La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Adviento 2011 Edición

¡Salve, llena de gracia!

María nos enseña a desarrollar nuestro instinto espiritual

¡Salve, llena de gracia!: María nos enseña a desarrollar nuestro instinto espiritual

¿Quién puede decir cómo es realmente Dios? Las palabras no bastan, la mente humana es demasiado limitada y el corazón lo tenemos demasiado oscurecido por el pecado para llegar a comprender la naturaleza de la divini­ dad o para recibir la plenitud del amor de nuestro Creador.

Con todo, aunque todo esto es cierto, siempre es importante tratar de comprender algo de Dios de la mejor manera posible; para ello, solo podemos valernos de las palabras, por muy limitadas que sean. Por ejemplo, podemos decir que Dios es perfecto, todopoderoso, omnipresente; el Altí­simo, que todo lo sabe, eterno, fiel, misericordioso, justo, generoso y rebosante de amor.

Pero Dios no es sólo magnánimo con sus hijos fieles, también lo es cuando derrama su gracia sobre todos los seres humanos. Por ejemplo, San Pablo dice que nuestra conversión es resultado de la gracia de Dios (Gála­tas 1,6-9), que la gracia de Dios es suficiente para nosotros (2 Corintios 12,7-10) y que no debemos recibir la gracia de Dios “en vano” (6,1).

La Sagrada Escritura dice que los fieles somos salvados por la gracia de Dios, que la gracia fortalece nues­tro corazón y que somos justificados por la gracia (Efesios 2,5.8; Hebreos 13,9). La gracia nos anima y nos infunde esperanza (2 Tesalonicenses 2,16), nos transforma y nos ayuda en el momento de necesidad (1 Corintios 15,9-10; Hebreos 4,16).

El instinto espiritual de la Vir­gen María. Según el Evangelio de San Lucas, el ángel Gabriel saludó a María con estas palabras: “¡Salve, llena de gracia! El Señor está con­tigo” y luego declara “tú gozas del favor de Dios” (Lucas 1,28-30). La palabra griega que aquí se traduce como “favor” es charis, una palabra muy significativa, que también puede traducirse como “encanto” o “hermo­sura”. ¡Qué perfectamente describe esta palabra a la Virgen María! Ella fue merecedora del favor de Dios, porque estaba llena de gracia, y pre­cisamente por eso era encantadora, amable y ciertamente de gran hermo­sura, porque Dios era lo primero y lo más importante en su vida.

¿Sabías, querido lector, que tú tam­bién puedes recibir la gracia de Dios? Sí, es cierto. La Escritura dice que por haber sido bautizados somos nuevas criaturas que podemos recibir la gra­cia de Dios (2 Corintios 5,17). San Pedro llega incluso a afirmar que por la gracia divina podemos “tener parte en la naturaleza de Dios” (2 Pedro 1,4). Cuando el Señor nos concedió su gracia en el Bautismo, despertó en nosotros el instinto espiritual, elevó nuestra naturaleza humana y la encaminó hacia el cielo. Pero, como sucede también con los músculos de nuestro cuerpo, este instinto no crece ni se fortalece a menos que le demos nutrición y lo ejercitemos.

En varias ocasiones, María pudo haber dudado de Dios o sentirse frustrada. Una de esas ocasiones fue, por ejemplo, la Anunciación; otra fue cuando trató de hablar con su Hijo, que estaba muy ocupado, pero Él la hizo esperar fuera de la casa (Mateo 12,47). También sucedió algo parecido en la fiesta de bodas que se realizaba en Caná de Galilea, cuando ella le pidió amablemente a Jesús que hiciera algo porque se había acabado el vino para la fiesta y Él le respondió: “Mujer, ¿por qué me dices esto? Mi hora no ha lle­gado todavía” (Juan 2,3-4).

Estas narraciones a veces nos pare­cen sorprendentes e incluso pueden llegar a irritarnos, porque vemos que Jesús le exige a María que actúe con una humildad y una modestia casi sobrehumanas. También nos llevan a pensar que si nosotros hubiéra­mos estado en el lugar de ella, tal vez habríamos respondido con aspe­reza, frustración o incluso enojo. Pero María no hizo nada de eso; precisa­mente porque estaba llena de gracia, se había dado cuenta de que en la Anunciación había sucedido algo muy especial; y luego pudo percibir que Jesús quería dejar en claro un punto importante haciéndola espe­rar; incluso podría decirse que ella Jesús haría lo necesario para resolver la situación en la fiesta de bodas, aun cuando acababa de decirle algo que parecía una reprensión directa.

Cómo desarrollar el instinto. Es obvio, naturalmente, que por su Inmaculada Concepción, la Virgen María era alguien especial. Pero en las narraciones de la Natividad, vemos que también hubo otras personas que estuvieron dispuestas a recibir la gra­cia y cuyo instinto espiritual era fuerte, por ejemplo, Simeón, Ana, José, Isabel e incluso el pequeño Juan el Bautista, aún no nacido. ¿Cómo percibie­ron estas personas que Jesús era un Ser superior y muy especial? ¿Cómo reconocieron que era el Mesías? Lo hicieron porque, al igual que la Vir­gen María, cooperaban con la gracia de Dios.

