La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Mayo de 2018 Edición

La gracia del matrimonio

Símbolo de Cristo y la Iglesia

La gracia del matrimonio: Símbolo de Cristo y la Iglesia

Qué admirados nos sentimos realmente cuando nos damos cuenta de que Dios nos conoció desde antes de la creación del mundo y nos destinó a ser objetos de su amor infinito (véase Efesios 1, 5-10).

Pero más asombroso aún es considerar que algo tan usual como el matrimonio haya sido creado como uno de los reflejos más patentes de ese amor divino en el mundo. En toda la Escritura —comenzando con la historia de Adán y Eva en el Jardín del Edén— se compara el plan de Dios con el matrimonio, tanto en el compromiso de amor como en la entrega y la generosidad en la relación.

Cuando los profetas del Antiguo Testamento llamaban al pueblo israelita a volver a observar su alianza con Dios, frecuentemente decían que la nación era la esposa de Yahvé: “Recuerdo que cuando eras joven, me eras fiel, que cuando te hice mi esposa, me amabas y me seguiste a través del desierto, tierra en que nada se cultiva” (Jeremías 2, 2-3).

En este mismo sentido, Oseas habló diciendo que Yahvé es un Esposo amante y cariñoso, que atesora a su pueblo descarriado (su Esposa) y que siempre lo está llamando a regresar a su lado: “Yo la voy a enamorar: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Luego le devolveré sus viñas, y convertiré el valle de Acor en puerto de esperanza para ella. Allí me responderá como en su juventud, como en el día que salió de Egipto. Entonces me llamará ‘Marido mío’.” (Oseas 2, 14-16)

La revelación completa del amor. Lo que Dios había prometido y preparado por medio de Israel —un misterio revelado en parte a través de la gracia del matrimonio— lo cumplió para su pueblo en la Encarnación de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. En la vida de Cristo vemos claramente, no sólo cuánto ama Dios a su pueblo, sino la clave del amor entre el marido y su esposa. Este vínculo se explica tal vez más claramente en la carta de San Pablo a los efesios, donde el apóstol les habla directamente a los esposos y las esposas: “Esposos, amen a sus esposas como Cristo amó a la iglesia y dio su vida por ella. Esto lo hizo para santificarla, purificándola con el baño del agua acompañado de la palabra para presentársela a sí mismo como una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa y perfecta… ‘Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona.’ Aquí se muestra cuán grande es el designio secreto de Dios. Y yo lo refiero a Cristo y a la iglesia.” (Efesios 5, 25-27.31-32)

Durante toda su vida en la tierra —y más perfectamente en su muerte en la cruz— Jesús demostró la veracidad de sus propias palabras: “El amor más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos” (Juan 15, 13).

Tanto ama Jesús a su Esposa, la Iglesia, que quiso abandonar el trono de su gloria y hacerse uno de nosotros, para vivir como ser humano y someterse a una muerte terrible a fin de que el pueblo de Dios, su amada Esposa, pudiera reconciliarse con él. Jesús es quien “renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo” (Filipenses 2, 7-8). Cristo es quien reveló la profundidad del amor que se da por entero, el amor ágape.

Orando y participando en la vida del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, podemos llegar a una unión íntima con el Hijo de Dios, ser elevados al ámbito de la Santísima Trinidad y experimentar algo del poderoso amor divino que fluye entre el Padre y el Hijo. Este amor, que está siempre activo en nuestro interior por el poder del Espíritu Santo, nos prepara para recibir, con mayor profundidad, el amor ágape que nos prodiga el Señor, a fin de que lo demos al prójimo, y amemos como somos amados.

Así es como nos sentimos movidos a servir a los demás, como Jesús, para que ellos se sientan a su vez atraídos hacia al Señor. ¿Cómo los servimos? Compartiendo con ellos la Palabra de Dios; siendo compasivos, como el Padre lo es con nosotros; tratándolos con el respeto y la dignidad con que deben ser tratados los hijos amados de Dios. ¿En qué otras circunstancias podríamos vivir más cabalmente esta llamada que en la unión de amor y comunicación de vida que constituye la esencia del matrimonio cristiano?

