Bienaventurados los misericordiosos
Tú puedes ser un embajador de la misericordia
Yo te perdono.
¿Por qué nos cuesta tanto decir estas palabras? Quizás porque es algo que le decimos a alguien que nos ha dañado u ofendido y a veces la herida sigue doliendo. Todos sabemos lo difícil que es ser indulgente y compasivo.
Con todo, Jesús nos dijo: “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” o, como lo expresan otras versiones, “Dichosos los compasivos, porque Dios tendrá compasión de ellos” (Mateo 5, 7). ¿Qué significa esta promesa? Que mientras más misericordiosos seamos con otras personas, mejor dispuestos estaremos para recibir la misericordia y el perdón de Dios. Y dado el enorme grado de sufrimiento y dolor que hay en el mundo, esta bienaventuranza tiene una importancia especial para nosotros. Así que la analizaremos un poco más.
Dios es compasivo y misericordioso. Imagínate lo que debe haber sentido el Padre cuando pastoreaba a su pueblo Israel. Por generaciones, los había estado llamando a demostrarle amor a él y a los demás como él los amaba a ellos; pero a pesar de lo mucho que él los había bendecido, la gente no se decidía a hacerlo. Israel era el pueblo escogido, la familia de Dios; sin embargo, los ricos oprimían a los pobres; los poderosos menospreciaban a los débiles, y se dejaban engañar por los dioses falsos, que los llevaban a poner oídos sordos al Todopoderoso, que les mandaba ser una nación santa. Era mucho lo que Dios quería darles, pero como se negaban a obedecer sus mandamientos, sufrían el dolor de ser una nación herida, avasallada y ocupada.
No obstante, durante todos esos siglos de pecado y desobediencia, el Altísimo nunca dejó de amarlos ni de tratarlos con misericordia. En efecto, les envió profetas que los llamaban a regresar a Dios y los perdonó incansablemente una y otra vez. Por último, su misericordia le llevó a enviar a su único Hijo para enseñarles la verdad, revelarles su voluntad y entregar su vida para salvarlos. La decisión de Dios de enviar a Jesús no fue un solo acto de misericordia o una decisión única de pasar por alto los delitos cometidos. No, fue la máxima expresión del amor clemente y compasivo que Dios tiene y ha tenido siempre para su pueblo, y para el mundo entero, desde el principio.
Esta es tu historia. El testimonio de la misericordia de Dios para con su pueblo es también la actitud de la misericordia que él tiene para cada uno de nosotros. El Padre que está en los cielos ve todo lo que tú haces, lo bueno y lo malo; ve cuando eres compasivo con otras personas, y también cuando tienes pensamientos de rechazo o censura contra alguien. Escucha tanto las expresiones de aliento que le ofreces a alguna persona, como también las palabras hirientes que a veces pronuncias, y ve todas las obras de amor que realizas, así como aquellas ocasiones en que tu conducta deja que desear. Pero el Señor te ama durante todo ese proceso. Tal como lo hizo con los israelitas, Dios continúa trabajando contigo, para enseñarte y formar tu conciencia. ¡Es mucho lo que te ama como para dejarte abandonado!
Esta es la magnífica noticia del Evangelio: Dios te ama tanto cuando cedes a la tentación, como cuando te mantienes fuerte, y tanto cuando te alejas de él como cuando te dedicas fielmente a la oración y la devoción. El amor le obliga a decirte “te perdono” cada vez que tú regresas a su lado arrepentido; la misericordia le mueve a perdonarte en el mismo momento en que tú le pidas perdón.
La otra cara de la misericordia. Cuando Jesús recorría las calles de Israel siempre trataba a las personas con compasión, día tras día, como vemos cuando le dijo a una mujer sorprendida en adulterio: “Tampoco yo te condeno” (Juan 8, 11), y a un paralítico que estaba postrado: “Hijo mío, tus pecados quedan perdonados… A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Marcos 2, 5. 11). A otra mujer, conocida por su vida inmoral, le dijo: “Tus pecados te son perdonados… Vete tranquila” (Lucas 7, 48. 49). Y con la parábola del hijo pródigo, a todos nos dice: “Hijo mío, tú siempre estás conmigo y todo lo que tengo es tuyo” (Lucas 15, 31). Como el Papa Francisco lo ha dicho a menudo, Jesús es “el rostro de la misericordia de Dios”.
