La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Octubre 2015 Edición

Padre Nuestro

Estas dos palabras son el corazón de la oración

Padre Nuestro: Estas dos palabras son el corazón de la oración

¿Se imagina usted ser uno de los discípulos y observar a Jesús cuando él rezaba antes de elegir los Doce Apóstoles? ¿O si usted estuviera con Pedro, Santiago y Juan en la montaña viendo a Jesús que rezaba y luego observando con temor cuando se transfiguró ante sus propios ojos? ¿O si lo viera irse a orar después de pasar el día entero predicando y curando a los enfermos?

Fue precisamente por eso que los discípulos le pidieron: “Señor, enséñanos a rezar” (Lucas 11, 1). Se daban cuenta de que era de la oración que el Señor recibía su fortaleza, su sentido de misión y su serenidad, y ellos querían experimentar lo mismo. Ya sea que lo reconozcamos o no, todos tenemos el profundo deseo interior de conocer más a Dios y experimentar su presencia de un modo profundo y personal. ¡Es que Dios nos hizo así!

Un Padre generoso. Cuando los discípulos le pidieron al Señor que les enseñara a rezar, la primera palabra que él pronunció fue “Padre” (Lucas 11, 2). Desde el principio mismo Jesús nos enseñó que nos consideráramos hijos de Dios, que esperan recibir de él aliento, amor y guía y nunca tener miedo de su santidad y su majestad.

Además, el Señor nos dio permiso para llamar “Abba” a Dios. Abba es una palabra aramea que significa “Papá.” Pero al mismo tiempo, nos enseñó a decir “santificado sea tu nombre” (Lucas 11, 2). Dios es nuestro Papá, y es cierto que podemos hablarle como hijos suyos, pero esto no significa que podamos ser demasiado informales o relajados que caigamos en actitudes de irreverencia.

Si usted tuviera la posibilidad de reunirse con el Papa Francisco, ¿no lo consideraría un gran honor? Probablemente pensaría tanto en lo que le diría y lo que escucharía de él que se olvidaría de todo lo demás. No contestaría su teléfono móvil y toda su atención estaría centrada en el Santo Padre. Así es como Jesús quiere que nos presentemos delante de nuestro Padre celestial. Dios es un ser divino y santísimo y es justo que le rindamos todo el honor y la atención que merece; es justo dejar de lado todo lo demás cuando estamos con él y dedicarnos a disfrutar del tiempo que pasemos en su presencia. Y es justo que le llamemos Papá.

Vestirse adecuadamente. Piense un poco más en aquella posibilidad de reunirse con el Santo Padre. ¿Iría usted con camiseta y pantalones vaqueros? ¿O procuraría vestirse lo mejor posible para dar una buena impresión? Lo mismo sucede cuando nos presentamos ante Su Majestad, nuestro Rey. Incluso antes de comenzar a rezar, es bueno pedirle perdón por los pecados cometidos.

Recuerde lo que Jesús le dijo a Pedro en la Última Cena: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo” (Juan 13, 8). Piense en que al comenzar la Misa, le pedimos perdón a Dios, además de que en el Sacramento de la Reconciliación tenemos la inagotable gracia de Dios a nuestro alcance. El arrepentimiento sincero por las faltas y pecados cometidos nos prepara para caminar con el Señor; nos limpia y nos ayuda a llegar a la presencia de Dios y permanecer en ella.

Nadie como él. La cultura del momento tiende a idolatrar a los deportistas, estrellas de cine, cantantes y otros personajes muy famosos. Pero lo cierto es que ningún actor o atleta es santo por mérito propio. En realidad nadie lo es, ni siquiera la Virgen María, la mujer más santa que ha existido. Ella fue hecha santa, mientras que Dios es santo en sí mismo. María fue llena de gracia, mientras que Dios es la gracia.

Así pues, cuando oramos diciendo “Santificado sea tu nombre,” proclamamos que sólo Dios es santo por naturaleza y expresamos el deseo profundo de que cada persona también sepa que Dios es santo y le rinda honor.

Cuando Job percibió la santidad de Dios, exclamó: “Ahora te han visto ya mis ojos; por eso me retracto de mis palabras y me arrepiento, echándome polvo y ceniza” (Job 42, 5-6). Cuando el profeta Isaías vio a Dios, también se sintió movido a arrepentirse: “¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos” (Isaías 6, 5). Y cuando Pedro fue testigo de un milagro que dejó a la vista su falta fe, exclamó: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” (Lucas 5, 8).

