Cómo llegué a ser una mejor persona
Nunca se me ocurrió que en la prisión encontraría a Dios
Por: Alberto Innarelli
En 1990, aprobé el examen de abogacía y añadí “abogado” a mi hoja de vida encima del título de “contador”. Abrí mi propio bufete y conseguí algunos clientes en el campo de los bienes raíces. Me sentí aliviado al saber que recibiría un ingreso adicional mientras mi esposa y yo comenzábamos nuestra familia.
Era importante para mí y mi esposa que nuestros hijos reverenciaran a Dios. Asistíamos a la iglesia cada semana y yo quería que mis hijos hicieran lo mismo. Sin embargo, sin darme cuenta, en mi anhelo por ser exitoso, aparté mis ojos del Señor. Cuando la adversidad llegó a mi oficina en 1999, yo tomé el asunto en mis propias manos en vez de tener fe en que Dios nos protegería.
Problemas en el trabajo. Los problemas comenzaron cuando uno de los principales bancos cambió su política crediticia y empezó a exigir a mis clientes de bienes raíces que retuvieran sus propiedades por un año antes de venderlas. Esta política equivalía a dejar fuera del negocio a mis clientes, que eran mi mayor fuente de ingresos.
Fue así que empecé a falsificar los registros de los títulos que iban al banco. Ya fuera que mis clientes hubieran poseído una propiedad por dos semanas o dos meses, yo declaraba que había sido por un año. Sabía que estaba haciendo algo que no era ético, por no decir ilegal. Pero realmente pensaba que, si me descubrían, a lo más que recibiría sería a una reprimenda o libertad condicional. Sin embargo, sin que yo lo supiera, los clientes a quienes yo representaba tenían una operación inmobiliaria ilegal mucho más grande.
En 2002, el FBI se presentó en mi oficina con una orden de registro. Aun así, yo pensaba que esto no pasaría a más, porque no encontrarían nada. ¡Qué equivocado estaba! Me acusaron junto con otras doce personas y decidí declararme culpable. En el 2006, el juez me sentenció a seis años de prisión federal. Esto era casi tres veces más que la pena que recibieron los otros culpables. Yo estaba furioso, pues jamás pensé que todo esto terminaría así.
Cuando mi esposa y yo regresamos de la corte, tuvimos que explicarles a nuestros hijos de trece y once años que yo estaría lejos por seis años. Ambos quedaron muy molestos. Yo sentí muchas emociones: lástima por mi esposa y mis hijos, vergüenza y culpa por lo que había hecho, pero sobre todo enfurecido por mi larga sentencia.
“Esto no tiene sentido.” Compartí mi enojo y mi culpa con nuestro párroco, el Padre McHugh. Él me animó a tener fe y confianza en el Señor y me dijo que Dios tenía un plan. Sus palabras me sirvieron de consuelo, pero yo temía dejar a mi familia. El día en que debía presentarme en la prisión, el Padre McHugh y mi esposa me acompañaron hasta la puerta. Era solo dos días después de Navidad.
Cuando llegué a la prisión, ésta estaba totalmente llena. Yo necesitaba la vacuna contra la tuberculosis, así que me dejaron en confinamiento solitario durante la primera noche, la cual terminó siendo cinco largas semanas, hasta que se abrió espacio en el penal. La comida era de dos días atrás y las duchas y los sanitarios eran en espacio abierto a la vista de todos. Si queríamos salir fuera, nos encerraban en jaulas por una hora para que camináramos en el frío congelante.
Esta introducción extremadamente rigurosa a la vida en el penal fue peor de lo que yo imaginaba. Recuerdo estar acostado sobre mi litera en confinamiento solitario y haberme puesto a llorar. Me preocupaba mucho lo que pasaría con mi esposa y mis hijos, y exclamé: “Dios mío, ¿por qué seis años? Esto no tiene sentido.” Sin embargo, en medio de mi angustia, sentí que una paz se apoderaba de mí. Sentí como si Dios me dijera: Todo va a estar bien.
Gracias a Dios . . . por estar en prisión. Después de ser transferido al área regular de la prisión, empecé a asistir a estudios bíblicos con otros reclusos que conocían la Biblia y tenían una relación con Jesús. La fe de uno de ellos, Mateo, me impresionó de una manera particular. Estaba cumpliendo una sentencia de 20 años, pero no era rencoroso, pues decía que: “Dios dispone de todas las cosas para el bien de quienes lo aman” (Romanos 8, 28). Cada día daba gracias a Dios por acompañarlo en la prisión, porque sabía que Dios tenía un plan para él. ¡Mateo estaba practicando lo que el Padre McHugh me había dicho a mí!
