¡Alegremente! ¡Alegremente!
La ciudad de Roma transformada por San Felipe Neri
Por: Hallie Riedel
Palabras de vida
“Así dice el Señor tu Creador,
oh Jacob,
Y el que te formó, oh Israel:
No temas, porque yo te he redimido,
te he llamado por tu nombre;
mío eres tú.
Cuando pases por las aguas,
yo estaré contigo,
y si por los ríos, no te cubrirán.
Cuando pases por el fuego,
no te quemarás,
Ni la llama te abrasará.
Porque yo soy el Señor, tu Dios,
El Santo de Israel, tu Salvador.
Ya que eres precioso a mis ojos,
Digno de honra, y yo te amo.
No temas, porque Yo estoy contigo.”
(Isaías 43, 1-3. 4. 5)
Amanecía en Roma y una figura encapuchada cruza los callejones cercanos a la Catedral de Santa María la Mayor, y de prisa pasa por los edificios que quedaron asolados diez años antes, en 1527, cuando la ciudad había sido atacada y saqueada. Ahora, había otro tipo de guerra en que fuerzas opuestas chocaban entre sí batallando por la conquista de la mente y el corazón del pueblo.
Muchas personas, impresionadas por los enormes avances de la ciencia y el arte logrados en la época del Renacimiento, empezaban a desconfiar de la religión y confiar más bien en la inteligencia y la capacidad del ser humano prescindiendo de Dios. En aquel tiempo había corrupción en la Iglesia, apego al lujo y al poder, y aun cuando había una corriente renovadora, algunos reformadores eran demasiado estrictos y dispuestos a encontrar herejías a cada vuelta de esquina. Fue una época de cambio rápido y extremos exagerados: por un lado, estilos de vida extravagantes, opulencia y obscenidad en las diversiones, y por el otro, un intelectualismo riguroso y un exceso de celo en la defensa de la ortodoxia.
Pero la figura encapuchada parecía hacer caso omiso de todo esto. De su capucha sacó un poco de pan y unas aceitunas y se acercó a unos trabajadores que había en la calle. “Bien, hermanos”, les preguntó con un brillo especial en los ojos, “¿cuándo vamos a comenzar a hacer el bien?”
Con esta estrategia de alegría y encantadora confianza, Felipe Neri emprendía un ministerio de evangelización que durante sesenta años fue transformando el clima espiritual de la ciudad de Roma y que aún sigue brindando renovación en toda la Iglesia.
No sólo un amigo simpático. Todavía no se secaba del todo la pintura de los frescos de Miguel Ángel que decoran el techo de la Capilla Sixtina cuando Felipe Neri nació en 1515, época en que el mundo en que vivía era turbulento. Florencia, su ciudad natal, estaba sometida por la poderosa dinastía de los Médici, y las semillas de la Reforma Protestante estaban a punto de brotar. La vida familiar de Felipe tampoco era estable. Su madre había fallecido cuando él contaba apenas cinco años, y su padre estaba abrumado por dificultades financieras. Sin embargo, Pippo buono (“el buen Felipín”) mostraba siempre un semblante feliz, travieso y encantador.
Felipe también se sentía atraído por la oración, por lo que su temperamento afable por naturaleza gradualmente fue encendiéndose en una viva llama de amor a Jesús. Hacia el final de su adolescencia, Neri ya había renunciado a la perspectiva de emprender un oficio lucrativo como comerciante y se había trasladado a Roma, donde vivió con sencillez y se dedicó a dar clases particulares a los estudiantes.
Pasaba la noche en oración, a menudo en las catacumbas o en una de las venerables “Siete Iglesias” de Roma. Pero Felipe no era un ermitaño que viviera aislado. Cuanto mayor era la intensidad con la que percibía el amor de Dios, más atraído se sentía a compartirlo mediante obras de servicio y de evangelización. Tras una noche entera de oración, casi siempre dedicaba el día siguiente a encontrarse con la gente de la ciudad y a “dejar a Cristo por la causa de Cristo”, como él decía.
