Aquí estoy, Señor
Hacer oración es entrar en la presencia de Dios
Moisés tenía una amistad especial con Dios. Tenía el privilegio de entrar en el templo libremente y hablar con Dios “cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Éxodo 33, 11). ¿No le gustaría a usted tener la misma experiencia? Bueno, ¡tal vez puede! La Escritura dice que todos podemos tener “libertad para acercarnos a Dios, con la confianza que nos da nuestra fe en él” (Efesios 3, 12) y nos anima a acercarnos “a Dios con corazón sincero y con una fe completamente segura” (Hebreos 10, 22).
Ya hemos meditado en cómo es Dios y hemos visto que él, con su enorme y temible majestad e inimaginable poder, quiere que le llamemos “Padre”. También planteamos que Dios quiere que su Reino venga a nuestro mundo, que su voluntad se haga en la tierra como en el cielo y que la mejor manera de contribuir a que su Reino llegue a nosotros es llenarnos de su amor y pasarlo a los demás.
Ahora, queremos ofrecer a nuestros lectores unas ideas prácticas para ayudarles a entrar en la presencia del Señor y experimentar su amor.
Orden y actitud. Uno de los elementos más importantes de una buena vida de oración es el orden y la práctica habitual. Esto significa que es preciso fijar una hora específica para rezar cada día, ya sea en la mañana, antes de comenzar el ajetreo del día, al medio día o por la noche al concluir los quehaceres cotidianos.
También conviene escoger un lugar determinado donde haya tranquilidad y sin interrupciones, ya sea en casa, en un parque o en una iglesia. Como Jesús lo dijo: “Entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto” (Mateo 6, 6).
Aparte del orden, la actitud también es muy importante. Al comenzar la oración, disponga su corazón y su mente de la manera correcta. Piense en Moisés que le dijo a Dios: “Si tú mismo no vas a acompañarnos, no nos hagas salir de aquí” (Éxodo 33, 15). O recuerde a San Pedro, que le dijo a Jesús: “Señor, ¿a quién podemos ir? Tus palabras son palabras de vida eterna” (Juan 6, 68).
Por eso, comience su oración con este objetivo en mente: Encontrarse con el Señor y permanecer a su lado. Dígale, por ejemplo: “Padre mío, aquí estoy en tu presencia porque te necesito. Estoy aquí porque tú eres el único que puede darme la gracia que necesito para mantenerme en paz y hacer tu voluntad hoy día.”
Adoración. Luego, una vez que haya fijado la hora y el lugar donde va a hacer su oración y ha decidido adoptar la actitud correcta, ¿qué hace después? Comience por adorar y alabar a Dios, lea y pronuncie las palabras de los salmos o palabras del Señor Jesús. Cante sus himnos favoritos, o bien escuche música que le inspire a rezar. Recuerde lo que dijo San Agustín: “El que canta, reza dos veces.” Contemple la belleza de la creación de Dios. Recuerde las ocasiones grandes y pequeñas en que Dios ha actuado en su vida. Repita las verdades de nuestra fe que usted haya aprendido en la educación religiosa o en la Escritura.
Adore a Dios por lo que él es: perfecto, todopoderoso, omnipresente, justo, misericordioso y compasivo. Adórelo porque él lo ama a usted. Recuerde las veces en que usted lo ha visto actuar en su vida o en un ser querido. Adórelo por su fidelidad y su bondad. Abra la Biblia, lea y deje que la Palabra de Dios inspire su oración y adoración. Por ejemplo, el salmo 100(99) le ayudará a tener una buena actitud; el salmo 23(22) le ayudará a pensar en la protección cariñosa de Dios, y el Salmo 139(138) le ayudará a centrar la atención en la sabiduría y la fidelidad de Dios.
Haga suyas estas palabras. Si lo desea, repítalas varias veces, y deje que las verdades que ellas transmiten se hagan parte de su ser. Si lo hace, poco a poco se dará cuenta de que se ha acercado más al Señor; percibirá un mayor sentido de paz y podrá saborear el amor de Dios. Pronto descubrirá que se siente más confiado, más reconfortado y mejor dispuesto para hacer la voluntad del Señor, y que pronunciará palabras como las siguientes: “Señor, tu amor incondicional me deja anonadado”, “Amado Jesús, te doy infinitas gracias por haberme librado del pecado” y “Padre, aquí estoy a tu servicio.” En resumen, el Señor verá que de usted surge un deseo casi irresistible de entrar frecuentemente en la presencia de Dios.
Una imaginación iluminada. Una vez que crea encontrarse en la presencia de Dios, dé el siguiente paso e invite al Espíritu Santo a que le hable al corazón. Una de las mejores maneras de hacerlo es meditar en el texto bíblico usando la imaginación. Comience leyendo un pasaje de uno de los Evangelios o de los relatos acerca de David, Moisés, Pedro u otro personaje bíblico. Lea con atención, tratando honestamente de entender la narración. Si su Biblia tiene notas a pie de página, léalas también, para que le ayuden a comprender bien el texto.