Viendo que Mateo se tomaba en serio la Biblia, empecé a leer la mía, junto con La Palabra Entre Nosotros y otros devocionarios. Entendí entonces que Dios se revela a través de su palabra y que si yo quería estar en sintonía con su voluntad, tenía que dejar que me hablara a través de las Escrituras. Pensé: “Si hubiera sabido esto antes, no habría hecho lo que hice.”
Una historia de la Biblia tuvo resonancia especial en mi corazón. Era la historia de José, que fue llevado a prisión injustamente después de que sus hermanos lo vendieron como esclavo. Allí estuvo por 13 años pero luego le dieron un puesto importante en el palacio. Cuando sus hermanos llegaron pidiendo ayuda, él les dijo: “Lo que ustedes hicieron para mal, Dios lo cambió en un bien.” Esto me recordó mi sentencia, pues desde el punto de vista jurídico, para mí no tenía sentido, pero Dios sabía que la prisión me llevaría a una vida de fe, y pensé que él lo había planeado así para mi bien.
Cuando Dios es todo lo que tienes. Aunque yo pensaba que Dios tenía un plan para mí, la prisión no era nada fácil. Todos los reclusos debían trabajar y mi paga por trabajar en los jardines de la prisión era de apenas doce centavos la hora. Pero mi relación con Dios estaba cambiando. Como dijo alguien: “Tú no sabes que Dios es todo lo que necesitas, hasta que Dios sea lo único que tengas.” Conforme rezaba más, fui reconociendo que necesitaba iniciar una relación personal con Cristo. Esa era la única forma de sacar algo bueno de la cárcel; y él sería mi guía.
Yo siempre había intentado resolver mis propios problemas y no tenía la fe suficiente para creer que mis oraciones serían contestadas. Con el tiempo me di cuenta de que “no podía seguir siendo yo el centro de mi vida; primero debía ser Dios, luego mi familia y luego los demás.” Toda mi visión cambió completamente.
Empecé por darle gracias a Dios cada mañana por darme un nuevo día. También inicié el hábito de hablar con el Espíritu Santo durante el día. Una vez, me sentí intrigado pensando por qué Dios contestaba mis oraciones. Así que le pregunté: “Señor, tú creaste todo el universo; yo sé que tú puedes hacer todas las cosas. Entonces, ¿por qué respondes a mis plegarias?” Y el Espíritu Santo me dijo: “Las contesto porque te amo.”
Yo nunca había escuchado algo parecido antes, era una voz casi audible. Me di cuenta de que cuando oramos, Dios responde a nuestras oraciones si le pedimos conforme a su voluntad. A veces, la respuesta es afirmativa, otras negativa y otras de espera. Pero siempre son por amor, como un padre que hace lo mejor por su hijo amado.
Dios me protege. Al finalizar mi sentencia en 2011, yo era una mejor persona; alguien más piadoso y más dispuesto a perdonar. Todavía hay problemas; mi madre tiene Alzheimer y diariamente viajo cuatro horas entre mi casa y mi trabajo. Pero mi relación con Dios me ha ayudado a no guardar resentimientos.
Dios me protege. En primer lugar, estoy agradecido de haber conseguido un buen trabajo. Ahora, cuando llego a mi oficina, le doy gracias porque llegué bien. Cuando ceno, le doy gracias por la comida. ¡Soy más agradecido con todo! Siempre he amado al Señor, pero ahora que tengo una relación personal con Jesús, puedo expresarla mejor.
Mi desafío diario es mantenerme centrado en Dios y confiarle a él todas mis preocupaciones (1 Pedro 5, 7). Cuando esto es especialmente difícil, invoco al Espíritu Santo y le digo: Por favor recuérdame que todavía estoy en la presencia de Dios y que él me cuida. Hasta hoy, Dios me sigue demostrando que él está a mi lado.
Alberto Innarelli vive en Massachusetts. Para ver un video con su historia, visite wau.org/changinglives.
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En vez de dejarse llevar por el enojo y el desaliento, Alberto Innarelli se acercó más a Dios en la prisión. Creció en su fe católica porque empezó a rezar diariamente con la ayuda de La Palabra Entre Nosotros. Por la generosidad de ustedes, nuestros lectores, casi 69.000 reclusos como Alberto reciben una edición especial de nuestra revista cada mes, con materiales de estudio especialmente escritos para ellos. Así ellos se están conectando con Dios y siendo renovados durante su tiempo en el penal. Pero nosotros necesitamos que usted nos ayude:
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