Sin tener un método o destino preconcebido, Felipe recorría las calles conversando con los comerciantes y los clientes, preguntando a los estudiantes sobre sus estudios y visitando a los pacientes del hospital. A todos hacía sonreír con sus chistes, bromas y su lema ya conocido de todos: “¡Alegremente, alegremente!” Hacía esto para ganarlos a Cristo, pues decía: “Para crecer en la santidad es mejor una alegre disposición que una de melancolía!” De hecho, su propia respuesta a la gracia hizo de él un gozoso evangelizador que atraía a los demás a Cristo con un magnetismo irresistible.
Este magnetismo se hizo aún más patente después del extraordinario Pentecostés “personal” que tuvo Felipe en 1544. Fue a las catacumbas de San Sebastián para pedir más dones y la gracia del Espíritu Santo, cuando de repente vio que un globo de fuego le entraba por la boca y le inundaba el corazón. Esta extraordinaria visión, que vino junto con un abrumador sentido del amor de Dios, marcó a Felipe para toda su vida, no sólo espiritualmente, sino que a partir de este episodio el corazón le latía tan fuerte durante la oración que otros podían escucharlo. Igualmente, irradiaba una calidez tal que era capaz de convertir y curar a las personas con un simple abrazo. Literalmente, Felipe Neri quedó encendido con el amor de Dios.
Un evangelizador novedoso. La experiencia mística de Felipe le llenó del deseo de seguir nuevas ideas y las inspiraciones del Espíritu Santo. Cuando su confesor le instó a ordenarse sacerdote, Felipe se disculpó diciendo que valoraba muchísimo la libertad que tenía para orar y mezclarse con la gente cuando y como se sentía movido. Su contemporáneo, San Ignacio de Loyola, a quien Felipe enviaba a muchos jóvenes para formación en la fe, decía que Felipe era como una campana de iglesia que llamaba a la gente a entrar, ¡pero que se negaba a salir del campanario!
Finalmente, en 1551, después de 18 años de evangelización como laico, Felipe cedió. Reconociendo que podría hacer más el bien si administraba los sacramentos, decidió ordenarse sacerdote. Ya ordenado, se unió a una fraternidad de frailes que vivían juntos y servían a los pobres en la iglesia romana de San Jerónimo. Allí pasaba horas, a veces días y noches enteras en el confesionario, llevando a la gente a Cristo, especialmente a los jóvenes.
Dotado de una sobrenatural intuición, procuraba escuchar al Espíritu cuando se aprestaba a aconsejar a los penitentes en sus necesidades: podía hablar con severidad a una mujer que trataba de inflar sus experiencias místicas, pero con suavidad a otra excesivamente escrupulosa que le consultaba acerca de usar tacones altos: “Pero ten cuidado de no caerte”, le aconsejaba.
Con todo, el padre Felipe sabía que la confesión no era más que un paso en el camino de una persona hacia Cristo. Para ayudar a la gente a crecer, comenzó lo que se conoció como “el oratorio”: reuniones informales en las que la gente podía orar, leer las Escrituras y aprender sobre la vida de los santos. Felipe insistía en que las conversaciones fueran sinceras y prácticas, no teóricas.
Algo que resultaba radical en esa época, es que animaba tanto a laicos como a sacerdotes, religiosos y religiosas a hablar sobre temas espirituales. También sorprendía a los observadores más tradicionales al usar himnos de su propio tiempo, algunos compuestos por músicos conocidos que asistían a las reuniones.
A veces, el oratorio se reunía afuera, lo que dio lugar a otra forma novedosa de extensión: peregrinaciones de todo el día a las Siete Iglesias de Roma. Concebidas como alternativa a los carnavales paganos que entonces estaban en boga, estos festivos paseos se caracterizaban por la predicación, la oración, la música, alimentos y, por supuesto, Felipe mismo que reía alegremente y hacía bromas.
Estas peregrinaciones, eran populares y muy eficaces, atraían a grandes multitudes, hasta cuatro mil personas, y a muchos que venían nada más que para mofarse de los demás, pero que luego eran tocados por la gracia y se convertían allí mismo.
También se fue propagando por toda Roma la costumbre de las “40 horas”, durante las cuales se exponía el Santísimo Sacramento en el altar principal de cada iglesia, de un modo bien visible, para que los fieles vinieran a adorar a Cristo Sacramentado durante 40 horas seguidas, turnándose unos con otros para la adoración.
