A quien Dios ha perdonado...
La visión del beato Jean-Joseph Lataste para mujeres encarceladas
Por: Ann Bottenhorn
Poco después de cumplir treinta y dos años, el sacerdote dominico Jean-Joseph Lataste tuvo la oportunidad de compartir el mensaje de la misericordia de Dios con un grupo de mujeres encarceladas. Su breve retiro fue el inicio de un dinámico ministerio para mujeres que sufrían grandes lesiones emocionales. El Padre Lataste murió menos de cinco años después, a la edad de treinta y seis años, pero el origen de la historia de las dominicas de Betania ofrece al mundo un signo conmovedor de las profundidades de la misericordia de Dios y de su poder para sanar plenamente a sus hijos.
Mujeres sin esperanza. Jean-Joseph Lataste nació con el nombre de Acide-Vital Lataste el 5 de septiembre de 1832, en Cadillac, Francia. A unos cuarenta kilómetros del río Garonne, al otro lado del puerto de Burdeos, unas cuatrocientas mujeres cumplían sentencias en la prisión de Cadillac. El penal se encontraba en un castillo que se veía formidable por fuera y que alguna vez fue opulento, pero que para ese momento era lúgubre, húmedo y casi desprovisto de muebles, apenas los necesarios para subsistir.
La vida de las prisioneras de Cadillac era miserable debido al frío, la desnutrición y la falta de higiene. La disciplina era severa; el temor y la desesperación despedían un hedor persistente. Pasaban largas horas haciendo trabajos forzados en completo silencio y solamente recibían dos escasas comidas al día. La sociedad francesa consideraba que estas mujeres —condenadas por infanticidio, prostitución y robo— eran un virus contagioso, y el encarcelamiento era la forma de contener la infección. En prisión, ya fuera por diez, veinte años o de por vida, se les recordaba continuamente la maldad que habían cometido. Muchas se desesperaban y cometían suicidio.
El apóstol de las prisioneras. En septiembre de 1864, el Padre Lataste fue enviado a la prisión a dirigir un retiro de cuatro días. Habían dado permiso para que hubiera adoración perpetua del Santísimo Sacramento en la capilla de la prisión, y él iba a preparar a las mujeres encarceladas con tal fin. Como la mayoría de los habitantes del lugar, el presbítero había escuchado los relatos espeluznantes que se contaban de las mujeres, que eran casi todas víctimas de los “prejuicios de la gente” y de un “instintivo desprecio”, como lo describió él, por parte de la población. Fue “con una punzada de dolor y el pensamiento de que probablemente era inútil,” como él dijo, que el Reverendo Lataste llegó a la puerta de la cárcel para dirigir el retiro.
Sin embargo, las palabras iniciales que pronunció el sacerdote —en lugar de ser condenatorias o de reproche— les recordaron a las reclusas que ellas eran bienvenidas, incluso deseadas, en la familia de Dios. “Mis queridas hermanas,” comenzó diciendo, dirigiéndose a mujeres que estaban acostumbradas al regaño y el desprecio, “he venido a ustedes… Y extendiendo mis manos, les digo: mis buenas, mis desafortunadas hermanas, mis queridas hermanas.” Estas sencillas pero amables palabras “tuvieron el efecto de la explosión de una bomba”, según un biógrafo. Un número grande de mujeres, profundamente conmovidas, comenzó a formar fila para la Confesión.
“¡Nunca pierdan la esperanza!” Durante años, Dios le había estado dando al Padre Lataste una visión profunda de la redención que era posible para los pecadores. Poco después de entrar en el noviciado dominico, se había lesionado en un dedo. Complicaciones inesperadas lo habían confinado a largos tiempos en la enfermería. Durante uno de estos periodos, el sacerdote tuvo el privilegio de besar una reliquia de Santa María Magdalena, preservada y difundida como recuerdo de la misericordia infinita de Dios. [La piedad popular a menudo cometía el error de confundir como la misma persona a María Magdalena con la “mujer de mala vida” del capítulo 7 del Evangelio de San Lucas, que ungió los pies de Jesús.] El gesto resultó en una experiencia espiritual para el sacerdote:
Al besarla [la reliquia]… pensé: …los grandes pecadores, hombres y mujeres, llevan en sus adentros los inicios de grandes santos; ¿quién sabe si algún día en eso es en lo que se convertirán?
Luego de esa experiencia, el Padre Lataste comenzó a sentirse fuertemente atraído por las “almas perdidas” que él consideraba que eran “almas hermosas y nobles” que aún no habían reconocido la voz de Dios que las llamaba. En los años siguientes, rezó y estudió sobre la misericordia. Comenzó predicando que todas nuestras ofensas, “aunque sean graves, ¡nunca alcanzarán la proporción del amor y la misericordia infinita de Dios!” “Nunca pierdas la esperanza en [esa] misericordia”, decía.
El Espíritu Santo lo había preparado bien, así que, durante ese retiro en el otoño de 1864, el Reverendo Lataste compartió lo que Dios le había mostrado sobre el pecado y el arrepentimiento, la misericordia y el perdón.
Mientras pronunciaba su mensaje, las mujeres sollozaban, lloraban y se arrepentían en silencio. En un confesionario improvisado, narraron sus historias de engaño y traición, abuso, maltrato y abandono. El perdón de corazón hacia sus abusadores comenzó a salir de los labios de ellas que hasta ese momento solamente habían proferido odio y maldiciones. La transformación interior, que nadie creía que fuera posible para estas “incorregibles” mujeres, estaba llevándose a cabo ante los ojos de todos. “Ustedes están en el camino correcto”, les decía a las mujeres, “continúen en él. Cualquiera que haya sido su pasado, no se vean más como prisioneras, sino como almas dedicadas a Dios.”
