Asombrosa y maravillosamente
Las verdades de Dios echan por tierra las mentiras del diablo
Por: el diácono Keith Strohm
¿Quién crees tú que eres? ¿Cómo crees que Dios te ve? Estas son dos de las interrogantes más fundamentales que nos podemos hacer, pues las respuestas determinan muchas de las decisiones que tomamos y condicionan bastante la forma en que nos relacionamos con los demás.
Precisamente por ser preguntas tan importantes, el diablo se preocupa mucho de sugerirnos respuestas falsas. Lo hace porque deduce que si nos puede llevar a convencernos de una imagen negativa de nosotros mismos, nos sentiremos indignos del amor de Dios. Y si puede convencernos de que Dios no nos ama, dejaremos de buscar al Señor.
En este artículo se analizan tres de estas mentiras del diablo: que no le importamos a Dios, que Dios cree que no merecemos su atención y que Dios espera que seamos perfectos antes de bendecirnos. Después de examinar cada una de estas falsas y engañosas afirmaciones, tenemos una explicación clara y alentadora de las verdades que el diablo quiere ocultar. ¡Ojalá todos creamos más en lo que Dios nos dice y no en las mentiras del Maligno!
Primera mentira: “Yo soy insignificante”. Las personas que aceptan la mentira de que ellas son insignificantes afrontan una pobreza arraigada en su identidad y en una “pequeñez” que consideran parte de su personalidad. Tal vez no se sientan avergonzados de sí mismos y quizás también reconocen que tienen verdaderos dones y talentos, pero les parece que estos dones son inútiles en las circunstancias en que ellos se encuentran o que tienen tan poca importancia que los demás no los notan.
Quienes luchan con esta mentira suelen ocultar sus dones o permanecer en los márgenes, convencidos de que a nadie les importan, al punto de que pueden vivir con una marcada sensación de tristeza, resentimiento e ira, todo lo cual es un obstáculo para su relación con Dios y con los demás.
Al enemigo también le gusta revestir esta mentira con el ropaje de la humildad. Los católicos sabemos que debemos ser fieles y humildes, pero la verdadera humildad no es creer que somos insignificantes, invisibles o que nadie nos toma en cuenta. La humildad auténtica significa vivir en la práctica como Dios quiso que lo hiciéramos, sin darle demasiada importancia a los dones, aptitudes o deficiencias que tengamos.
La verdad es que “para Dios tú eres un tesoro.” El amor personal e íntimo de Dios se extiende a todos cuantos formamos la raza humana. “¿No se venden dos pajarillos por una monedita?” nos pregunta el Señor. “Sin embargo, ni uno de ellos cae a tierra sin que el Padre de ustedes lo permita. En cuanto a ustedes mismos, hasta los cabellos de la cabeza él los tiene contados uno por uno” (Mateo 10, 29-31). En efecto, tu vida no es invisible para el Señor, y su mirada es tan íntima y penetrante que hasta cuenta los cabellos de tu cabeza.
Jesús no dejó la gloria del cielo para venir a una multitud anónima e indefinida de la humanidad, ni se entregó a ser flagelado, torturado y crucificado solo por un ideal. Cuando Jesús estuvo crucificado, sus ojos te miraron a ti y vio el tortuoso camino de tu vida. Cuando estuvo sepultado, guardó tus pecados en el silencio de su abrazo. Y después de su resurrección y su ascensión al cielo, llevó consigo tu nombre hacia el corazón del Amor Trinitario. Esto cumple aquello que el profeta Isaías proclamó muchos años antes de la venida de Cristo: “Mira, te tengo grabado en la palma de mi mano” (49, 16).
No es que Dios nos vea o nos ame porque en cierto modo seamos importantes; sino que somos importantes porque Dios nos ve y nos ama. Gracias a él, nunca somos invisibles y nunca seremos personas olvidadas ni abandonadas.
Trata de verte como Dios te ve y no como tú crees que otros te ven. Reconoce que, de todas las personas que han existido y de todos los que existirán después, nadie puede responder al amor de Dios exactamente como tú lo haces. Tú eres un ser único e irrepetible que Dios prodiga al mundo como una señal de su bondad y su cuidado.
Segunda mentira: “Mi vida es demasiado traumática para que Dios me salve.” Es común que Satanás nos ponga tentaciones y nos anime a aceptar razones por las cuales ceder a una cierta tentación no sería en realidad un pecado; luego, si finalmente cedemos a la tentación, él empieza a acusarnos. Es como si nos dijera: “Oh, hombre. . . ¡No puedo creer que realmente hayas hecho eso! Dios nunca te perdonará y si lo hiciera, y si lo confiesas a un sacerdote, él te va a juzgar.”
