La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Ago/Sep 2010 Edición

Dichosa tú por   haber creído

El tesoro de los misterios de Cristo y María

Dichosa tú por   haber creído: El tesoro de los misterios de Cristo y María

“De sol a sol trabaja el hombre—dice el antiguo proverbio—pero la mujer ¿cuándo descansa?” ¿Ha existido alguna otra mujer que haya vivido mejor estas palabras que la Virgen María?

Ella ha estado trabajando por su familia desde hace dos mil años, y su trabajo aún no termina. De hecho, no descansará ni dejará de trabajar ni un día hasta que vea que su Hijo Jesús venga en gloria y lleve a todos sus hermanos y hermanas a casa para que vivan con Él. Como buena madre que es, ella aprovecha todas las oportunidades para ayudarnos a ver a Jesús más claramente, superar nuestras dificultades y crecer en el amor los unos por los otros. Y ¿por qué lo hace? Porque quiere ver que toda su familia disfrute de la paz, la unidad y la felicidad.

La Virgen María es ciertamente nuestra madre, pero también es nuestro modelo. Dios, que es todo gracia, decidió llenarla de su gracia y hacer que la vida de ella fuera un reflejo de su propia santidad y amor. Como resultado, María ha pasado a ser motivo de atracción para todas las generaciones, moviendo a innumerables millones de personas a imitar sus actitudes y su manera de vivir. La pureza, el amor y la obediencia que ella demostró, y que sigue demostrando, nos llegan a lo profundo del corazón, porque personifican la esencia misma de la santidad que todos admiramos y deseamos lograr.

Es evidente que la Virgen María ha merecido el mayor honor desde hace muchos siglos, pero no por educación, lugar en la sociedad o grandes riquezas, sino por la manera en que llevó a Cristo, tanto en su seno virginal durante aquellos nueve meses, como en su corazón durante toda su vida.

Atesorar y ponderar. Debido a que María estuvo completamente envuelta y sumergida en la maravillosa gracia de Dios, su embarazo fue probablemente distinto al de todas las demás mujeres en la historia del mundo. En efecto, comenzó de una manera bastante inusual: con su encuentro con el Arcángel Gabriel y el Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra. Luego, comprobó que Dios le había abierto los ojos a su novio José en un sueño y lo había convencido de aceptarla a ella y a la criaturita que ella daría a luz. Más tarde, vio que su prima Isabel la proclamaba la mujer más bienaventurada de todas y que el bebé que aquélla llevaba en su seno —que más tarde sería Juan el Bautista— había brincado de gozo en el vientre de su madre. Considerando todos estos maravillosos sucesos, ¡cuántas veces habrá reflexionado María sobre estas cosas y palpado con sus manos al Niño Jesús que se movía en su vientre!

Durante todo su embarazo, y más aún después de que nació el Niño, María guardaba en su corazón todo lo que iba sucediendo en ella misma y a su alrededor. Sin duda, meditaba profundamente en la obra que Dios estaba realizando en su vida para entender mejor cómo llegaría a hacerse realidad. Iba guardando en su recuerdo cada situación que experimentaba, aunque su conciencia le decía que todo era bueno. Precisamente esto la movía a amar más a Dios y a regocijarse por el poder y el amor del Todopoderoso. En todas estas circunstancias, “María guardaba todo esto en su corazón, y lo tenía muy presente” (Lucas 2,19), es decir, lo atesoraba y lo ponderaba con amor.

Y mientras María reflexionaba con su razonamiento humano todo lo que le sucedía, el Espíritu Santo actuaba en su corazón y la llenaba de la sabiduría secreta de Dios (1 Corintios 2,7). Gracias a la acción del Espíritu, ella comenzó a entender los planes de Dios en un nivel más profundo del que había conocido anteriormente, porque se veía elevada a la presencia del Altísimo y se sentía llena de gozo y confianza.

Todo esto parece tan hermoso, pero sería erróneo pensar que este caminar con Dios no le exigía esfuerzo alguno a María. Ella quería atesorar y ponderar las cosas de Dios, porque le habían tocado muy hondo en su alma y su conciencia; incluso algunas de ellas la habían dejado perpleja e inquieta (Lucas 2,35.48). Si la Virgen María hubiera dejado de escuchar a Dios y de meditar en sus palabras, habría corrido el mismo peligro ante el que todos nos vemos, de alejarnos del Señor cuando nos desentendemos de nuestra relación con Cristo por un tiempo. Cada día ella tenía que acudir a Dios, hacer oración y decirle: “Dios mío, quiero conocerte mejor; quiero entender lo que estás haciendo en mí.”

Cuando María fue iluminada por el Espíritu Santo (como en el día de la Anunciación o cuando se reunió con Isabel), se hizo el propósito de recordar claramente todo lo que iba experimentando, para más tarde reflexionar y ponderar lo que había visto y oído. Mientras guardaba todas estas vivencias en su corazón, iba creciendo en sabiduría y entendimiento, y como resultado fue capaz de aceptar mejor los acontecimientos que se fueron sucediendo más tarde, como en las Bodas de Caná o incluso en el monte Calvario.

