La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Abril 2013 Edición

La misericordia de Jesús

Reflexiones sobre el muy compasivo corazón de Cristo

Por: Paulina Sotomayor

La misericordia de Jesús: Reflexiones sobre el muy compasivo corazón de Cristo by Paulina Sotomayor

El Segundo Domingo de Pascua es también el Domingo de la Divina Misericordia, por lo que parece oportuno reflexionar nuevamente sobre la inmensa compasión que ha tenido nuestro Dios con todos sus hijos.

Los invito a contemplar a Jesús desde los ojos de dos mujeres y un hombre que encontramos en el Evangelio, con el fin de que también nosotros lleguemos a descubrir y recibir la misericordia de Cristo Jesús en la vida personal.

La samaritana. Aquel día, la mujer samaritana experimentó la misericordia del Señor junto al pozo de Jacob, al que había ido a sacar agua (Juan 4,4-26). Era una mujer pecadora y no quería que la vieran, así que usaba un senderito polvoriento que la conducía al lugar. Pero al llegar al pozo, aquel mediodía de intenso calor, tuvo un encuentro que cambió el rumbo de su vida: Allí estaba Jesús descansando, sentado junto al pozo.

Este pozo de Jacob tenía un valor simbólico inmenso para samaritanos y judíos, ya que por generaciones lo habían usado para beber de sus aguas; era un verdadero don de Dios que representaba la vida.

Pero cuál es su sorpresa cuando ve que Jesús, un hombre judío, se acerca a ella, le dirige la palabra en un lugar público y le pide de beber. El Señor conversó largamente con aquella mujer ese día; le habló acerca del regalo del agua viva que Él da a todo el que se lo pida.

Todos nosotros necesitamos el agua cristalina que nos sacia la sed y nos refresca en un verano muy caluroso. Jesús le dice a la mujer que todo el que beba de esa agua del pozo volverá a tener sed, pero el que beba del agua que Él le ofrece, no volverá a tener sed.

En efecto, Jesús se identifica con el agua viva, un agua muy especial, declarando: “El agua que yo te daré se convertirá en ti en manantial de agua que brotará dándote vida eterna” (v. Juan 4,14).

Ella naturalmente le pide “Señor, dame de esa agua”. Jesús la queda mirando a los ojos, con su mirada profundamente misericordiosa, que cala hondo en su interior y provoca un cambio asombroso en ella.

La samaritana queda sorprendida con las palabras proféticas de Jesús, que le ha dicho toda la verdad sobre su vida personal, lo que ella ha hecho, su pasado embarazoso y sus fallas presentes. Sin embargo, Jesús se muestra misericordioso con ella, le habla respetuosamente y la trata como una persona valiosa, al punto de confiarle que Él es el Mesías prometido.

Cuando la samaritana se da cuenta de que Jesús es el Mesías esperado por su pueblo, el Cristo que estaba por venir, sale feliz, corriendo a contarlo a todo el pueblo. Así, en el cántaro que deja abandonado en ese lugar está dejando atrás su vida de pecado. Ahora su vida tiene sentido y lleva el regalo recibido para darlo a los demás: su encuentro con Cristo. Esto nos hace pensar que para dar de nosotros mismos, hemos de estar libres de las ataduras que nos distraen y nos impiden escuchar la voz del Señor.

Al igual que la samaritana, pidámosle a Jesús que nos dé esa agua, que sacia la sed de infinito. Yo y tú también necesitamos de aquella agua que Jesús nos ofrece: para que se ablande el corazón árido y reseco que tenemos.

Todos queremos ser conocidos y amados, y en cierto modo todos estamos heridos y somos imperfectos. Mientras la sociedad que nos rodea nos anima a esconder nuestros defectos o imperfecciones para ser aceptados, Jesús nos acepta tal como somos.

Así, pues, contemplemos con amor y devoción a Alguien que nos conoce mejor que nosotros mismos y que a pesar de esto, nos ama plenamente: Jesús, nuestro amigo.

El Señor tiene una característica muy especial, que es su misericordia para con nosotros; esa capacidad extraordinaria de ponerse en los zapatos del otro, de sentir compasión por las personas en necesidad. Jesús se compadeció de los pobres, los enfermos, las viudas, los huérfanos, los pecadores arrepentidos, y también de los navegantes en peligro y de los extranjeros.

El Señor tiene la capacidad de hacerse sensible a los sentimientos de los otros (gozo o dolor), esto supone una gran generosidad, para salir de sí y comprender al otro, entrar en su mundo, bajo su piel. Jesús es alguien que se identificó profundamente con nosotros, al modo humano, que nos entiende, que sabe lo que pasa en nuestro corazón.

La mujer enferma. Jesús tiene una mirada cálida, que acoge, que llega a cada ser humano que se le aproxima, y lo hace con una dedicación personal, que toca por dentro, casi siempre sanando y animando, como ocurrió con la mujer enferma de hemorragias, en la que vemos revelada su infinita misericordia.

Imaginemos por un momento que seguimos las huellas de Jesús, que caminamos junto a Él, y que nos mezclamos con la multitud que lo sigue muy de cerca para ver lo que suceda en este lugar. Vemos a Jesús que cruza el lago y se aproxima al lugar donde estamos, aquí lo recibe nuevamente otra muchedumbre, en medio de la cual había una mujer que sufría mucho, ya que padecía de hemorragias desde hacía 12 años. Había acudido a todos los médicos que conocía tratando de curarse, pero los tratamientos no daban resultado (Marcos 5,25ss).