Algunos lo dicen de esta manera: El enemigo conoce tu nombre, pero te llama por tu pecado. ¿Por qué lo hace? Porque quiere que aceptemos la mentira de que somos aquello que hemos hecho mal (o lo que otros nos han hecho). Si lo consigue, nos habrá sumergido en la vergüenza.
Este sentimiento de vergüenza nos hace fijarnos más en nuestra propia indignidad, lo cual, en cierto sentido, nos hace tan ciegos que terminamos creyendo saber cómo Dios nos va a juzgar. Esta mentira también trae consigo una voz acusadora que nos dice que no somos buenos, que somos estúpidos, que no merecemos el amor.
La verdad es que “Dios se deleita en tí.” Dios Padre se deleita en ti. ¡Claro que sí! Tal vez esta afirmación sea más sorprendente que la que dice “Dios te ama”. Muchos pensamos en el amor de Dios de una forma más bien teórica; pero la realidad de que él se deleita en ti es algo mucho más íntimo y directo, algo que reclama una respuesta, porque este deleite de Dios no es algo abstracto. Para que él se deleite en mí, tiene que verme y conocerme, y estar profundamente involucrado en los detalles de mi vida.
Piensa en esto: Desde el momento en que fuiste concebido, tu Padre celestial te ha contemplado con amor, no porque hayas hecho algo bueno o útil, hayas creído cosas ciertas o te hayas mantenido santo, sino simplemente porque tú eres una creación suya.
No hay nada de lo que has hecho en tu vida, ningún pensamiento que hayas tenido, ninguna tragedia o trauma que hayas experimentado que pueda cambiar el amor que Dios tiene para ti. Su amor es constante e inmutable. Él te ha salvado, no porque tú seas bueno, sino porque él es bueno, y su bondad es eterna.
Así que, no temas correr a su lado; abre tu corazón y recibe su bondad. Hay una vida nueva que te está esperando, un reposo y un alivio, y un amor que nunca puede cambiar.
Tercera mentira: “Tengo que ser perfecto para merecer el amor de Dios.” En nuestra cultura se atribuye gran valor a la productividad personal, lo que cada cual aporta a la sociedad y eso puede condicionar nuestra relación con Dios. El enemigo se aprovecha de cualquier tendencia que tengamos a juzgar a alguien, incluso a nosotros mismos, según lo que produce o hace. Aquellas personas que han tenido uno o ambos padres que los han criticado o exigido demasiado desde que eran pequeños, crecen con la idea de que la recompensa solamente se obtiene cuando se cumplen perfectamente las expectativas.
En estos casos, la estrategia del enemigo es lograr que la persona vea en Dios la imagen de su padre humano sumamente exigente. Cuando aceptamos esta mentira, nos parece que Dios es un juez frío, impersonal y distante que solo ofrece aprobación y amor a quienes le obedecen perfectamente y al pie de la letra. Esto puede llevarnos a entender la fe como una especie de “cristianismo del rendimiento”, según el cual creemos que la única vía es hacer lo posible por “ganarnos” el amor de Dios, pero nunca llegar a conseguirlo.
Aquellas personas que sufren los efectos de esta mentira suelen sentir una enorme presión de hacer todo en forma correcta. Cada error, cada pecado, cada imperfección trae consigo un aumento de la sensación de temor y a veces un abrumador sentido de culpabilidad.
La verdad es que “Dios te ama ahora mismo”. El poder de la fe se encuentra en Dios, no en nosotros. Por supuesto, nuestra afirmación y cooperación son esenciales, pero el poder transformador de la fe no viene de nosotros, sino del Señor. Esto significa que no somos nosotros la causa de nuestra salvación, de manera que la salvación no depende de nuestra perfección, sino del amor perfecto de Dios.
Nadie merece ser salvado ni llegar al cielo solo por ser bueno. San Pablo afirma la verdad de que “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Romanos 3, 23 BJ). Únicamente por todo lo que Jesucristo logró, su vida, su muerte, su resurrección y su ascensión, es que podemos ser salvados. No hay nada que tú o yo podamos hacer para que Dios nos ame más de lo que ya lo hace ahora mismo; pero tampoco hay nada que tú o yo podamos hacer para que nos ame menos.
Dios nos encuentra justo allí donde estamos y nos ama por lo que somos ahora mismo; no por lo que un día lleguemos a ser o lo que hayamos hecho o sido en el pasado.
Tú no necesitas hacer nada para merecer el amor de Dios. Él te ama tal como eres y donde estés, y quiere llevarte al centro de su Sagrado Corazón. Todo lo que hace falta es que te arrepientas de tus faltas, las confieses y le digas que sí.
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