La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Noviembre 2013 Edición

El corazón abierto y el oído atento

La marca pastoral del Papa Juan XXIII

Por: el padre John O’Malley, S.J.

El corazón abierto y el oído atento: La marca pastoral del Papa Juan XXIII by el padre John O’Malley, S.J.

Desde el momento mismo en que fue elegido papa el 28 de octubre de 1958, el Cardenal Ángelo Giuseppe Roncalli sorprendió a todos.

Las sorpresas comenzaron con su primera actuación como papa, cuando adoptó el nombre de Juan, que ningún papa había llevado desde el siglo XV. Inmediatamente después de su elección, cuando apareció en el balcón de la Basílica de San Pedro ante una inquieta y enorme muchedumbre, su aspecto corpulento marcó un gran contraste con su predecesor, que había sido de contextura delgada y de actitud solemne. Pronto se empezó a saber, además, que a diferencia de la personalidad reservada y seria del Papa Pío XII, el Papa Juan era alegre y espontáneo. ¡Le gustaba decir bromas!

La siguiente sorpresa vino tres meses después de su elección, cuando anunció que se realizaría el Concilio Vaticano II. Fue sorpresa porque no sólo nadie esperaba algo como eso, sino que el nuevo papa tomó la decisión de invitar a participar en el concilio a representantes de otras iglesias cristianas. De hecho, el “Papa Bueno” parecía tener una sorpresa tras otra. Pero si uno considera los años que sirvió como sacerdote y obispo, se ve que ninguna de sus inesperadas actuaciones era en realidad tan sorprendente. Se ve claramente que Dios utilizó la singular historia de su vida para hacer de Ángelo Roncalli el hombre que inauguraría una nueva era en su Iglesia.

Un alma transparente. El día de la apertura del concilio, el 11 de octubre de 1962, el Papa Juan pidió a los obispos del mundo que hicieran todo lo que fuera necesario para que la Iglesia fuera percibida como “benevolente, paciente, llena de bondad y misericordia.” Al parecer para muchos este papa encarnaba esa imagen de la Iglesia: un hombre que tenía el corazón abierto para todos. Él mismo era benevolente, paciente y lleno de bondad y misericordia.

Estas cualidades se ven demostradas en dos hechos singulares de su vida. Antes que nada, Juan XXIII fue el primer papa en la historia de quien se tiene un diario personal que se extendió durante toda su vida adulta. En efecto, el diario espiritual que llevó por varias décadas es un registro continuo y de primera mano de su cercanía al Señor y de la larga peregrinación de su alma hacia la santidad. Algunos fragmentos de este diario fueron publicados en 1965 en un libro titulado Diario de un alma, que fue traducido a muchos idiomas y que continúa nutriendo la vida espiritual de millones de almas en todo el mundo. Una anotación, que data de 1902 cuando era seminarista en Roma, revela bastante de lo que llevaba en el corazón: “Señor, sólo necesito una cosa en este mundo: conocerme a mí mismo y amarte a ti.”

En segundo lugar, Juan fue el primer papa en la historia que dejó una colección de cartas escritas a su familia desde la época en que era seminarista adolescente hasta el año en que falleció. A raíz de esto, es más lo que se conoce de la persona de Juan que lo que se conoce sobre cualquier otro papa.

Un embajador afable. A excepción del Papa Pío X, todos los papas de los siglos recientes habían venido de familias nobles o al menos de buena posición. En cambio, Ángelo Roncalli nació en una familia numerosa de campesinos que residía en un pequeño pueblo del norte de Italia. Pero el destino que le esperaba no era el de un sencillo sacerdote rural; por el contrario, su vocación le llevó a ejercer su apostolado para una amplia variedad de gentes, pueblos y lugares, lo que le permitió adquirir una vasta experiencia de vida, mayor que la de cualquiera de sus predecesores.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el padre Ángelo sirvió en el ejército italiano primero como auxiliar de sala en un hospital y luego, luciendo el uniforme militar, como capellán. Precipitado en el caos de la guerra, se encontró rodeado de soldados que eran muy diferentes de los seminaristas y sacerdotes con los que había vivido desde que era muchacho. Pero logró conocer bien a estos hombres y poco a poco empezó a apreciar la bondad interior que había por debajo de las obscenidades que decían y la mala conducta que a veces demostraban. La época en que vivió en los cuarteles, atendiendo a jóvenes combatientes que padecían de neurosis de guerra, le ayudó a desarrollar la cualidad de escuchar con paciencia y respeto, algo que sería su sello distintivo.

El talento que tenía para escuchar creció mucho más unos años después de la guerra, cuando el Papa Pío XI lo nombró arzobispo y lo destinó como delegado apostólico a Bulgaria, país de religión predominantemente ortodoxa. La población católica de allí era pequeña, pobre y marginada, por lo que el período que pasó en ese país fue difícil. “Me da una tristeza enorme—decía en sus escritos— porque no tenemos ni siquiera aceite para encender las lámparas de las casuchas que usamos como capillas.” Pero su misión principal era dar a conocer la Iglesia Católica a los jefes de la Iglesia Ortodoxa, de modo que no estaba solo ministrando a los fieles en general, sino a los jefes de esa iglesia. Y nuevamente aprendió que la afabilidad y la escucha respetuosa podían resultarle muy provechosas.

En los próximos diez años, ocupó el mismo cargo en Grecia y Turquía. En aquella época vivió en Estambul, la capital de un país islámico, que se preocupaba mucho de rechazar toda práctica religiosa por considerarla anticuada. Esta situación fue un obstáculo para establecer buenas relaciones con las autoridades turcas. Pero apenas llegó a la ciudad donde estaría su sede, escribió en su diario: “Me gustan los turcos, a quienes me ha enviado el Señor.”

