La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Noviembre 2020 Edición

Jesús tiene la última palabra

En la tribulación, fija la mirada en el cielo

Jesús tiene la última palabra: En la tribulación, fija la mirada en el cielo

Poco después de cumplir los cuarenta años, Marta tuvo un grave accidente de tránsito. Sobrevivió, pero quedó malherida y tuvo que permanecer hospitalizada, para luego pasar meses de intensos dolores y rehabilitación. Durante ese tiempo, no podía trabajar ni cuidarse ella ni a su familia. Extrañaba mucho sus pasatiempos favoritos —tenis, caminatas y ciclismo— y se dio cuenta de que con el paso del tiempo nunca volvería a disfrutar de estas ni de otras actividades.

Pensando en cómo sería su nueva vida, Marta empezó a sentirse cada vez más deprimida y se preguntaba: “¿Por qué dejó Dios que esto me sucediera a mí?” y “¿Acaso no le importamos yo y mi familia?” Pero en lugar de sentir rencor y rechazar a Dios, siguió orando y poco a poco se convenció de que Dios la cuidaría y la auxiliaría siempre.

Esto llevó a Marta a reconocer que tenía que cambiar su modo de razonar. Siempre había creído que si ella era fiel a Dios, su vida sería más fácil que la de aquellos que no creen; pero ahora estaba comprendiendo que seguir a Cristo significa llevar la cruz con él. Así se dio cuenta de que el camino del Señor implicaba momentos de tribulación y prueba, pero también una experiencia más profunda de su resurrección. En otras palabras, estaba adquiriendo una visión celestial.

Esta es la visión que queremos explorar en este artículo; es decir, que el hecho de tener una perspectiva celestial puede ayudarnos a soportar las épocas más difíciles de la vida.

Jesús, hombre de dolores. “En el mundo, ustedes habrán de sufrir” (Juan 16, 33). Jesús pudo decir esto porque conocía muy bien el dolor y los padecimientos, y en efecto sabemos que su vida no fue nada fácil: recorrer incansablemente millas y millas polvorientas, numerosos días pasados sin comer y muchas noches de dormir en lugares incómodos. Además, qué frustración habrá sentido cuando empezaron a criticarlo duramente por haber sanado a alguien en día sábado (Marcos 2, 24), o al enterarse de que sus enemigos buscaban una oportunidad para matarlo.

Pensemos también en que los amigos más cercanos de Jesús, al final, se marcharon. Judas Iscariote, uno de los Doce, lo traicionó, y Pedro, su discípulo más cercano, negó siquiera conocerlo. Y cuando él más necesitaba el apoyo de ellos, como cuando sufría la agonía en la cruz, casi todos lo abandonaron.

¿Cómo pudo Jesús perseverar? Pudo hacerlo manteniéndose unido a su Padre celestial. “No estoy solo, porque el Padre está conmigo”, dijo a sus discípulos (Juan 16, 32). De su Padre recibía la fortaleza pasando largas horas en oración, a veces toda la noche. El Señor mantenía la mirada fija en el cielo, allá a donde pronto volvería, y donde iba a estar rodeado por la multitud que él mismo iba a redimir mediante su muerte y su resurrección.

La última palabra. Los primeros seguidores de Jesús también conocieron el sufrimiento. De hecho, sabían que por seguirlo a él, tendrían igualmente una vida de persecuciones y posiblemente martirio.

Jesús advirtió a sus discípulos que eso era algo que posiblemente experimentarían y les aconsejó que se consideraran bendecidos cuando tal cosa sucediera: “Dichosos ustedes, cuando la gente los insulte y los maltrate, y cuando por causa mía los ataquen con toda clase de mentiras. Alégrense, estén contentos, porque van a recibir un gran premio en el cielo” (Mateo 5, 11-12).

Asimismo, el apóstol San Pablo, que no era ajeno a las penurias, escribió: “Lo que sufrimos en esta vida es cosa ligera, que pronto pasa; pero nos trae como resultado una gloria eterna mucho más grande y abundante” (2 Corintios 4, 17). Y Santiago escribió: “Dichoso el hombre que soporta la prueba con fortaleza, porque al salir aprobado recibirá como premio la vida, que es la corona que Dios ha prometido a los que lo aman” (Santiago 1, 12).

¿Puedes ver aquí una idea común? Estos tres pasajes sitúan el sufrimiento y las afliccíones en una perspectiva eterna; pero sin minimizarla en modo alguno, es decir, que esta no es la última palabra; la última palabra le pertenece a Dios, una palabra que es de vida eterna con él en el cielo.

