La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Noviembre 2013 Edición

Una misión humanitaria

El Señor me llevó a servir entre los más pobres

Por: María de los Ángeles Kaufmann

Una misión humanitaria: El Señor me llevó a servir entre los más pobres by María de los Ángeles Kaufmann

La alarma del despertador me despierta del sueño y sigue resonando en mis oídos durante las actividades cotidianas.

Es el ritmo ruidoso y vertiginoso de nuestro mundo, en el cual la vida sigue sin parar, un ritmo casi frenético que sólo se detiene por unos minutos para tomar café.

Una mañana de agosto me despertó la misma alarma, pero en lugar de apretar el botón que me dejaría dormir otros 10 minutos, puse mi maleta en el coche, partí al aeropuerto, exhibí mi pasaje aéreo y pasé por la revisión de seguridad.

Hacia el mediodía de aquel mismo día, me estaba despertando por primera vez. No era el mismo despertar de la alarma; no, era el comienzo de los cinco meses que yo pasaría en Guatemala, donde presenciaría un mundo al que nunca en mis 21 años de edad le había prestado atención.

¡Cómo quisiera poder recordar el momento exacto en que me di cuenta de que estaba dormida! Todo lo que recuerdo son las imágenes que vi al despertar. Era como haber entrado en un mundo multicolor, según el hermoso lenguaje de santa Teresita, la Florecilla. Sus ojos eran los de un niño, que admiraba la belleza de las cosas más pequeñas: una sonrisa simple, una risa suave o una palabra sabia.

Todas éstas son florecillas que embellecen la vida diaria y despiden una fragancia que te cautiva y te hace anhelar esta visión que es común, pero al mismo tiempo extraordinaria. Allí, en Guatemala, finalmente pude entender el carisma de santa Teresita y su amor por lo pequeño. No sólo apreciarlo, sino, con la gracia divina, entrar en ese mundo de lo sencillo y lo escaso para encontrar también la magnificencia de Dios.

Necesidad y hermosura. Cada día, visitaba pequeñas comunidades para enseñar nutrición. El constante bamboleo del diminuto y maltrecho autobús escolar que me transportaba, de solo diez asientos, no impedía contemplar las magníficas montañas y los imponentes volcanes que se desplegaban ante mis ojos, en cuyas laderas estaban tallados los senderos de tierra, pavimentados con piedras irregulares y sembrados de enormes baches. Sin embargo, apenas me daba cuenta de las sacudidas del autobús, y el constante dolor de mi espalda casi desaparecía de mi atención al admirar el bellísimo paisaje que iba presenciando, una hermosura que me dejaba sin aliento. Los árboles tropicales, los trigales y las hermosas chozas coloridas que revestían las colinas aliviaban mis músculos adoloridos y me hacían darme cuenta de lo mucho que valía la pena la experiencia.

Pero la belleza exterior de este país no era más que un reborde dorado en el manto de este hermoso país. La gente, y sobre todo los niños, eran el punto descollante de mis visitas. Ahí me acordaba yo de las palabras del Señor: “De los niños es el Reino de los cielos.”

Los niños de este lugar vivían en las peores condiciones, y sus únicos amigos eran el sol, que les besaba las tiernas y tostadas mejillas, y los bichitos que les hacían cosquillas en los dedos de los pies. Esta es la realidad en la que viven estos niños, que pasan la mayor parte del día sentados en un rincón de un cuarto. Descalzos o con zapatos raídos y agujereados, estos pequeñitos modelaban una desgastada prenda tradicional, la única que tenían. Pero el rasgo más atractivo y fascinante es la luminosa sonrisa que te brindan, una sonrisa que les limpia la sucia carita, les espanta las moscas del pelo y hace desaparecer de sus ojos el cansancio por falta de nutrición. Esas asombrosas sonrisas, su posesión más valiosa, junto con su risa espontánea y su alegría contagiosa hacía que estos bebés, niños pequeños y adolescentes fueran los modelos que yo quería imitar.

No tenían nada, pero parecían rebosantes de un amor verdadero y una auténtica felicidad, que al final de cuentas, es el regalo más valioso que podemos dar en esta vida. Yo quería jugar, reír e interactuar con ellos, pero algunos eran tímidos y sentían temor, porque no estaban acostumbrados a los visitantes extranjeros; después de algunas miradas y sonrisas, se rompía el hielo y sin darme cuenta, terminaba con cuatro niños abrazados a mis piernas mientras yo trataba de darles lecciones de nutrición a las madres. Me tocaban el pelo, me tomaban de la mano, jugaban con mi ropa y me abrazaban. Yo cerraba los ojos y pensaba en cuán dichosa era en esos momentos. ¡Qué extraordinario era que yo estuviese allí, cuánto amaba este trabajo y cuanto más recibía por brindarles algo de ayuda!

Desnutrición y abandono. La desnutrición infantil es un terrible flagelo para el organismo y es tanta la gente que la sufre; aunque la “desnutrición espiritual” que aqueja a tantos otros que tienen de todo y de sobra, especialmente en nuestras sociedades desarrolladas, es mucho peor que aquélla, porque es un flagelo para el alma.