La gracia movió a José a cambiar de razonamiento y tomar a María como esposa; la gracia movió a Isabel a exclamar “dichosa” (Lucas 1,42). Fue la gracia la que inspiró al pequeño Juan a saltar de gozo en el vientre de su madre (1,44), y la que condujo a los pastores al pesebre y a los reyes magos a la Sagrada Familia (2,8-18; Mateo 2,1-12). Fue la gracia la que les dio a Simeón y Ana la capacidad de reconocer al Niño Jesús en el tem­plo (Lucas 2,22-38). ¿Cómo fue que sucedió esto? Estas personas estaban llenas del Espíritu Santo y eran dóciles a la gracia de Dios; así pudieron per­cibir lo que Dios les estaba revelando.

San Pablo le dijo a Timoteo “te recomiendo que avives el fuego del don que Dios te dio” (2 Timoteo 1,6) y a los colosenses les exhortó a bus-car “las cosas del cielo, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios” (Colosenses 3,1); a su vez a los corin­tios les instó diciéndoles “Procuren, pues, tener amor, y al mismo tiempo aspiren a que Dios les dé dones espi­rituales” (1 Corintios 14,1).

Esto que San Pablo les dijo a sus discípulos hace tanto tiempo, tam­bién se aplica a nosotros ahora. Todos tenemos un instinto espiritual y sólo nos hace falta reanimarlo; para eso, Dios nos ha concedido muchos talen­tos y dones maravillosos. Primero y lo más importante de todo es que nos ha dado el Espíritu Santo; también nos ha dejado su propio Cuerpo y su San­gre en la Sagrada Eucaristía. Nos ha perdonado los pecados y nos ha dado la Iglesia, que es su Cuerpo en la tie­rra. Por medio de todos estos dones y tantos otros, el Señor nos ofrece la posibilidad de llenarnos de su gracia y percibir su presencia, conocer su voluntad y experimentar su amor.

Es un proceso. La fe es un don de Dios, pero también es nuestra res­puesta a la gracia divina que actúa en nuestro ser. El instinto espiritual se despierta con mayor intensidad cuando dejamos que este don de la fe actúe en nosotros y nos lleve a actuar. A medida que se desarrolla nuestro instinto espiritual, vamos adquiriendo una mejor capacidad para percibir a Dios y reconocer lo que Él hace en el mundo. Esta transformación espiri­tual es un proceso.

Trata, pues, de darte cuenta en este Adviento si actúas con tu ins­tinto espiritual y con qué frecuencia lo haces. Dedica un tiempo a analizar cómo es tu vida de oración o cuál es tu actitud frente a la santa Misa. Pre­gúntate cosas como: ¿Sentí que Dios me dijo algo en la oración o justo des­pués de recibir la comunión? ¿Soy capaz de escuchar la voz suave y susu­rrante del Espíritu Santo en mi interior cuando contemplo la hermosura de un atardecer? ¿Qué es lo que me está tratando de decir el Señor en esta situación?

También es conveniente que pien­ses en la conducta de uno o dos familiares o amistades que tienes. ¿Cómo habría reaccionado María, José o Isabel frente a esta persona? ¿Qué es lo que me dice mi instinto espiritual cuando hablo con esta persona? ¿Me aconseja demostrar mayor amabilidad o una actitud menos crítica? ¿Me insi­núa que debo perdonar? ¿Me insta a ser más paciente, generoso o compa­sivo? Si te haces preguntas como éstas, trata de escribir las respuestas en un cuaderno, para más tarde ver lo que Dios ha venido haciendo en tu vida.

En una ocasión San Pablo escri­bió: “Pero soy lo que soy porque Dios fue bueno conmigo; y su bon-dad para conmigo no ha resultado en vano. Al contrario, he trabajado más que todos ellos; aunque no he sido yo, sino Dios, que en su bondad me ha ayudado” (1 Corintios 15,10). Aquello que le sucedió a Pablo, tam-bién nos puede suceder a nosotros, porque el Señor quiere ayudarnos a crecer, mientras hacemos lo posible por desarrollar nuestro instinto espi-ritual. Todo esto comienza cuando oramos diciendo: “Señor, derrama tu gracia sobre mí. Quiero ser dócil a tus mociones y dejar que tu poder haga de mí una nueva creación.”

Dios fue bueno conmigo; y su bondad para conmigo no ha resultado en vano. Al contrario, he trabajado más que todos ellos; aunque no he sido yo, sino Dios, que en su bondad me ha ayudado” (1 Corintios 15,10). Aquello que le sucedió a Pablo, también nos puede suceder a nosotros, porque el Señor quiere ayudarnos a crecer, mientras hacemos lo posible por desarrollar nuestro instinto espiritual. Todo esto comienza cuando oramos diciendo: “Señor, derrama tu gracia sobre mí. Quiero ser dócil a tus mociones y dejar que tu poder haga de mí una nueva creación.”

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