Todos los ojos fijos en Jesús. Con el tiempo, Felipe se hizo conocido y apreciado en toda Roma, aunque no por todos. Había prelados influyentes que desconfiaban de sus ideas y sus novedosas prácticas y algunos lo acusaban de ser demasiado ambicioso, orgulloso e ignorante, e incluso herético.
Dolido por esto, Felipe siguió adelante, obediente a su confesor, y sin temor alguno ni procurando parecer más convencional. Incluso cuando lo estaba investigando la Inquisición o recibía visitas importantes, no dudaba en hacer bromas, deliberadamente pronunciaba mal algunas palabras en latín o pedía a sus seguidores que hicieran rústicas danzas folklóricas. Felipe no temía ser condenado ni despreciado; lo que sí temía era que la gente lo considerara santo.
Siempre alerta para no caer en el orgullo, Felipe se burlaba de sí mismo. Conforme crecía su renombre, sus travesuras y el menosprecio de sí mismo fueron aumentando también, al punto de dar la impresión de que era simplemente un viejo bobo. A veces recorría las calles llevando grandes zapatos blancos, un cojín como sombrero y su túnica al revés.
Para enseñar a sus discípulos a seguir el mismo camino de humildad, a veces les daba penitencias cómicas. A un converso de una familia noble le encargó pasear por las calles al perro viejo que él tenía; a otro que se hizo sacerdote, pero que estaba un poco demasiado orgulloso de su primer sermón, le ordenó predicar el mismo sermón una y otra vez hasta que los oyentes pensaran que no tenía nada más que decir. Todo lo hacía para que la gente no se fijara en los mensajeros del Evangelio, incluido él mismo, sino en Jesús.
El mensaje es la misericordia. Pese a todas sus payasadas, lo más interesante de Felipe era que su humildad y su saludable desconfianza de sí mismo iban de la mano con una santa confianza y devota audacia. Estaba convencido de que la misericordia de Dios podía hacer la obra de la santificación y la conversión mucho mejor que su propia inteligencia.
No tenía miedo del poder del pecado y por eso, en vez de evitar a personas de dudosa reputación, se acercaba a ellos con la confianza de que Dios iba a ganarlos para sí. Un día, cuando un delincuente entró a la reunión del oratorio, Felipe le dio una cálida bienvenida y no lo sermoneó, sino que le dio un puesto de honor en la reunión. Más tarde, esa misma noche, el fugitivo confesó sus pecados entre lágrimas y regresó a la Iglesia.
Para la fecha en que Felipe Neri falleció, el 25 de mayo de 1594, se había renovado el clima espiritual de Roma, y casi a pesar de sí mismo, había fundado una congregación de sacerdotes que ahora continuaban su trabajo y espíritu de alegría en los oratorios de todo el mundo.
En realidad, Felipe Neri fue el santo que se necesitaba en la turbulencia de su época. Pero él no fue el único. En el tiempo de su vida, otros hombres y mujeres —santos con personalidades y virtudes muy diferentes— también respondían a la llamada de Dios: Ignacio de Loyola, que fundó los jesuitas; Francisco Javier, que llevó el Evangelio al Lejano Oriente; Teresa de Ávila, que reformó el Carmelo; Carlos Borromeo, que atendió a las víctimas de las plagas y trabajó por la reforma de la Iglesia en los círculos más elevados; Camilo y su congregación, que reformaron la atención hospitalaria.
Y aquí también hay un mensaje sobre la misericordia divina. Así como Dios suscitó una serie de santos para satisfacer las necesidades del tiempo de Felipe, hoy trabaja llamando y ungiendo con poder a discípulos de diferentes temperamentos y aptitudes para renovar la Iglesia y convertir al mundo. No tenemos que evangelizar tal como lo hizo Felipe Neri, pero confiando en que Dios ve todo el panorama de una vez, podemos acudir a su lado, enamorarnos de él y darle rienda suelta a su Espíritu para utilizar los dones que él nos ha concedido para lograr resultados sobrenaturales.
Hallie Riedel trabaja como editora en The Word Among Us, en Frederick, Maryland.
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