La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Julio/Agosto 2012 Edición

Bendita entre todas las mujeres

La vida y ejemplo de la Virgen María

Bendita entre todas las mujeres: La vida y ejemplo de la Virgen María

Cuando la gente de hoy plantea el tema de las inquietudes de la mujer, con frecuencia lo hace a partir de un punto de vista natural o puramente humano, y lo hace así porque los con­ceptos que tiene de la mujer y de sus intereses tienden a estar formados por la corriente popular y los medios de difusión, como las telenovelas y el cine.

Estos sentimientos y opiniones rara vez coinciden con la enseñanza bíblica sobre la mujer y, por lo tanto, están vacías de una perspectiva netamente espiritual o celestial. En realidad, a veces son contrarios a las enseñanzas de la Palabra de Dios ni llevan el sello de la sabiduría y la ver­dad de Dios.

En esta edición queremos explo­rar el plan de Dios para la mujer. A partir de lo que Dios ha revelado por medio de Jesucristo, podemos tener una apreciación más clara y profunda de la mujer y su verdadera dignidad como hija del Padre. Lo que deseamos lograr es llegar a un entendimiento más cabal y verdadero del llamado de Dios para la mujer contemporánea.

La Virgen María y la plenitud de los tiempos. El Beato Juan Pablo II, en su Carta Apostólica sobre la Dignidad y la Vocación de la Mujer (DVM), escrita en 1988, dice que él quiso reflexionar, en oración y según la Palabra de Dios, sobre la gran digni­dad que la mujer posee por sí misma como persona humana y como hija de Dios Padre, y apreciar el impor­tante lugar que Dios le ha dado en la sociedad y en el Cuerpo de Cristo. Naturalmente, Juan Pablo II pensaba primero en la Virgen María, Madre de Cristo, como modelo de la dignidad y la vocación femenina. Entre todas las mujeres, ella es la más bendecida.

El acontecimiento más impor­tante de toda la historia humana, el momento en que llegó la plenitud del tiempo, es la Encarnación del eterno Hijo de Dios. Toda la historia, todo el valor humano y su significado eterno deben juzgarse a la luz de Cristo Jesús, porque Él es nuestro Redentor y nues­tra esperanza de gloria. En el centro de éste, el suceso más importante de todos, se perfila una mujer: María. Juan Pablo II escribe: “Precisamente aquella ‘mujer’ está presente en el acontecimiento salvífico central, que decide la ‘plenitud de los tiempos’ y que se realiza en ella y por medio de ella” (DVM 3).

Y añade que, de esta manera, María alcanza “tal unión con Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano. Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en parti­cular, de las hijas del pueblo elegido, las cuales basándose en la promesa, podían esperar que una de ellas llegaría a ser un día madre del… ‘hijo del Altísimo’” (DVM 3). Precisamente por ser la Madre del Hijo de Dios, el título más apropiado de María es el de Theotókos (Madre de Dios) “puesto que la maternidad abarca a toda la persona y no solo el cuerpo, así como tampoco solo la ‘naturaleza humana’” (DVM 4). El título “Madre de Dios” corrobora que Dios no eludió ni des­estimó el orden de la naturaleza, sino que, por el contrario, el Hijo de Dios en realidad se encarnó en el vientre de una mujer: María.

Cristo: Centro del cumpli­miento y la dignidad. Vemos en la Encarnación la fuente primordial y fundamental de la dignidad de la mujer (y del hombre también). La dig­nidad de la mujer, así como la de la Virgen María, está basada en su estre­cha relación con Jesús, porque de Él proviene “toda clase de bendiciones espirituales” (Efesios 1,3) con que hemos sido bendecidos en los domi­nios celestiales. San Pablo declara que “Dios nos escogió [no solo a María] en Cristo desde antes de la creación del mundo, para que fuéramos san­tos y sin defecto en su presencia. Por su amor, nos había destinado a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo” (Efesios 1,4­5). Desde antes de la fundación del mundo, antes de que ninguno de nosotros fuera concebido, Dios ya tenía el deseo de que todos los huma­nos —hombres y mujeres— fuéramos partícipes de la vida divina con Cristo.

