La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Diciembre 2014 Edición

La alegría del perdón

Cómo compartir las maravillas de la misericordia

Por: el padre Alfredo I. Hernández

La alegría del perdón: Cómo compartir las maravillas de la misericordia by el padre Alfredo I. Hernández

Ser perdonado es maravilloso, ¿no es así? Cuando los esposos tienen una fuerte discusión sobre algo que en realidad no es tan importante y el que comenzó dice finalmente: “¿Sabes? En realidad yo estaba equivocado. Lo siento mucho”, ¿no es verdad que esas palabras revelan un espléndido sentimiento de sinceridad y generosidad?

Si los niños desobedecen y se portan mal, pero finalmente lo reconocen y piden perdón, ¿no se siente estupendo cuando los padres les dicen que están perdonados? Y cuando los amigos discuten por algo, ¿no se siente fabuloso cuando uno o los dos dicen “No hay problema; todo queda olvidado” y se recupera la amistad perdida?

El perdón de las faltas cometidas es el regalo más excelente que uno puede recibir. Precisamente, la razón por la cual Jesucristo, nuestro Señor, vino al mundo como hombre y sufrió y murió por nosotros en la cruz fue para concedernos el regalo de la reconciliación con su Padre y con nuestros hermanos y hermanas. Todo lo que Cristo quiso hacer fue cerrar el abismo infranqueable de separación entre Dios y el ser humano que causó el pecado de Adán; es decir, llevarnos a cada uno de nosotros a una comunión perfecta con su Padre y con el prójimo. El Señor quiere que todos sus hijos tengan aquella magnífica experiencia de ser perdonados; pero no sólo por un momento, sino para toda la eternidad.

Y esto es algo que todos le podemos agradecer al Señor día tras día: la salvación, que ganó para nosotros muriendo y resucitando, el regalo increíble e inmerecido de una nueva vida en él, y la manera como nos concede su compasión y su misericordia cuando nos arrepentimos y nos confesamos sacramentalmente. Teniendo todas estas bendiciones a nuestro alcance, ¿qué cosa hay que nos impida reconciliarnos con Dios cada día? ¿A quién no le gusta experimentar el sentimiento de alivio y felicidad que viene al escuchar las palabras: “Tus pecados te son perdonados”?

La pesada carga de la culpa. “Mientras me quedé callado, mis huesos se consumían entre continuos lamentos, porque de día y de noche tu mano pesaba sobre mí; mi savia se secaba por los ardores del verano” (Salmo 32, 3-4)

Todos conocemos el sentimiento de depresión y pesar que viene cuando uno se siente culpable. Cuando el niño les oculta a sus padres alguna travesura (¿tal vez rompió el florero favorito de su mamá?), lucha con la preocupación de lo que pasará cuando ellos finalmente se enteren. Irónicamente, el propio niño se impone un castigo más severo que el que recibirá de sus padres; se siente inquieto, tenso y no puede relajarse ni tener un momento de alegría, porque en cualquier momento podría descubrirse su culpa.

¿Y la esposa o el marido que sin pensarlo le hace un daño grave a su cónyuge y luego se da cuenta, pero no consigue pedirle perdón? Probablemente, es incapaz de perdonarse a sí mismo y posiblemente dude de que en realidad merezca el perdón. Al mismo tiempo, mientras más tiempo deja pasar, más se eleva el muro de separación entre los dos.

El salmista describe este peso de la culpa de un modo muy gráfico e impresionante. Es como si nos pidiera que nos examináramos para ver cómo nosotros mismos experimentamos el sentimiento de que nuestros huesos se van “consumiendo” cuando sabemos que hemos ofendido a Dios o le hemos causado daño a un hermano o hermana. ¿De qué manera sentimos que la mano de Dios es pesada sobre nosotros? ¿A qué se debe que nuestra fuerza se seque “como por el calor de verano”?

Responder a estas preguntas con honestidad es el primer paso para examinar de verdad aquello que llevamos en la conciencia. Reconocer el dolor real que se siente cuando nuestras acciones han dañado nuestra relación con Dios es el mejor modo de comenzar a avanzar por el camino de la reconciliación y llegar a ese lugar en el que podemos experimentar el abrazo compasivo y misericordioso con que Dios nos acoge.