Cómo “sufrir bien”. Entonces, ¿cómo podemos desarrollar y fortalecer nuestra propia perspectiva eterna? ¿Cómo podemos aprender a considerarnos “muy dichosos” cuando nos lleguen las dificultades (Santiago 1, 2)? Aquí hay algunas sugerencias:

1. Apóyate en Cristo. Como ya lo dijimos, Jesús pudo soportar los sufrimientos porque permaneció unido a su Padre orando constantemente y procurando siempre hacer la voluntad de su Padre. Lo mismo es válido para nosotros. Cada día, Jesús nos invita: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar. Acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde; así encontrarán descanso” (Mateo 11, 28-29). Cuando la vida se pone difícil, podemos apoyarnos en Cristo y pedirle que nos ayude a encontrar descanso para el alma. El solo hecho de sentarnos en la quietud, hacer oración e imaginarnos que él está junto a nosotros puede aliviar los temores e inquietudes que tengamos. Son momentos en los que podemos escuchar las palabras reconfortantes del Señor.

2. Confía en que el Espíritu Santo está contigo. Es posible que a veces te parezca que has llegado a un punto muerto en el camino. Pero recuerda que en el Bautismo recibiste la fuerza del Espíritu Santo; recuerda que el Espíritu es fiel y sigue viviendo en ti. Este no es solamente un pensamiento agradable, pues el hecho de que el Espíritu está en ti significa que tú tienes acceso a la propia sabiduría de Dios; significa que hay Alguien que puede orar contigo, e incluso por ti, cuando fallan las palabras (Romanos 8, 26). Esto significa que tienes acceso a la propia fuerza de Dios para levantarte, llenarte de esperanza y ayudarte a ver tu vida con una perspectiva celestial.

3. No camines solo. Jesús nunca quiso que sus discípulos anduvieran solos, especialmente en épocas de adversidad. Cuando la vida se pone difícil, a veces tendemos a aislarnos pensando que es mejor no hablar de nuestros problemas para no molestar a los demás. Pero lo que muy a menudo sucede es exactamente lo contrario. Nos encontramos con que hay gente que quiere auxiliarnos, aunque solo sea escucharnos y ofrecernos palabras de aliento. ¡No vayas solo! Llama a un familiar, un amigo de tu parroquia o el párroco y pídele que ore por ti y tal vez incluso contigo. Si no te viene nadie a la mente que pueda ayudarte, pídele al Señor que te envíe a alguien. Jesús no andaba solo y por cierto no quiere que tú lo hagas.

4. Aférrate a la esperanza del cielo. Nosotros estamos rodeados por el cielo, porque Dios nos rodea. No es fácil verlo, pero el Señor nos prometió que el Reino de los cielos está en medio de nosotros y tal vez podemos verlo solo de una forma velada y oculta, pero ahí es donde actúa la fe: creer aunque no veamos. Y si nos afianzamos en la fe, podemos degustar la delicia del cielo en la Eucaristía, en una hermosa puesta de sol o en el abrazo de un ser querido. Todos estos “deleites” nos apuntan hacia el futuro; nos anuncian la alegría que nos espera, cuando finalmente logremos disfrutar del cielo en toda su gloria.

Todas las cosas cooperan para el bien. Dios quiere que tengamos siempre presente la promesa del cielo, cualquiera sea la situación en que estemos. Si te parece difícil creer esto, recuerda todas las bendiciones que Dios ya te ha concedido. Piensa en tus santos favoritos y en cómo ellos perseveraron hasta el final. O en el propio Jesús, que experimentó el dolor en el huerto de Getsemaní y la agonía de la cruz, para luego experimentar el gozo inefable de la resurrección. Si nada de esto te brinda alivio, simplemente repite la promesa de la Escritura: “Todos los que invoquen el nombre del Señor, alcanzarán la salvación” (Romanos 10, 13). Dios es absolutamente fiel y él te socorrerá. Para el ciudadano del cielo, hasta los sufrimientos que haya al final serán fuente de gloria celestial.

La Sagrada Escritura nos promete que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, a los cuales él ha llamado de acuerdo con su propósito” (Romanos 8, 28). A veces resulta difícil creer esto, pero en realidad es una promesa en la que puedes confiar. Sí, cree en la Palabra de Dios más que en tus emociones; confía en sus promesas. Tal vez no puedas imaginarte que de una situación difícil pueda salir algún bien y tal vez no veas que las promesas de Dios se han cumplido a través de los años; pero al fin de cuentas, descubrirás —junto a todos los ciudadanos del cielo— que bien merecía la pena perseverar. Así que, mantente firme y no desmayes, y un día tu Padre celestial te recibirá y te abrazará, y ese día ¡todo el cielo se regocijará contigo!

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