Dichosa por haber creído. Cuando María llegó a la casa de Isabel, ésta exclamó: “¡Dichosa tú por haber creído que han de cumplirse las cosas que el Señor te ha dicho!” (Lucas 1,45). En efecto, lo que le permitió aceptar sin condiciones lo que Dios le proponía fue la fe. No tenía que entender todo ni enterarse de todos los detalles del plan; sencillamente aceptó a Dios y confió en Él. Su corazón era como un cuaderno abierto, listo para que el Espíritu Santo escribiera en él los planes que tenía para ella (2 Corintios 3,3). Esta es la clase de fe que Dios quiere darnos a cada uno de nosotros; es la postura que el Señor desea que tengamos toda vez que nos presentamos en su presencia y hacemos oración.

Los padres de la Iglesia solían contrastar la fe que reveló la respuesta de María con la falta de fe que reveló la de Eva. A diferencia de Eva, que aceptó lo que la serpiente le decía y de esa manera introdujo la desobediencia y la muerte en el mundo, María creyó y aceptó las palabras de Dios y así pudo dar a luz al santo e inocente Salvador del mundo. Cuando Eva fue tentada, perdió la capacidad de pensar claramente y como resultado optó por seguir un camino distinto del que Dios le había marcado y prefirió buscar el de la glorificación y la satisfacción propia. María en cambio se aferró con todas sus fuerzas al Señor en los momentos de tentación y así pudo negarse a buscar su propio beneficio. No hay duda alguna de que María fue tentada, pero ella no cedió; más bien se abandonó en manos de Dios y así recibió la fortaleza y el consuelo que el Señor quería darle.

Mirando hacia las innumerables generaciones de personas que vendrían después de los primeros discípulos, Jesús le dijo a Tomás: “¡Dichosos los que creen sin haber visto!” (Juan 20,29). Lo que resulta asombroso en estas palabras —que siempre se aplican a los que nunca hemos visto al Señor— es que primeramente se aplicaron a la Virgen María. Ella fue el primer ser humano que creyó en Jesús antes de que pudiera verlo.

Por senderos difíciles. Pero la fe de María no fue algo que se manifestó una sola vez; no, fue un caminar cotidiano, como el nuestro, por llanuras placenteras y también por senderos tortuosos y abismos llenos de peligro. Su vida estuvo probablemente tan llena de tentaciones como la nuestra, e incluso podemos imaginarnos lo mucho que se habría alegrado Satanás si hubiera podido lograr que la Madre de Dios pecara.

Pero la tentación no viene solamente del mal. Sin duda María experimentó el dolor de la murmuración, cuando el vecindario se hacía conjeturas acerca de su sorpresivo embarazo. Incluso debe haberse sentido dolida cuando Jesús (que apenas tenía 12 años) la enfrentó en el templo (Lucas 2,48-50). Luego, en aquel primer Viernes Santo, cuando una espada le atravesaba el corazón, María debe haberse sentido tentada a dar rienda suelta a su frustración, su enojo y su odio contra todos los que habían flagelado cruelmente y matado a su Hijo. Pero en cada una de estas situaciones, ella se mantuvo serena. Las palabras de la Escritura que se aplican a Jesús —de que Él fue tentado en todo tal como nosotros, pero nunca pecó— también se aplican de modo especial a la Virgen María, su madre (Hebreos 4,15).

Nosotros, los fieles de Cristo, hemos sido igualmente creados para ser templos espirituales, una morada para el Señor. María se convirtió en este templo cuando se sometió con plena fe al Espíritu Santo y le dio al Señor la libertad de hacer lo que Él quisiera en su vida. Lo bueno es que ahora, nosotros también podemos hacer lo mismo. Podemos entregarnos a Dios diariamente y pedirle que haga en nosotros todo lo que desee hacer y qué bueno y reconfortante es saber que mientras tratamos de rendirnos ante Dios día tras día, María está allí mismo con nosotros, intercediendo y pidiéndole a Dios que nos llene de gracia, tal como la llenó a ella.

La Virgen María y el Santo Rosario. Sabemos que la meta de la vida cristiana es vivir cada día para Cristo y llevar una conducta que nos ayude a asemejarnos cada vez más a Él. Y nos preguntamos: ¿Quién conoció mejor a Jesús, quién lo observó más de cerca y quién meditó en sus palabras con más atención que su madre María? ¡Nadie!

Así pues, mientras rezamos el santo Rosario, tenemos la oportunidad de unirnos a María en la contemplación y la celebración de los misterios de Cristo. La constante oración de María por nosotros y con nosotros es lo que nos llevará a acercarnos más a Cristo Jesús. Por el testimonio de su vida y la intercesión que ahora hace por nosotros, María quiere enseñarnos a llevar a Jesús en el corazón día a día; quiere demostrarnos cómo podemos entregarnos a Jesús con una fe cada vez mayor. Nada le complace más que lleguemos nosotros a experimentar una gran intimidad espiritual con su Hijo. Estos elevados propósitos no deben sorprendernos en absoluto porque, después de todo, María es también nuestra madre.

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