Recuerda, hermano: Si uno no reconoce la culpa de sus acciones, no puede experimentar la alegría de ser perdonado y liberado. Y no se puede recibir esa alegría sino hasta que uno comience a reconocer y confesar. Lo bueno es que cuando uno realmente se decide a abordar el caso, descubre que Dios lo abraza y su amor le envuelve como con un manto, tal como el hijo pródigo, que casi no pudo pronunciar palabra antes de que su padre le abrazara con amor compasivo y le perdonara todo.

El perdón nos hace libres. Pero yo reconocí mi pecado, no te escondí mi culpa, pensando: ‘Confesaré mis faltas al Señor’. (Salmo 32, 5)

Hay muchas personas que cometen el error de creer que los católicos aceptamos fácilmente la culpa personal, que nuestra fe está basada en el sentimiento de culpa y que el perdón de Dios se gana por el esfuerzo que uno haga. La verdad es que nos interesa reconocer las culpas porque sabemos que el hecho de ser perdonados es profundamente liberador; sabemos que una vez que reunimos el coraje para admitir que hemos pecado, ahí puede comenzar la sanación. Sin embargo, para algunos de nosotros, a veces es muy difícil llegar a este punto; luchamos y nos esforzarnos para no tener que admitir la verdad de lo que hemos hecho. Pese a todo, el reconocer la verdad, arrepentirse, confesarse y recibir el perdón son vías del único camino que lleva a la verdadera libertad y la sanación.

La participación en el Sacramento de la Reconciliación es el modo normal que tenemos los católicos para experimentar aquel sobrecogedor momento que describe el salmista: “Decidí confesarte mis pecados y tú, Señor, los perdonaste” (Salmo 32, 5). Si ya ha pasado mucho tiempo desde la última vez que experimentaste la alegría de este hermoso sacramento purificador y sanador, decide ir a confesarte hoy mismo o lo más pronto que puedas.

Si llevas una pesada carga de pecados o culpabilidad, cuando recibas este sacramento te sentirás libre, aliviado y lleno de alegría. Es como el niño que trata de engañar a sus padres, porque sabe que de ser descubierto tendrá que reconocer lo obrado y afrontar las consecuencias y el castigo. Pero con el Señor, a quien nadie puede engañar, no es así; el momento de pedirle perdón en el confesionario es un momento de una gran victoria y liberación.

Dios nos perdona siempre. Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado… Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado. (Lucas 15, 24.32)

La parábola del hijo pródigo es un buen medio para dejar de enfocarnos en nuestra necesidad de pedir y recibir perdón y centrarnos en el deseo profundo que Dios tiene de concedernos su perdón a todos nosotros. Se ve claramente que nuestro Padre tierno y bondadoso está siempre deseoso de perdonarnos, sea de la forma que sea que lo hayamos ofendido, pero también queda bastante claro que a veces nos cuesta mucho aceptar ese perdón.

El capítulo 15 del evangelio según san Lucas, con sus tres parábolas sobre cosas perdidas (la oveja, la moneda, el hijo), ilustra claramente la alegría que Dios siente cuando recupera lo que se había “perdido”. De hecho, no hay regocijo mayor en el cielo que la alegría de ver que un ser amado regresa a casa, y lo más sorprendente de todo es que Dios nos invita a experimentar algo de esta alegría también cuando un hermano o hermana nos pide perdón a nosotros. Este es un momento impactante y de mucho significado que todos podemos experimentar en la comunidad cristiana cuando celebramos un servicio penitencial, y es algo que podemos vivenciar de un modo mucho más personal cuando un familiar nuestro o un amigo querido viene a pedirnos perdón personalmente.

Pongamos como ejemplo el caso de un niño pequeño que por una imprudencia rompe el jarrón favorito de su madre. Tras la sorpresa viene la angustia, pero qué alivio cuando, en lugar de castigo, recibe un cálido y comprensivo abrazo de su madre. Pero ¿cómo reaccionaría probablemente su hermanita pequeña? Seguramente, ella pensaría: “Yo no he hecho nada malo, así que merezco mucho más que mi hermano.” ¿No es así como pensó y actuó el hermano mayor del hijo pródigo? ¿Y no es así como pensamos la mayoría de nosotros?

La verdad es que todos somos pecadores, extremadamente necesitados de la misericordia y la clemencia del Padre. Por eso, todos deberíamos llenarnos de alegría, como iglesia y pueblo unido por el amor de Dios, porque todos tenemos parte en la maravillosa y sobreabundante misericordia de nuestro Padre.

El Padre Alfredo I. Hernández es Decano de Formación Pastoral en el Seminario Regional de San Vicente de Paúl, en Boynton Beach, Florida.

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