Esta mujer enferma, conociendo lo que decían de Jesús, decidió acercarse por detrás, con mucho cuidado y tocar el manto del Señor, porque confiaba que si lograba tocar un pedacito de su ropa, se salvaría.

Acerquémonos, pues, a Jesús con la misma confianza de esta mujer enferma, que se atrevió a extender la mano hacia Jesús y tocar su manto en medio de la gran multitud que lo apretujaba. Ella sabía que tocando solo una punta de su manto quedaría sana, porque confiaba plenamente en el poder sanador del Señor, y así fue como quedó completamente sana por la fuerza curativa que brotó del corazón misericordioso de Jesús, como respuesta a su gran fe y dolor.

Pero el Señor se vuelve y la busca, preguntando ¿Quién me ha tocado la ropa? La mujer asustada, se acerca a Jesús y confiesa la verdad. Jesús la queda mirando, con el rostro iluminado de ternura, y le dice: “Hija, por tu fe has sido sanada. Vete tranquila y curada ya de tu enfermedad” (Marcos 5,34). ¡Qué alivio habrá sentido ella después de este encuentro con Jesús! Ella lo había arriesgado todo y había visto con cuánto amor la trataba Jesús, ¡ahora sí podía descansar!

Hoy mismo, nuestro amado Jesucristo sigue derramando su infinita misericordia sobre aquellos que lo reconocen y acuden a Él con el corazón arrepentido. El Señor quiere que, al ir a la Confesión, nos acerquemos a Él y nos entreguemos confiados en sus brazos misericordiosos, con la actitud de la mujer enferma o la del hijo pródigo. Abramos de par en par la puerta de nuestro corazón, para que Él entre e ilumine todos los rincones de nuestra alma con su luz divina.

Jesús está aquí, porque sigue presente hoy en nuestro medio, Él está en mi vida y en la tuya. Jesús encarnado no es indiferente al dolor nuestro; Él no se queda con los brazos cruzados, sino que se compadece de los que están pasando dificultades. Jesús está vivo en medio nuestro a través tuyo.

En una oración, Santa Teresa de Ávila dijo: “Jesús no tiene manos, no tiene pies, pero tiene los tuyos para caminar por el mundo. Cristo mira con compasión al mundo a través de tus ojos.”

Jesucristo sigue vivo y actuando hoy a través nuestro. Él se ha querido quedar presente en toda su Iglesia a través de los sacramentos y de nosotros, su Cuerpo místico (1 Corintios 12). Cristo continúa siendo misericordioso y lo es a través tuyo; de modo que cada uno de nosotros puede seguir experimentando, descubriendo y acogiendo la misericordia del Señor cada día.

El buen samaritano. Jesús se conmueve con el dolor nuestro. Él no pasa de largo por la vida de cada uno, haciéndose el indiferente. Cristo es semejante al buen samaritano, que se compadece del hombre que yace herido al borde del camino tras haber sido asaltado y golpeado (Lucas 10,30-37). ¿Qué significa esto? Significa que Jesús siente el mismo dolor, porque se le estremecen las entrañas al ver el sufrimiento del que es víctima de la violencia y el abandono.

Muchos habían pasado de largo, indiferentes, pensando en sus propias cosas, sin importarles aquel que estaba sufriendo en el suelo. Solo un hombre, un extranjero que venía de Samaria, de quien no se podía esperar nada más que odio, fue el que se detuvo a socorrerlo. Este samaritano actuó con misericordia cuando se detuvo en el camino, curó las llagas del herido y lo acogió con amor desinteresado.

Con esta parábola del buen samaritano, el Señor nos enseña que no solo hemos de recibir su misericordia, sino que también debemos ser misericordiosos nosotros con los demás, como una condición esencial para entrar al Reino de los Cielos.

Esta ternura debe hacerme prójimo del miserable, al que encuentro en mi camino, a ejemplo del buen samaritano, debe llenarme de compasión con el que me ha ofendido, porque Jesús ha tenido compasión conmigo; ya que nosotros seremos juzgados de acuerdo a la misericordia que hayamos practicado con Jesús en persona, como se describe en Mateo 25,31.

En el mundo de hoy tan agitado, siempre habrá alguna oportunidad para ayudar al que está en apuros, y no hacernos los desentendidos, porque en el prójimo encontramos al propio Cristo, como lo enseñaba la Madre Teresa de Calcuta, que decía: “Cuando limpio las heridas de un pobre, estoy limpiando las heridas de Cristo.”

¿Qué puedes hacer tú? Ayudarle a tu vecina que acaba de dar a luz, a ese amigo que no tiene trabajo, a una viejita a sacar la nieve en invierno: estar presente y disponible para tus padres enfermos… todas estas son ocasiones para amar a tu prójimo, en el que está presente Jesús, porque Él está vivo en medio de nosotros, presente en el más desvalido, en el enfermo y en nuestra vida familiar.

Dios siempre manifiesta su ternura frente a nuestra miseria humana; a nosotros nos toca mostrarnos misericordiosos con el prójimo, a imitación del Señor, como lo dice la bienaventuranza: “Dichosos los compasivos, porque Dios tendrá compasión de ellos” (Mateo 5,7).

Paulina Sotomayor tiene una Licenciatura en Ciencias Religiosas y estudios de teología en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente vive con su esposo en Maryland y tiene cinco hijos.

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