Un proyecto escandaloso. Si el sacerdote había llegado al retiro con bajas expectativas, terminó tan cambiado como muchas de las prisioneras. Arrodillado junto con ellas delante del Santísimo Sacramento, le preocupaba quién las ayudaría a mantenerse cerca de Dios después de que fueran liberadas. Fue en ese momento que nació una nueva idea. Se decidió a formar un nuevo tipo de comunidad de mujeres, que estuviera abierta tanto para las exprisioneras como para cualquier otra mujer que deseara unirse.
Aquella era una idea impensable y escandalosa. Estigmatizadas por el pueblo de Francia, las mujeres seguían siendo vistas como degeneradas de por vida al momento de su liberación. Sin embargo, el padre Lastaste entendió, de repente, que Dios miraba a estas mujeres arrepentidas como almas hermosas.
“¡Eran culpables, sí, es cierto!” decía, “pero Dios no nos pregunta qué éramos; él se conmueve solamente por aquello en lo que nos hemos convertido.” Prisioneras que habían sido perdonadas en el Sacramento de la Reconciliación, que ahora podían recibir la Comunión, ¿cómo era posible que se les prohibiera participar del nuevo proyecto?
“He visto maravillas.” En 1865, el sacerdote dio un segundo retiro en la prisión. Normalmente, las prisioneras asistían de dos en dos para intercambiar lugares durante la Adoración perpetua del Santísimo. Sin embargo, en la última noche, el Padre Lataste quedó impresionado al verlas venir por cientos. Haciéndose eco del clamor de Santa Catalina de Siena cuando esta tuvo una visión del cielo, el presbítero escribió: “Necesito gritar junto con [Catalina], ‘¡he visto maravillas!’ … vi esta prisión, objeto de pesar y temor… ¡transformada esta noche en un lugar de delicias, en un lugar de gloria y felicidad!”
Las conversiones que ocurrieron en 1864 no fueron temporales. El Reverendo Lataste pensó que había visto el paraíso. Reunir a mujeres que nunca habían puesto un pie en la prisión junto con exprisioneras arrepentidas en “una sola familia” sería un signo para el mundo del perdón total y la restauración que Dios concede a través de la comunión con la divinidad.
Un sueño imposible. Siguieron meses y años de predicación. La idea fue apreciada, pero ni la orden de los dominicos ni el arzobispo local estaban dispuestos o preparados para autorizar el trabajo ni recaudar fondos para ello. El mismo sacerdote albergaba algo de preocupación de que pocas reclusas realmente quisieran unirse a la obra que él visualizaba.
Pero el Padre Lataste permaneció paciente, declarando: “Esta es la obra de Dios… él es quien la está llevando a cabo.” Mientras esperaba, publicó un boletín dirigido a la obtención del apoyo público para el proyecto, el cual llamó “Casa Betania”, un lugar donde Jesús iría a descansar.
La reacción a la propuesta fue pronta pero hostil. Los habitantes locales argumentaban que las exprisioneras mancillarían la “atmósfera de meditación” de la iglesia. Los padres temían que sus hijos asistieran a escuelas donde hubiera maestras que fueran mujeres de Betania. Un sacerdote dominico sugirió que la mala reputación de las penitentes podría obstaculizar la santidad de otras mujeres, y decía que la Casa Betania era el “sueño imposible del Padre Jean-Joseph.” Pero este permaneció firmemente convencido de que el proyecto estaba en manos de Dios.
Lentamente, Casa Betania comenzó a recibir los permisos necesarios para seguir adelante. Para su estatuto, el padre fundador decidió imitar el estilo de vida de la Tercera Orden de los dominicos de claustro. Además, las mujeres de Betania serían una orden religiosa de hermanas contemplativas a quienes se les permitiría servir como maestras, voluntarias de la prisión y trabajadoras en otros apostolados.
“El Señor se hará cargo de todo.” El 22 de julio de 1868, las primeras dos “hermanitas” del Padre Lataste recibieron el hábito dominico. Aproximadamente al mismo tiempo, él comenzó a sufrir de una enfermedad que acabaría con su vida. Cuando se le preguntó qué sucedería con su trabajo, respondió: “Es la obra de Dios; el Señor se hará cargo de todo.”
El Padre Jean-Joseph Lataste murió el 10 de marzo de 1869. En sus últimas palabras a sus hermanas, les aseguró que él le pediría a Dios que enviara a su Espíritu Santo para que Betania continuara creciendo. En este lado del cielo, el Padre Raymundo Boulanger, otro dominico que apoyaba la obra, terminó de escribir el estatuto de las Hermanas Dominicas de Betania.
Ciento cincuenta años más tarde, Betania continúa siendo un pequeño movimiento ubicado en Francia y los Países Bajos. En los Estados Unidos, hay dos comunidades inspiradas por la obra del Padre Lataste que se han formado en Massachusetts y Maine.
El proceso de la beatificación del padre Jean-Joseph Lataste comenzó en 1937, y el 27 de junio de 2011, el Papa Benedicto XVI lo aprobó, permitiendo que se le contara entre los reconocidos como beatos.
Verdaderamente libre. El Reverendo Lataste no era un gran teólogo ni orador; pero vivió ayudando a que las mujeres vulnerables y victimadas vivieran aquello que él recibió del corazón de Dios: Que el que es perdonado por Dios es completamente perdonado. El que es liberado por el Hijo es verdaderamente libre (ver Juan 8, 36). Libre para crecer y desarrollar una relación con Dios; libre para crecer en santidad, incluso en los sombríos confines de un lugar como la prisión de Cadillac. Libre para ser miembro pleno y amado sin reservas de la familia de Dios.
Ann Bottenhorn vive en Florida y es colaboradora frecuente de la revista.
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