Nosotros también, al igual que Job, Isaías y Pedro, cuando entramos en la presencia de Dios logramos vislumbrar algo de la santidad del Altísimo y ver claramente nuestras propias faltas. Uno pensaría que el hecho de ver las imperfecciones propias le hace sentirse fracasado, pero cuando se hace en la presencia en Dios lo que sucede es lo contrario.

Cuando nos arrepentimos, el Padre nos perdona inmediatamente y también nos muestra, como lo hizo con Job, Isaías y Pedro, que nos ama incondicionalmente a pesar de nuestras deficiencias. El Señor nos asegura que nunca nos rechazará ni nos abandonará, incluso nos concede una visión de la clase de personas que podemos llegar a ser si permanecemos cerca de él y dejamos que el Espíritu Santo actúe libremente en nuestro corazón.

Nuestro Padre es perfecto y no necesita absolutamente nada. No obstante, decide involucrarse profundamente en la vida de aquellos que considera sus hijos. Él no necesita nuestro amor, pero se alegra cada vez que le demostramos amor de verdad. Siempre es paciente, amable y misericordioso y como cualquier padre bueno, siempre quiere lo mejor para sus hijos.

De manera que cuando decimos “Padre Nuestro” esto es lo que estamos afirmando, reconociendo su absoluta santidad y alegrándonos por su inquebrantable amor.

La prioridad de la adoración. Cuando el Señor les enseñó a rezar a sus discípulos, usó una serie de peticiones: “Venga a nosotros tu reino… Danos hoy nuestro pan de cada día.... Líbranos del mal.” Vemos así claramente que Jesucristo quiere que le presentemos a Dios nuestras necesidades, pero al mismo tiempo debemos tratar de que las peticiones no dominen la oración. No queremos tratar a Dios sólo como un “dispensador de soluciones”, alguien que arregle aquello que nosotros no podemos solucionar. Sí, obviamente, el Señor quiere ayudarnos, pero también quiere que hagamos nuestra oración con sencillez, de modo que percibamos su presencia, su amor y su misericordia. Lo que quiere es que, al hacer oración, elevemos a su divina presencia tanto nuestra adoración como nuestras peticiones.

La actividad principal que se lleva a cabo en el cielo es la adoración a Dios, como leemos en la Escritura: En el cielo, los seres vivientes: “no se cansaban de repetir día y noche: ‘Santo, santo, santo es el Señor, Dios todopoderoso’” (Apocalipsis 4, 8). En el cielo ellos cantan: “Digno es el Cordero que fue sacrificado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor.” (5, 12). La permanente alabanza celestial rinde honor a Dios y abre las compuertas de la gracia.

Y la adoración que elevamos nosotros hace lo mismo. La adoración a Dios —”Santificado sea tu nombre”— también tiene que ser nuestra principal prioridad. Se supone que todo lo demás que hagamos en el día esté subordinado a la adoración a Dios y al deseo de darle honor y gloria. Esto incluye el modo cómo tratamos a nuestros familiares y amigos, cómo actuamos en el trabajo y cómo entendemos la misión de la Iglesia.

Una de las señales más elocuentes de que uno ha entrado en la presencia de Dios durante la oración es la manera en que uno actúa y piensa después de haber rezado. Si usted se da cuenta de que actúa con más amabilidad, paciencia y afecto, no deje de darle gracias a Dios, porque ¡eso significa que el tiempo que ha dedicado a su Padre celestial está cambiando su corazón!

Hable con su Papá. Así pues, es bueno decidirse ahora mismo a dedicar tiempo a la oración a fin de comunicarse con su Padre, y hacer todo lo posible por entrar en su presencia y adorarle día a día.

Y cuando tú, hermano, hagas oración, recuerda que Dios todopoderoso quiere que le llames “Padre”, que le digas “Papá”, porque él te ama con amor eterno y se deleita en compartir contigo. El corazón de Dios se enciende de amor cada vez que tú le dices “Papá, quiero estar contigo” y el Señor realmente disfruta de tu compañía. Por extraño que parezca, Dios se llena de alegría cuando tú elevas tu atención y tu corazón a su ámbito celestial y él se dispone a escucharte y colmarte de bendiciones. ¡Este es el Padre que tú tienes!

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