Bienaventurados los que trabajan por la paz
Tú puedes cambiar la situación
“Bienaventurados los pobres de espíritu”, leyó Jorge un día durante su tiempo de oración y elevando los ojos a Dios dijo: “Jesús, Señor mío, tú conoces mi corazón. Tú sabes que yo trato de venir a ti con las manos vacías, para que me las llenes. ¡Ayúdame, Señor, a ser más como tú!”
Siguió leyendo donde decía: “Bienaventurados los misericordiosos.” “Señor mío —rezó nuevamente— gracias por tu misericordia, que me enseña a perdonar y tolerar. Ayúdame a soltar los rencores que todavía guardo y enséñame a tratar a los demás con la misma paciencia y amor que tú les tienes a ellos.”
Pero cuando llegó a donde dice “Dichosos los que trabajan por la paz”, tuvo que hacer un alto y rezó: “Señor, tú sabes que hay tensiones y hostilidad entre mis compañeros de trabajo. No me importa que me pidas que me haga un examen de conciencia, pero ahora me pides que intervenga cuando hay altercados o discusiones y que haga algo para aplacar los ánimos y lograr la paz. Me pides que sea instrumento de paz cuando hay irritación, resentimiento y rivalidad. Pero… ¿cómo puedo hacerlo?”
La oración de Jorge deja ver claramente que esta bienaventuranza nos plantea un desafío. Cuando se nos pide que seamos pobres de espíritu o misericordiosos, podemos centrar la atención en nuestros propios pensamientos; pero cuando se nos pide ser artífices de la paz, no podemos quedarnos centrados en nosotros mismos; ¡tenemos que hacer algo! En efecto, el Señor nos pide que seamos instrumentos de paz, hacedores de la paz, personas que “hagan” la obra de la paz día tras día.
Cuando reflexionemos sobre esta bienaventuranza, veremos que, si de verdad actuamos como agentes de pacificación, podemos efectivamente lograr la paz en las tensiones cotidianas de la vida, así como en nuestras propias relaciones, y veremos igualmente que los pacificadores son un reflejo de la imagen de Dios Padre, pues son, como lo dijo Jesús, “hijos de Dios.”
Jesús, el pacificador. Durante toda su vida, Cristo demostró ser pacificador. Por supuesto, la forma más importante en que hizo la paz fue restaurando nuestra relación con Dios Padre, como lo expresó San Pablo: “Cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5, 8). En efecto, Jesús vino al mundo a reconciliarnos con Dios, para que pudiéramos tener una relación de paz con él, una relación de amor y no de enemistad. Pero Jesús no lo hizo únicamente en la cruz; de hecho, día tras día enseñó a sus discípulos a ser constructores de la paz, como lo vemos en un pasaje del Evangelio.
Un día, Santiago y Juan le hicieron a Jesús una audaz petición: “Concédenos que en tu reino glorioso nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Marcos 10, 37). Pero los demás discípulos, cuando se enteraron de esta petición, se disgustaron mucho. Ya era incómodo que los dos hermanos parecían ser los favoritos de Jesús, pero ahora ¿estaban tratando de conseguir más privilegios a espaldas de ellos?
Naturalmente, el Señor no quiso fomentar más las divisiones reprendiendo a Santiago y Juan, sino que les enseñó a todos lo que debían hacer para acabar con las divisiones: “El que quiera ser grande entre ustedes, deberá servir a los demás, y el que entre ustedes quiera ser el primero, deberá ser el esclavo de los demás” (Marcos 10, 43-44). Servirse mutuamente; hacer el bien a todos; ser generosos unos con otros... La rivalidad y las divisiones no soportan la fuerza del amor. Ciertamente el humillarse uno mismo y servirnos unos a otros es el mejor camino hacia la paz y la reconciliación.
Amenazas a la paz. Desde el comienzo, la Iglesia necesitó gente que hiciera la paz, pues las divisiones eran un peligro para la unidad y el amor entre los creyentes de las primeras comunidades, dado que se separaban los cristianos de origen gentil y los de origen judío.
Durante siglos, el pueblo judío se había apartado de la gente de otras razas y religiones, porque Dios los había llamado a ser santos, y de esta manera se diferenciaban de los paganos, a quien ellos consideraban pecadores e impuros; estaban conscientes que el Señor les había dado la ley y les pedía vivir de una manera más grata a Dios que la conducta de los paganos.
Pero luego ocurrió algo imprevisto: Cuando el apóstol Pedro predicó el Evangelio en casa de Cornelio, el centurión romano, el Espíritu Santo bajó sobre todos los presentes que no eran judíos y ellos comenzaron a alabar a Dios y hablar en lenguas extrañas (Hechos 10, 1-48). Viendo lo sucedido, Pedro razonó: “¿Acaso puede impedirse que sean bautizadas estas personas?” (Hechos 10, 47). Y así los primeros gentiles fueron bautizados y se hicieron cristianos.
Pero esta decisión de Pedro fue tan radical que desencadenó décadas de tensión. ¿Cómo podían los gentiles, que no eran parte del pueblo escogido de Dios, ser admitidos en la Iglesia? ¿No deberían por lo menos circuncidarse y seguir las leyes y tradiciones de sus hermanos judíos?
Pablo, el pacificador. Este dilema fue traumatizante para toda la Iglesia, pero en ningún caso vemos la animosidad y la división más claramente como en lo que le tocó experimentar a Pablo en su apostolado misionero. Después de su conversión, este apóstol recorrió ciudad tras ciudad llevando a judíos y gentiles a la fe en Cristo. Además, fundó iglesias en las que había gente muy diversa: judíos y griegos, esclavos y libres, ricos y pobres, y en todas ellas tenía que trabajar para que estos nuevos creyentes superaran sus diferencias culturales, idiomáticas y religiosas y vivieran en la paz de Cristo.