Pero, hay además otra dimensión de la misericordia, que va más allá de perdonar los pecados. Jesús nos hizo ver que la misericordia de Dios es una constante actitud de ternura y paciencia y no solo una serie de declaraciones de “te perdono”. Recuerda aquellas veces que sus discípulos dijeron o hicieron algo que realmente lo decepcionaba, y el miedo y la falta de fe que ellos tuvieron durante la tormenta en el mar mientras él dormía plácidamente en la barca (Mateo 8, 23-27); piensa también en Santiago y Juan, que deseaban estar cerca de Jesús y al mismo tiempo competían con los demás por posiciones de autoridad (Marcos 10, 35-37) y cómo Tomás dudó de que Jesús había resucitado (Juan 20, 24-25). Una y otra vez, el Señor veía el orgullo y el egoísmo de sus discípulos o la fragilidad de su fe; sin embargo, nunca dejó de seguir comprometido con ellos; por el contrario, continuó trabajando con ellos y esperando pacientemente. Su misericordia lo llevaba no solamente a perdonarles los pecados, sino también sus errores y debilidades.
Esta es la otra cara de la misericordia. Aun cuando alguien no ha pecado directamente contra nosotros, Dios quiere que actuemos con el mismo amor con que Jesús trataba a sus discípulos, y si alguien nos hace algo que no sea realmente un pecado, pero nos molesta, nos pide que actuemos con compasión y paciencia. Una historia de la Iglesia primitiva nos permite ver cómo es esta clase de misericordia (Hechos 15, 36-41).
Pablo, Bernabé y Juan Marcos. Cuando San Pablo hizo su primer viaje misionero, iba acompañado por otras dos personas: su amigo, Bernabé y el joven Juan Marcos, primo de éste. Fue un viaje difícil y cuando estaban a mitad de la travesía, Juan Marcos decidió regresar a su casa, posiblemente porque no haya podido soportar las vicisitudes de la vida misionera.
La deserción de Marcos le afectó profundamente a Pablo, al punto de que cuando volvieron a planificar otro viaje con Bernabé, Pablo se negó a aceptar la compañía del joven. Bernabé no estuvo de acuerdo con esto y quería darle a su primo una segunda oportunidad; pero después de una discusión seria, los dos tomaron caminos diferentes. Pablo llevó consigo a Silas, y Bernabé a Juan Marcos.
A diferencia de Pablo, Bernabé quiso ser paciente con su primo y continuó enseñándole y dándole una buena formación, y el resultado fue bueno: Marcos aprendió a servir al Señor con sacrificio y dedicación.
Finalmente, Pablo encontró la oportunidad de tratar a Juan Marcos con la misma comprensión que Bernabé había tenido con él, al punto de que lo consideró como uno de sus “compañeros”, y le pidió expresamente a Timoteo que trajera a Marcos cuando viniera a visitarlo en la cárcel (2 Timoteo 4, 11). La antigua tradición cristiana sostiene que este Marcos, con quien Bernabé fue tan compasivo, fue el primero que puso por escrito el Evangelio. ¡A lo mejor la Biblia habría sido diferente si Bernabé hubiera desistido de apoyar a Marcos!
Pero ser misericordioso no implica solamente dejar que alguien se salga con la suya; se trata de saber que nosotros no somos jueces; Dios es el juez justo. La misericordia nos lleva a no guardar rencor contra nadie; nos enseña a mirar a los demás como hijos amados de Dios y dignos de darles una segunda o tercera oportunidad y hacerlo hasta setenta veces siete (v. Mateo 18, 22).
Es amor, no una transacción comercial. Jesús prometió: “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mateo 5, 7). Alguien podría pensar que el Señor estaba proponiendo una especie de intercambio, como si Dios fuera a perdonarnos cada vez que nosotros perdonamos a otra persona, pero en realidad es algo mucho más importante lo que ocurre cuando somos compasivos con los demás. Cuando perdonamos a alguien que nos haya ofendido o causado daño o cuando actuamos con paciencia y misericordia, se ablanda nuestro propio corazón, pues reconocemos que no somos distintos de los demás, y esa actitud de bondad y compasión nos abre a la experiencia de la misericordia que Dios quiere que sus hijos tengan.
Hermano, te proponemos que esta semana procures practicar la misericordia, la paciencia y el perdón. Jesús prometió: “Con la misma medida con que ustedes den a otros, Dios les devolverá a ustedes” (Lucas 6, 38). Así que, haz la parte que a ti te toca. Haz oración con las siguientes preguntas y pídele a Dios que te ayude a responderlas:
¿Hay alguien que te haya ofendido o pecado contra ti y a quien necesites perdonar? Pídele a Dios la gracia y la fuerza para perdonar a esa persona, aun si no te pide perdón.
¿Hay alguien que, aunque no te haya causado daño intencionalmente, sus actitudes o palabras te molestan y necesitas tener paciencia y ser compasivo? Pídele al Señor que te ayude a tolerarlo y a tener expresiones de amabilidad y tranquilidad.
Así como la lluvia que cae sobre un campo ablanda el terreno y hace crecer la hierba, los pequeños actos de misericordia, perdón y paciencia nos ablandan el corazón y nos hacen mejor dispuestos a percibir las mociones del Espíritu Santo. O sea que, mientras más practiques tú la compasión, más descubrirás la abundante misericordia, el amor y la paciencia que Dios siempre tiene para ti.
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