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Julio/Agosto 2012 Edición

El Rosario de la Virgen María: Párrafos selectos de la Carta Apostólica

Por el Beato Juan Pablo II

El Rosario de la Virgen María: Párrafos selectos de la Carta Apostólica: Por el Beato Juan Pablo II

El Rosario ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tri­bulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo.

El Rosario, comprendido en su pleno significado, conduce al corazón mismo de la vida cristiana y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda, espiritual y pedagógica, para la con­templación personal, la formación del Pueblo de Dios y la nueva evangeliza­ción. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.

Vía de contemplación. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación la prác­tica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contempla­ción del misterio cristiano. Mientras en la cultura contemporánea, incluso entre tantas contradicciones, aflora una nueva exigencia de espirituali­dad, impulsada también por influjo de otras religiones, es más urgente que nunca que nuestras comunidades cristianas se conviertan en “auténticas escuelas de oración”.

El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la con­templación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración típica­mente meditativa y se corresponde de algún modo con la “oración del cora­zón” u “oración de Jesús”, surgida en el Oriente cristiano.

Oración por la paz. Algunas cir­cunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso a la propagación del Rosario. Ante todo, la urgencia de implorar a Dios el don de la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por mis Predecesores y por mí mismo como oración por la paz.

Al inicio de un milenio que se ha abierto con las horrorosas escenas del atentado del 11 de septiembre de 2001 y que ve cada día en muchas partes del mundo nuevos episodios de sangre y violencia, promover el Rosario significa sumirse en la con­templación del misterio de Aquél que “es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad” (Efesios 2,14). No se puede, pues, rezar el Rosario sin sentirse implica­dos en un compromiso concreto de servir a la paz, con una particular aten­ción a la tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada y tan querida por el cora­zón cristiano.

María modelo de contempla­ción. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando tam­bién de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se con­centran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presen­cia y a imaginar sus rasgos.

María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus pala­bras: “Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lucas 2,19). Los recuerdos de Jesús, impre­sos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a reco­rrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el ‘Rosario’ que Ella ha recitado cons­tantemente en los días de su vida terrenal.

Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su ‘papel’ de evangelizadora. María pro-pone continuamente a los creyentes los ‘misterios’ de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza sal­vadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sinto­nía con el recuerdo y con la mirada de María.

Una incorporación oportuna. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como se ha consolidado en la práctica más común corroborada por la autoridad eclesial, solo considera algunos. No obstante, para resaltar el carácter cristológico del Rosario, considero oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre consideración de los individuos y de la comunidad, les permita contem­plar también los misterios de la vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. En efecto, en estos misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de Cristo como revela­dor definitivo de Dios.

Misterios de luz. Pasando de la infancia y de la vida en Nazaret a la vida pública de Jesús, la contemplación nos lleva a los misterios que se pueden llamar de manera especial “misterios de luz”. En realidad, todo el miste­rio de Cristo es luz. Él es “la luz del mundo” (Juan 8,12). Pero esta dimen­sión se manifiesta sobre todo en los años de la vida pública, cuando anun­cia el evangelio del Reino. Deseando indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos—“misterios luminosos”— de esta fase de la vida de Cristo, pienso que se pueden seña­lar: 1. El Bautismo en el Jordán; 2. La autorrevelación en las bodas de Caná; 3. El anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4. La Transfiguración; 5. La institución de la Eucaristía, expresión sacramen­tal del misterio pascual. Cada uno de estos misterios revela el Reino ya pre­sente en la persona misma de Jesús.

Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace ‘pecado’ por nosotros (2 Corintios 5,21), entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (Mateo 3,17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para inves­tirlo de la misión que le espera.

Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (Juan 2,1-12), cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discí­pulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente.

Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la con­versión (Marcos 1,15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe (Marcos 2,3-13; Lucas 7,47-48), iniciando así el ministe­rio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacra­mento de la Reconciliación confiado a la Iglesia.

Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la tradi­ción tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasia­dos para que lo “escuchen” (Lucas 9, 35) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigu­rada por el Espíritu Santo.

Misterio de luz es, por fin, la insti­tución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad “hasta el extremo” (Juan13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.

Según la práctica corriente, el lunes y el jueves están dedicados a los “misterios gozosos”; el martes y el viernes a los “dolorosos”; el miér­coles, el sábado y el domingo a los “gloriosos”. ¿Dónde introducir los “misterios de la luz”? Considerando que los misterios gloriosos se propo­nen seguidos el sábado y el domingo, y que el sábado es tradicionalmente un día de marcado carácter mariano, parece aconsejable trasladar al sábado la segunda meditación semanal de los misterios gozosos, en los cuales la presencia de María es más destacada. Queda así libre el jueves para la medi­tación de los misterios de la luz.

De los misterios al Misterio: el camino de María. Cada rasgo de la vida de Cristo refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento (Efesios 3,19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporal­mente” (Colosenses 2,9). Por eso, el Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recor­dando que “todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio”.

El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el ‘secreto’ para abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha.

En Cristo, Dios ha asumido ver­daderamente un “corazón de carne”. Cristo no solamente tiene un corazón divino, rico en misericordia y perdón, sino también un corazón humano, capaz de todas las expresiones de afecto.

Una cosa está clara: si la repetición del Ave María se dirige directamente a María, el acto de amor, con Ella y por Ella, se dirige a Jesús. La repetición favorece el deseo de una configuración cada vez más plena con Cristo, verda­dero ‘programa’ de la vida cristiana.

La familia y los padres. Otro ámbito crucial de nuestro tiempo, que requiere una urgente atención y oración, es el de la familia, célula de la sociedad, amenazada cada vez más por fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica como práctica, que hacen temer por el futuro de esta fun­damental e irrenunciable institución y, con ella, por el destino de toda la sociedad. En el marco de una pas­toral familiar más amplia, fomentar el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrastar los efectos desoladores de esta crisis actual.

Además de oración por la paz, el Rosario es también, desde siem­pre, una oración de la familia y por la familia. Antes esta oración era apre­ciada particularmente por las familias cristianas, y ciertamente favorecía su comunión.

La familia que reza unida, perma­nece unida. El Santo Rosario, por antigua tradición, es una oración que se presta particularmente para reunir a la familia. Contemplando a Jesús, cada uno de sus miembros recupera tam­bién la capacidad de volverse a mirar a los ojos, para comunicar, solidarizarse, perdonarse recíprocamente y comen­zar de nuevo con un pacto de amor renovado por el Espíritu de Dios.

Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan fácil, y al mismo tiempo tan rica, merece de veras ser recuperada con amor y devoción por la familia y la comunidad cristiana.

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