Mientras hablábamos de los diversos síntomas de la desnutrición, las mujeres compartían la realidad de sus propias familias. Un caso, que nunca olvidaré, fue el de una madre que luchaba contra los parásitos crónicos de su pequeñito. Decía que a pesar de los tratamientos, los parásitos seguirían volviendo hasta que pudiera pagar una visita al médico. Mientras hablaba, el niño apareció en el cuarto; de unos dos años, flaquito como un palo; el vientre hinchado corroboraba las palabras de su madre. Casi se me saltan las lágrimas… pero ninguna de las otras mujeres parecía afectada por el caso; sin duda todas ellas afrontaban luchas similares.

Un día a la semana yo servía de voluntaria en el Centro de Recuperación Nutricional. Me llamaban “la enfermera”, aunque yo no tenía experiencia clínica anterior. En la pequeña choza que pretendía ser un centro sanitario, tuve que cumplir mi misión. En esta casa se alojaban ocho niños, cinco de ellos huérfanos o abandonados. “La enfermera” actuó como tal y se pasó cada minuto amando a aquellos pequeños cuerpos desnutridos. Ese día de la semana me vestía con el atuendo tradicional y los pequeñitos se abrazaban a mis piernas, pedían un poco de leche materna y me llamaban “Mami”. Tratando de brindarles lo que necesitaban, yo los besaba, los abrazaba, los llevaba de paseo, los alimentaba y les daba todo el amor que podía en el corto turno que me tocaba cumplir.

La niña que más se me apegó y que nunca se alejaba de mí era Juanita. Tenía dos años, pero parecía de ocho meses; había quedado huérfana por abandono de su madre. Juanita, que naturalmente anhelaba el amor de su verdadera mamá, trataba de recibirlo de quienquiera entrara en contacto con ella. Hacíamos todo juntas: le bañaba su diminuta figura, le peinaba el pelo, la llevaba al destartalado patio de juegos, le daba de comer con una enorme cuchara sopera, le leía historias en inglés de unos libros que les habían donado y le enseñaba juegos, los primeros que aprendía. A pesar de sus problemas de salud, todo lo que hacíamos lo agradecía con una gran sonrisa. Cuando llegó el último día de la misión, ella me pidió que me quedara, porque le parecía que yo era su madre que la estaba abandonando nuevamente. Con dolor de mi alma tuve que marcharme, mientras sus gritos me herían los oídos y el ruido de sus pasos al correr detrás de mí me golpeaba el corazón. El dolor de la partida fue enorme, pero yo no era su mamá; lo que ella necesitaba era su madre verdadera.

La belleza de la creación. Guatemala es realmente una tierra que nunca deja de sorprender. Cada día, los rayos del sol revelan el mundo en el que yo estaba, ya fuera en su gente maravillosa o en el inimaginable esplendor de la naturaleza. Así fueron pasando mis días. Sin duda, cada bosque tiene ramas caídas y árboles secos, pero éstos son los pocos obstáculos que hacen que los colores de cada flor, el trinar de cada pajarillo y el baile incesante de cada mariposa parezcan mucho más espléndidos. Precisamente la hermosura de la creación proclama a viva voz la inimaginable y esplendorosa belleza y magnificencia de Dios, que a veces se manifiesta de modo especial en ciertos lugares, y ¡uno de estos es Guatemala!

Cada mañana caminando por la calle iba yo escuchando el canto de las aves y viendo a los vendedores que levantaban las tiendas de campaña para sus negocios; disfrutaba del aroma del pan recién horneado y contemplaba el sol que empezaba a alzarse por el horizonte, pero cada vez me quedaba más perpleja por la indiferencia que casi todos solemos demostrar ante los esplendores de la naturaleza y el privilegio del don de la vida, todo lo cual nos viene de nuestro Padre celestial.

En Guatemala vive una gente asombrosa y la belleza natural del paisaje es fascinante; pero también hay contrastes enormes e innumerables atrocidades que allí suceden diariamente. Cada año hay miles de personas asesinadas, sin contar las violaciones y los secuestros, que ocurren casi a diario. Con todo, Dios ama a los guatemaltecos y ellos lo adoran a él. El Señor no los abandona y los protege, pero se necesitan muchas oraciones para que se ponga fin a la corrupción y a las injusticias que cada día se hacen presentes en esta nación, como también en otras.

Es en lugares como éstos, de gran pobreza, donde aprendemos a ser más agradecidos, y caemos en cuenta de la importancia que tienen los verdaderos dones de la vida, como la familia, las amistades y la fe, y vemos que dondequiera que estemos, aunque no sea en casa, Dios está con nosotros; Él es nuestro verdadero hogar. ?

María de los Ángeles (“Angie”) Kaufmann es graduada de la Universidad de Maryland y actualmente estudia para una maestría en la Universidad de Syracuse, N.Y.

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