al Señor en oración (oratio) acerca del pasaje y pregúntale cómo puedes aplicar en tu vida lo que leíste o aprendiste.
Pero la lectio divina no se limita solo a la lectura y la comprensión de la Palabra de Dios; su objetivo es llevarte a la comunión con Dios mismo, por lo cual los dos pasos siguientes son decisivos. Primero, en la quietud de tu corazón, reposa en la presencia de Dios y contempla (contemplatio) la bondad que te demuestra en su palabra. Luego, piensa y decide qué vas a hacer (operatio) en respuesta a lo que Dios te ha hecho ver. ¿Cómo vas a poner en práctica la palabra que ha cobrado vida para ti?
Rezar con los salmos. Orar con los salmos es una de las prácticas más antiguas de rezar con la Palabra de Dios. Entre los 150 salmos de la Biblia hay oraciones de lamentación, gratitud, alabanza, arrepentimiento y petición. Estas antiguas oraciones son una parte muy valiosa de la liturgia de la Iglesia, pero también puedes usarlas para comunicarte con Dios personalmente, como si hablases con un amigo.
La amistad auténtica significa conversar honestamente con alguien, compartir sin temor asuntos personales o íntimos, y podemos hacerlo con el Señor porque él nos asegura que somos sus amigos (Juan 15, 15). Así que deja que los salmos te ayuden a presentarle a Cristo todo lo que te pese o te abrume, tus quejas y tus decepciones, y también tu agradecimiento y tus alegrías.
Orar con los salmos es una senda de dos vías: Te ayuda a hablar con Dios y también a escuchar su voz. ¿Cómo? Leyendo en oración. Si lo haces, posiblemente tengas la sensación de que el Señor usa un determinado versículo para comunicarte palabras de consolación o ánimo; o tal vez te permita comprender mejor una situación que te preocupe o te ayude a identificar un pecado del que necesites arrepentirte y pedirle perdón. Incluso, te puede dar una mayor esperanza de que está actuando para sacar algo bueno de una situación difícil o trágica.
Un fuerte vínculo. Cuando tú recibes una carta de un amigo querido, tu vínculo de amistad con esa persona se fortalece más aún, y algo parecido sucede con la Biblia, porque nos ayuda a acercarnos a Dios. Cada versículo que lees sacia tu sed un poco más. Esto se debe a que no estás leyendo un libro cualquiera; estás leyendo la Palabra de Dios, una carta personal que te llega de casa. Y no solo eso, sino que las palabras que lees te comunican vida. De manera que, cuando dediques tiempo a “tomar [la Escritura] y leerla”, ten por seguro que el Espíritu Santo te ayudará a conocer cada vez mejor a Aquel que nunca deja de llamarte a una profunda comunión consigo.
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