Su amabilidad dio fruto en marzo de 1939, cuando celebró un servicio de acción de gracias en honor del recién elegido Papa Pío XII ¡y lo hizo en compañía del Patriarca Ortodoxo de Constantinopla! Un tiempo después, cuando fue a agradecerle al patriarca su participación, éste lo abrazó afectuosamente, un gesto que tenía un enorme significado simbólico, ya que durante siglos había habido antipatía entre la iglesia de Roma y la iglesia de Constantinopla (hoy Estambul). Otra vez, la apertura de su corazón, su afabilidad y su sencillez conquistaban los corazones.

Un pastor en tiempos de guerra. Mientras tanto, estalló la Segunda Guerra Mundial. Exactamente el mismo día en que Alemania invadió Polonia, Mons. Roncalli se puso a organizar actividades de asistencia para los refugiados polacos. Dos años más tarde, haciendo un enorme esfuerzo para aliviar el hambre que se había apoderado de la Grecia ocupada, se reunió en secreto con el Metropolitano Ortodoxo (arzobispo) de Atenas. Más tarde, cuando relató lo que había sucedido en esta reunión, dijo: “Comenzamos con un apretón de manos, pero nos despedimos con un abrazo y con sincera alegría en el corazón.”

En 1944, se reunió en dos ocasiones con el principal rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, para buscar fórmulas para salvar a un grupo grande de refugiados judíos. No era mucho lo que Mons. Roncalli podía hacer, pero hizo lo que pudo. En respuesta, el rabino Herzog le expresó su “más profunda gratitud por las medidas que usted ha tomado.” Luego, captando al parecer la personalidad de Mons. Roncalli en pocas palabras, añadió: “Usted sigue los nobles sentimientos de su propio corazón.”

Muchos años más tarde, apenas unos días después de la apertura del Concilio Vaticano II, el ex Mons. Roncalli y recién elegido Papa Juan XXIII, se reunió con los jefes de las otras iglesias cristianas que habían sido invitadas al Concilio. Entre estos “observadores”, como se les designó oficialmente, había no sólo ministros protestantes, sino varios patriarcas ortodoxos. Cuando el Papa Juan recordaba estos contactos que anteriormente había tenido con líderes no católicos, aclaraba: “Según lo que yo recuerdo, nunca hubo entre nosotros ninguna confusión de principios… No tuvimos negociaciones; sólo conversaciones. No debatimos; sólo nos amamos los unos a los otros.”

De Francia a Roma. En 1944, después de haber vivido 20 años fuera de Europa occidental, Mons. Roncalli tuvo que afrontar y superar otro obstáculo. El Papa Pío XII lo nombró nuncio en París, tradicionalmente el puesto diplomático más prestigioso del Vaticano, pero de ninguna manera una tarea fácil.

Allí Mons. Roncalli tuvo que superar una situación espinosa. Los Aliados acababan de liberar la ciudad de París de la ocupación nazi. El general Charles de Gaulle era el nuevo gobernante del país. Aunque era católico devoto, de Gaulle exigió que el Vaticano retirara a unos 25 obispos que fueron acusados de cooperar con los nazis. Aunque no se le atribuye al nuncio el mérito por la solución mediante la cual siete obispos se retiraron en silencio, Mons. Roncalli pudo salir airoso de esta explosiva situación y se ganó el respeto de todos, tanto las grandes autoridades como los de posiciones más humildes, durante sus nueve años en Francia.

En 1953, el Papa Pío XII lo creó cardenal y lo designó Patriarca (obispo) de Venecia, donde se ganó el afecto de su feligresía casi de inmediato. Cuando falleció Pío XII en 1958, el Cardenal Roncalli escribió en su diario justo antes de partir para Roma: “No estamos en la tierra como encargados de un museo, sino para cultivar el jardín de la vida y hacerlo florecer.” Pocos días más tarde, para su propia sorpresa y la del mundo entero, fue elegido Papa y el nombre que adoptó fue Juan XXIII. Allí estaba en su nuevo cargo apostólico dedicado a cultivar aquel jardín.

Un corazón grande y cálido. La historia recordará a Juan XXIII como el papa que inauguró el Concilio Vaticano II en 1962. Pero cuando este concilio llevaba apenas un año de reunido, el “Papa Bueno” murió de cáncer al estómago, aunque su voz nunca dejó de resonar a lo largo de los otros tres años que duraron las deliberaciones. Al insistir en el diálogo como fórmula preferida para llegar al mutuo entendimiento y reducir el odio y la intolerancia, los Padres del Concilio no pudieron haber formulado un mejor programa que reflejara las esperanzas del Papa Juan en tal sentido.

Juan XXIII mantenía el diálogo con los demás, como debe hacerlo la Iglesia. Les escuchaba y aprendía de ellos, algo que todos los creyentes deben hacer. Y mientras escuchaba y aprendía, su enorme corazón crecía más aún en amor y capacidad para abarcarlo todo, como hemos de hacerlo los fieles cuando procuramos compartir el amor de Cristo.

El fallecimiento del Papa Juan, ocurrido el 3 de junio de 1963, suscitó un torrente mundial de condolencias y expresiones de pesar que nunca antes se había visto para un papa. En su muerte, todos vieron la desaparición de un gran líder, pero muchos también lo sintieron como la pérdida de un amigo personal, de alguien que los entendía, con quien podían reunirse como amigos y hacerse bromas, y en cuyo corazón ardían el amor y la bondad. Para ellos, Juan XIII fue el ejemplo vivo de una persona que amaba a todos, alguien que era benevolente, paciente y lleno de bondad y misericordia.

El padre Juan O’Malley, conocido experto en el Concilio Vaticano II, es sacerdote jesuita y profesor en la Universidad de Georgetown, Washington, D.C.

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