El amor se da y se recibe. Consciente de que el matrimonio es reflejo de la unión de Cristo y la Iglesia, San Pablo exhortaba a los maridos a amar a sus esposas tal como Cristo ama a la Iglesia. ¿Qué significa esto en la práctica? ¿Cómo nos ama Cristo? Antes que nada, el Señor nos ama dándose por entero y sin pretender dominarnos. Jesús es el Siervo humilde que lava los pies a sus discípulos (Juan 13, 13-15). En realidad, la gracia de Cristo es tan poderosa que libra a los maridos y a las esposas del nefasto deseo de “mandar” al otro (Génesis 3, 16) y los lleva más bien a ser humildes, es decir, a hacerse canales del amor compasivo de Dios el uno para el otro, tal como Jesús vino a brindar el amor del Padre a su pueblo.

La gracia del matrimonio también libra a los cónyuges de la absurda tendencia a esperar demasiado el uno del otro. Es cierto que a veces tenemos un deseo y una ilusión tan grandes de idealizar el amor que deseamos que el marido o la esposa tengan actitudes que no son realistas, y si esas expectativas no se cumplen, nos quedamos frustrados y resentidos. En efecto, no existe el “marido perfecto” ni la “esposa perfecta” que sea capaz de demostrar siempre y completamente el amor intachable que deseamos experimentar. No hay ser humano que pueda satisfacer plenamente la necesidad de amor de otro ser humano. Fuimos creados con una capacidad tan grande para recibir amor que ningún otro mortal podrá llenar jamás, como lo declaró acertadamente San Agustín: “Nos hiciste para ti, Oh Señor, y nuestro corazón no descansará hasta que descanse en ti.”

En la vida de la Santísima Virgen María vemos que su primer anhelo era hacer la voluntad de Dios. Su amor a José brotaba de su deseo de agradar al Señor. Por eso estuvo dispuesta a arriesgar su matrimonio, y poner el plan amoroso de Dios por encima de los planes que ella y José pudieron haber tenido para su vida matrimonial. El matrimonio es sin duda una gran bendición y un don de Dios, pero nunca debe hacernos olvidar que fuimos destinados para Cristo. Cuando la pareja casada se dedica a buscar a Jesús antes que a conseguir cualquier otro propósito terrenal, se abre a la gracia que perfecciona el amor humano, fortalece su unidad y santifica el camino hacia la vida eterna.

A imagen de Cristo. El amor generosísimo de Cristo es nuestro modelo y fuente de fortaleza. San Pablo lo explicaba en términos de un amor irresistible: “El amor de Cristo se ha apoderado de nosotros desde que comprendimos que uno murió por todos y que, por consiguiente, todos han muerto. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para él, que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5, 14-15).

Si tratamos de imitar a Cristo sin tener una vivencia clara de su amor irresistible, el cristianismo puede decepcionarnos y parecernos una carga pesada. Algunos tratan de aparentar amor para conseguir la aprobación de los demás, pero sin llegar a una entrega sincera. Eso no es más que un amor superficial. Los que aman así suelen terminar por molestarse y resentirse al ver que su amor no es apreciado ni correspondido, y esto tiende a ahuyentar a los demás.

Otra actitud inconveniente es tratar de imitar a Cristo confiando en nuestros propios medios, simplemente apelando a la fuerza de voluntad y tratando de hacer todo lo que nos parece que Dios (o nuestro cónyuge) espera de nosotros. Este criterio conduce finalmente a una búsqueda fría y legalista de la perfección. Así, el cristiano estoico, es decir el que es indolente o insensible, es también incapaz de amar de corazón, porque las rígidas normas que él mismo se impone terminan por atarlo y no llega nunca a lograr el crecimiento espiritual que se propone. Se impone esas normas, pero sin inspirarse en la compasión y la comprensión, cayendo luego en la trampa de juzgar a los demás y juzgarse a sí mismo con demasiada estrictez.