Tal como sucedió con María, el Padre quiere que Cristo nazca en el corazón de toda mujer, mediante el Espíritu Santo. En Cristo, los peca­dos son perdonados; en Él, todas las mujeres son hechas santas y puras. En Cristo, ellas llegan a ser hijas del Padre. Así pues, la dignidad y el valor de la mujer como ser humano tienen su fundamento, no principalmente en sus realizaciones propias, sino en su unión viva e íntima con Dios por medio de Jesucristo: “La digni­dad de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su rea­lización definitiva en la unión con Dios” (DVM 5).

Cuando María se convirtió en la Madre de Dios, ella dio a conocer la forma en que la mujer ha de funcio­nar dentro del orden de la historia de la salvación. María se encuentra en el centro mismo de las portento­sas obras del Padre, no de manera orgullosa, sino como sierva humilde y libre: “Yo soy la esclava del Señor” (Lucas 1,38). Su libre consentimiento a la voluntad del Padre fue esencial para la Encarnación. Al igual que su Hijo, ella estuvo allí como servidora (v. Marcos 10,45). El Beato Juan Pablo II nos recuerda que “María… se inserta en el servicio mesiánico de Cristo. Precisamente este servicio constituye el fundamento mismo de aquel Reino, en el cual ‘servir’ quiere decir ‘reinar’” (DVM 5), y por ende “reinar” quiere decir “servir”.

El pecado y sus efectos. Dios creó al hombre y la mujer a su ima­gen y semejanza. “Ambos son seres humanos en el mismo grado, tanto el hombre como la mujer; ambos fue­ron creados a imagen de Dios” (DVM 6). Pero a pesar de la nobleza divina que Dios infundió en el ser humano, el hombre y la mujer pecaron. Esta presencia del pecado les afectó al hombre y a la mujer por igual, tanto en forma personal como en su rela­ción recíproca, a consecuencia de lo cual ambos se vieron disminuidos. Por ejemplo, aun cuando el hombre y la mujer fueron hechos el uno para el otro como esposo y esposa, ahora, por el pecado, su relación ha quedado corrompida y descuadrada. En la his­toria de la caída, Adán culpó a Eva por haber pecado (Génesis 3,12); a su vez, Eva acusó a la serpiente (Génesis 3,13) y, además, se sintieron avergon­zados e incómodos porque estaban desnudos (v. Génesis 3,7). El pecado mancilló su inocencia y entorpeció su modo de pensar.

A causa del pecado, la mujer quedó bajo el dominio del hombre caído. En el Génesis, Dios le dijo a Eva: “Tu deseo te llevará a tu marido, y él ten­drá autoridad sobre ti” (Génesis 3,16). Las mujeres siguen ansiando amor, protección y unidad con sus mari­dos, pero el pecado trastornó lo que Dios había planeado originalmente. El pecado provocó en el hombre la tendencia al egoísmo respecto a su esposa (y a la mujer en general) y lo llevó a buscar primero la satisfacción de sus propios deseos, necesidades y ambiciones.

Pero el pecado no solo trastornó la relación entre esposo y esposa, sino que entre el hombre y la mujer en general. En muchas circunstan­cias (en los negocios, la política y los círculos sociales), el hombre ha ten-dido a dominar a la mujer y a privarla de la integridad y la dignidad que le pertenecen. En el pasado, las muje­res respondían por lo general con una obediencia pasiva o un resentimiento silencioso, en un desigual intento por mantener la “paz”, pero que no es una respuesta cristiana adecuada a situa­ciones que deben ser corregidas.

Hoy es más común que, en muchas circunstancias, la mujer sea menos pasiva y se defienda contra el egoísmo y la injusticia de la conducta mas­culina con reacciones igualmente anticristianas. Por ejemplo, las espo­sas pueden tratar de influir en sus maridos recurriendo al engaño, la obs­tinación o actitudes evasivas. Por otra parte, en los negocios y en la política, la mujer corre el riesgo de adoptar una conducta tan cruel, agresiva y egocén­trica como la del peor de sus colegas masculinos.