La unidad no fue nada fácil de conseguir, pues especialmente entre judíos y gentiles las divisiones eran profundas y Pablo tuvo que seguir recordándoles que todos eran uno en Cristo Jesús, como se lo dijo a los romanos: “Por medio de la fe en Jesucristo, Dios hace justos a todos los que creen. Pues no hay diferencia: todos han pecado … Pero Dios, en su bondad y gratuitamente, los hace justos, mediante la liberación que realizó Cristo Jesús” (Romanos 3, 22-24). A los gálatas les escribió: “Ya no importa el ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Jesús, todos ustedes son uno solo” (Gálatas 3, 27-28). Y a los efesios les dijo que Jesús es “nuestra paz” y que “Cristo es nuestra paz. Él hizo de judíos y de no judíos un solo pueblo, destruyó el muro que los separaba” (Efesios 2, 14).
Pero no siempre vemos al Apóstol Pablo como pacificador. ¿Como un apóstol audaz? Sí, claro. ¿Un teólogo brillante? Por supuesto. ¿Un valiente defensor de la verdad? Sin duda. Sin embargo, Pablo también dedicó toda su vida a abogar por la unidad de los fieles. Incluso uno puede imaginárselo exclamando: “¡Miren a Jesús! Dejen que su cruz destruya toda rivalidad entre ustedes; dejen que su humildad les ablande el corazón, para que puedan perdonarse unos a otros. Dejen que su paz les enseñe a amarse unos a otros para que vivan en paz.” ¡Claro que Pablo era forjador de la paz!
Agentes de paz. Entonces, ¿cómo podemos nosotros, hijos de nuestro Padre celestial, ser agentes de paz ahora? Lo primero y lo más importante es forjar la paz en nuestro propio corazón. Si no estamos interiormente en paz, será imposible lograr la paz donde quiera que vivamos. La paz es fruto de la relación que tengamos con Cristo Jesús. Así que, sea lo que sea que te esté arrastrando hacia otro lugar, como un sentido de culpa por no haberte arrepentido, pecados no confesados, falta de pedir perdón, resentimientos o demasiadas preocupaciones, preséntaselo todo al Señor. Pídele que te ayude a hacer lo que sea necesario para que recuperes la paz, aun si existen situaciones que escapen a tu control.
Lo segundo es tratar de crear una atmósfera de tranquilidad y relajación hablando con amabilidad y demostrando una disposición de servicio y generosidad en casa, el trabajo o la iglesia, para lo cual es muy útil recordar las palabras de Jesús en la Última Cena, cuando les lavó los pies a los discípulos: “Yo les he dado un ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo que yo les he hecho” (Juan 13, 15). Así pues, hermano, busca oportunidades para servir y el ejemplo que des será contagioso.
Pero lo más importante serán las palabras que pronuncies y las que prefieras no decir. El apóstol Santiago decía que lo que hablamos es sumamente importante y por eso declaró: “Si alguien no comete ningún error en lo que dice, es un hombre perfecto, capaz también de controlar todo su cuerpo” (Santiago 3, 2). A su vez, Pablo dijo a los tesalonicenses: “Anímense y fortalézcanse unos a otros, tal como ya lo están haciendo” (1 Tesalonicenses 5, 11). El estímulo es una poderosa herramienta para hacer la paz en momentos de irritación o cuando hay actitudes de áspera queja o crítica, pues se alienta a las personas, se reafirma su confianza y se las hace mejor dispuestas a trabajar juntas. ¡A todos nos gusta que nos animen!
Cuidarse en lo que uno dice exige práctica, especialmente en la cotidianidad con aquellos con quienes vivimos o alternamos a menudo, pero el esfuerzo vale la pena, por eso, hazte el hábito de hacer una pausa antes de hablar y pensar: “¿Es esto que quiero decir algo que va a generar paz o más bien división? ¿Servirá para animar a estas personas o les causará inquietud o rechazo?” Así pues, al hacerte el examen de conciencia al final del día, piensa en lo que has dicho y hecho y analiza las reacciones que hubo.
Tú puedes cambiar la situación. Si te propones ser un agente forjador de la paz, todo lo que hagas y digas puede servir para disminuir las tensiones, ayudar a resolver los conflictos y suavizar los ánimos, y si por algún motivo no logras crear un entorno de paz total en las relaciones muy conflictivas, siempre puedes cambiar en algo la situación, como lo dijo San Pablo: “Hasta donde dependa de ustedes, hagan cuanto puedan por vivir en paz con todos” (Romanos 12, 18). Es cierto que uno solo puede controlar “su parte”, pero eso no es insignificante. Trata de hacerlo tanto cuanto puedas y el resto se lo dejas a Dios.
Con esto en mente, piensa durante la semana: “¿Cómo puedo ser un buen pacificador? ¿Qué puedo hacer para traer paz a mi familia, mi trabajo, mi barrio y mi parroquia?” Ten cuidado con tus palabras y acciones para ver si estás causando más división que paz y pídele al Señor que te muestre cómo puedes animar a las personas demostrando una actitud de amabilidad y servicio. Si lo haces, te llamarán hijo de Dios, porque estarás imitando a Jesucristo, nuestro Señor, el Hijo unigénito de Dios que vino a “dirigir nuestros pasos por el camino de la paz” (Lucas 1, 79).
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