Para imitar a Cristo, tenemos que amar como él amó: Con un amor incondicional, que brota naturalmente del corazón lleno del Espíritu Santo. Jesús fue capaz de sacrificarse por nosotros porque conocía el amor de su Padre. Así, cuando percibamos el calor del amor del Padre, también aprenderemos a amar de corazón y sin poner condiciones. Este amor lo podemos recibir presentándonos ante el Padre en la oración, uniéndonos a su pueblo en la celebración eucarística, en la que podemos degustar por adelantado el Banquete de Bodas que más tarde llegará. La capacidad de amar de esta forma la recibimos cuando aprendemos por fe que Cristo vive en cada uno de los que formamos la Iglesia y que por medio de su Iglesia (su esposa), él nos ofrece una participación más profunda en su amor incondicional.

Nuestro destino en Cristo. Los cristianos, criaturas nuevas liberadas del pecado, podemos ahora unirnos a Jesús, que nos resucitó de entre los muertos. Este es nuestro destino, la razón por la cual fuimos creados: unirnos a Cristo y, estando con él y en él, ser elevados a la derecha del Padre. Así, los matrimonios terrenales —que son para toda la vida— son señales de una realidad mucho más profunda: el amor que durará para siempre.

El Sacramento del Matrimonio representa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y lo santifica en el camino de la vida eterna (v. CIC 1661)

Cualquiera que sea nuestro estado de vida —soltero, casado, separado, divorciado o viudo— Dios Padre nos ofrece el perdón y la gracia para perdonar, a fin de que podamos recibir el amor generoso que nuestro humilde Esposo Jesús derrama sobre nosotros.

El hecho de saber que estamos llamados a formar parte de la Esposa de Cristo es fuente de paz y sanación, especialmente para los que vienen de familias destruidas, y de fortaleza y amor para los que son solteros. Seamos quienes seamos, todos pertenecemos a Cristo, que nos ha reclamado a cada uno como de su propiedad; y como Iglesia, somos su premio, su posesión amada.

Esto nos trae de regreso al misterio del matrimonio. Dios quiere que seamos bendecidos abundantemente con el amor de la Santísima Trinidad y de la Iglesia —la cual es “su plenitud, ya que Cristo es quien lleva todas las cosas a su plenitud” (Efesios 1, 22-23). Por eso nos manda que lo amemos a él y que nos amemos los unos a los otros, para que seamos colmados de su amor, y nos da el poder de amar al prójimo gracias a los méritos de Jesús, nuestro Esposo, quien “es todo y está en todo” (Colosenses 3, 11).

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La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre, y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. La familia cristiana es evangelizadora y misionera. (Catecismo de la Iglesia Católica 2205)

La gracia del matrimonio

¡Qué cosa más excelente es el matrimonio, que como un hermoso velo adorna toda la Escritura! Fue inaugurado con Adán y Eva en el Génesis, elogiado en el Cantar de los Cantares, defendido en la más profunda tribulación por Oseas, elevado a la dignidad de sacramento por Jesús, iluminado por San Pedro y San Pablo, y consumado en el Apocalipsis. ¿Cómo es que nosotros, que somos pecadores, podemos unirnos los unos a los otros en un nexo tan estrecho que representa el amor de Cristo a su Iglesia? ¿Qué fue lo que quisieron decir los Padres de la Iglesia cuando escribieron que cada familia cristiana es una “iglesia doméstica”, que expresa la plenitud de la vida que Dios ha conferido a su pueblo amado? ¿A qué se debió que la Iglesia, desde sus comienzos, empezara a reconocerse como la “Esposa de Cristo”? ¡Sin duda debe haber una dignidad maravillosa y un llamamiento especial que cada marido y cada esposa tiene el privilegio de experimentar!

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