La mujer: ni servil ni masculi­nizada. El Beato Juan Pablo II temía que las mujeres de hoy respondie­ran de una manera indigna de su alta condición, de forma que peligrara su verdadera cualidad femenina. El Libro de Proverbios, que si bien enal­tece expresamente las virtudes de una buena esposa, se refiere en realidad a toda mujer piadosa: “Siempre les tiende la mano a los pobres y nece­sitados” (Proverbios 31,20). Esta compasión intuitiva le da sin duda a la mujer una fuerza, e incluso un cierto heroísmo del cual generalmente carece el hombre: “Se reviste de fuerza y dignidad, y el día de mañana no le preocupa” (Proverbios 31,25). La con­fiada y valerosa alegría de una mujer despierta la fortaleza en los demás: en sus familiares, en la Iglesia y en la sociedad.

Cuando la mujer reprime estas virtudes como precio de una “libera­ción” ilusoria, abandona su carácter de depositaria de un amor creativo e infatigable, de bondad y generosidad en su hogar y su comunidad. Puede incluso renunciar al papel que Dios le ha dado de animadora de la paz y la compasión en una sociedad desal­mada. Una mujer verdaderamente devota “habla siempre con sabidu­ría, y da con amor sus enseñanzas” (Proverbios 31,26).

La mujer no debe permitir que se le masculinice. “La mujer —en nombre de la liberación del ‘dominio’ del hom­bre— no puede tender a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia ‘originalidad’ femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no lle­gará a ‘realizarse’ y podría en cambio deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial” (DVM 10).

La verdadera femineidad cris­tiana. La verdad es que ni una mujer servil ni una masculinizada es aceptable como modelo adecuado de femineidad cristiana. Es preciso, pues, aportar la gracia de Jesús en esta situación, para que haya salva­ción entre hombres y mujeres. Por la fe en Cristo y el don del Espíritu Santo, los maridos (y todos los hom­bres en general) pueden sanarse de su nociva y generalizada inclinación egoísta y arrogante hacia la domina­ción, para que aprendan a amar a sus esposas, cuidar a sus familias y respe­tar a todas las mujeres.

A su vez, las mujeres, por la gracia de Jesús, pueden llegar a una reno­vada y verdadera confianza con sus maridos, cooperando con ellos y tra­bajando juntos por el bien de sus familias. Incluso en el mercado labo­ral, la mujer cristiana puede lograr su verdadera dignidad y valor de mujer —no recurriendo a las mismas formas de competencia e intimidación que encuentra tan ofensivas en sus com­pañeros varones— sino viviendo en la práctica la bondad, la dulzura y la rec­titud de su condición de hija del Padre y verdadero templo del Espíritu Santo.

Esto no significa sugerir que ella no pueda aplicar vigorosamente su inte­ligencia, sus talentos y sus virtudes, sino que lo puede hacer con honesti­dad y buenos principios, conservando y manifestando la nobleza de su ver­dadero carácter femenino. Como dice Proverbios: “¡Alábenla ante todo el pueblo! ¡Denle crédito por todo lo que ha hecho! (Proverbios 31,31).

Solo Jesús puede restaurar la genuina dignidad de la mujer y del hombre como criaturas formadas a semejanza de Dios, y solo Él puede dar­les fuerzas al hombre y a la mujer para defender y proteger su valor mutuo inherente: “La redención, en cierto sentido, restituye en su misma raíz el bien que ha sido esencialmente ‘reba­jado’ por el pecado y por su herencia en la historia del hombre” (DVM 11).

El poder de la gracia y el poder del pecado siguen vigentes hoy. Imitemos a María y escojamos la gracia que viene de su Hijo Jesucristo. Pidámosle al Señor que sane las injurias y heri­das que los hombres y mujeres se han infligido mutuamente por mucho tiempo. Pidámosle a Jesús que borre todo recuerdo doloroso y que restaure los matrimonios y las familias. Y, por encima de todo, pidámosle al Espíritu Santo que manifieste la presencia de Jesús en todas las mujeres para que puedan llegar a ser todo lo que Dios quiere para ellas.

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