Pero no se limite a captar sólo el sentido de la historia. Con su imaginación, transpórtese a la época y al lugar y piense que se encuentra allí presente donde ocurre la acción, observando todo lo que sucede. Piense que usted es un observador invisible, por ejemplo, en el aposento alto de la Última Cena, o bien observando cuando Moisés dividió el Mar Rojo. Vea las expresiones y los gestos de la gente; perciba el aroma del aire o el terreno; compare las diferencias entre las reacciones de los protagonistas y sus propias reacciones. Si usted hubiera estado allí en la realidad, ¿qué cree que habría dicho o hecho?
El uso de la imaginación durante la oración meditada sobre un pasaje de la Sagrada Escritura es útil para que la escena cobre vida y usted capte mejor el significado de los hechos y de las palabras pronunciadas. Así podrá adquirir una mejor comprensión de Dios y de su proceder, y verá a Jesús y a los santos con nuevos ojos. San Ignacio de Loyola solía dedicar horas a imaginarse cómo habría sido la vida de la Sagrada Familia cuando el Niño Jesús iba creciendo en el hogar de Nazaret, y a menudo hablaba de la alegría que sentía cuando se imaginaba que él salía a caminar con Jesús, María y José, cenaba con ellos o se les unía en la oración familiar.
Un experimento de oración. ¿Por qué no lo intenta ahora mismo? Busque la parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 20-32) y léala atentamente dos o tres veces, con papel y lápiz en la mano. Dedique atención especial a las conversaciones del padre con sus dos hijos. Procure imaginarse la frustración del hijo rebelde cuando, después de un tiempo, se le acaba todo el dinero y no sabe qué hacer; perciba la sensación de fracaso y pesadumbre que le marcan el rostro; vea la ropa sudada y seguramente desgarrada que lleva; perciba el tono angustioso de su voz e imagínese cómo debe oler.
Luego, piense el sentido de alivio que siente el muchacho y vea cómo trata de sonreir cuando escucha la voz de su padre que le dirige expresiones de cariño y bienvenida. Observe también la amplia sonrisa del padre y la alegría con que abre los brazos para estrechar a su muchacho, sin fijarse en que este hijo suyo había derrochado la mitad de la fortuna familiar. Todo lo que importa es que el joven ha regresado sano y salvo. ¿Le sirve esto para reconocer lo mucho más que su Padre celestial le ama a usted y le da la bienvenida a casa cada vez que usted se arrepiente y cambia de conducta?
Ahora, contemple la figura del hijo mayor que entra en escena. Perciba la expresión de disgusto y cólera en su cara y escuche el rencor que se trasluce en su voz enronquecida cuando habla; observe sus hombres encorvados y cómo aprieta fuertemente las manos. ¡Está realmente indignado porque se considera víctima de una enorme injusticia!
Finalmente, escuche la voz compasiva del padre cuando sale a suplicarle a su hijo mayor que perdone a su hermano. Imagínese la expresión de tristeza y preocupación del padre cuando cariñosamente trata de rescatar a su hijo mayor del ataque de celos que no le deja ver más que juicio, sin dar cabida al perdón ni a la misericordia.
Luego, imaginándose todo el drama que se presenta ante sus ojos, pídale al Espíritu Santo que le permita ver de qué manera este episodio puede relacionarse con su propia vida o con su relación con Dios. Espere unos minutos para captar bien las ideas que lleguen a su mente.
Pero no se preocupe si nada extraordinario sucede al principio. A veces hace falta acostumbrarse a aquietar el ánimo y hay que pasar un poco más de tiempo en silencio, en oración y adoración. Incluso, a veces, el Señor quiere enseñarnos a esperar con confianza y paciencia.
Transformado por la gloria de Dios. En una ocasión, San Francisco de Sales comparó el entendimiento que es posible recibir en esta clase de oración con un ramo de flores, que uno puede guardar como recordatorio mientras transcurre el día de lo que el Señor le haya mostrado en su momento de quietud. ¿Acaso no es ese el propósito de la oración? ¿No es dejar que el Padre nos ayude a cambiar el modo de pensar y actuar para que nuestra vida contribuya a traer el cielo a la tierra?
Así pues, cuando se dé cuenta de que usted es más considerado y atento con otras personas, sepa que es porque el Espíritu Santo está actuando en su interior y asemejándolo más al Señor. Cuando vea que es más apacible, más generoso, más paciente o mejor dispuesto a compartir su fe, esto se debe a que Dios, su Padre celestial, está actuando en su corazón y su conciencia. Hay muchas cosas que pueden suceder, y todo será producto de haberse encontrado en la presencia de Dios durante la oración meditada, sincera y frecuente, y ese encuentro le infundirá a usted, y a todos, el deseo de tener pensamientos y actitudes más parecidos a los de nuestro Señor.
Sí, hermano, tú y yo podemos hacer algo concreto y eficaz para ayudar a traer el Reino de Dios al mundo, a nuestras familias, comunidades, ciudades y países, que tanto lo necesitan, pero hay que tomar la decisión de dedicar más tiempo a la oración nacida del corazón y poner en práctica las ideas y consejos que recibamos de Dios, tanto en la oración personal como en la lectura de su Palabra y en las enseñanzas y exhortaciones de la Iglesia. ¡Que el Señor nos bendiga a todos nosotros haciendo fructíferas nuestra dedicación y obediencia a la voluntad de Dios!
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