La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Noviembre 2020 Edición

El cielo comienza. . . ¡ahora!

Somos ciudadanos de un nuevo Reino

El cielo comienza. . . ¡ahora!: Somos ciudadanos de un nuevo Reino

Otra vez estaba Pablo en problemas. Cuando los soldados romanos lo arrestaron por haber causado un disturbio en Jerusalén, se prepararon para interrogarlo y azotarlo (Hechos 22, 24), pero con una sola pregunta Pablo logró evitarlo: “¿Tienen ustedes autoridad —preguntó al capitán— para azotar a un ciudadano romano y además sin haberlo juzgado?” (22, 25). El capitán detuvo el flagelo, pues sabía que si seguía adelante él mismo podría terminar en la cárcel. Era así porque el hecho de ser ciudadano del Imperio Romano significaba tener ciertos derechos que no podían ser violentados.

Obviamente, Pablo estaba consciente de su identidad de ciudadano romano y de los beneficios de tal ciudadanía; pero también sabía que él tenía otra identidad que lo hacía merecedor de un conjunto de beneficios mucho mejores: “Nosotros somos ciudadanos del cielo”, escribió en su carta a los filipenses (3, 20).

La ciudadanía todavía significa algo hoy en día. Sea cual sea el país en el que vivamos, nuestra ciudadanía lleva consigo derechos y responsabilidades; y la mayoría consideramos que es algo valioso que no debe tomarse a la ligera. Por eso, nosotros también podemos declarar que tenemos una especie de doble ciudadanía: la nacional y la celestial.

Cada año, durante el mes de noviembre, las lecturas de la Misa nos llevan a poner atención a “las últimas cosas”: el cielo, el infierno, el purgatorio y la Segunda Venida de Cristo. En consonancia con esa tradición, queremos dedicar la edición de este mes a explorar lo que significa vivir como ciudadanos del cielo, para lo cual veremos qué nos enseña el Nuevo Testamento acerca del cielo, pues así tendremos una idea más clara de cómo Dios quiere que vivamos en la tierra. Igualmente, queremos tratar de vislumbrar algo del glorioso futuro que nos espera. Así como la visión celestial que tenía San Pablo ayudó a soportar persecuciones y penurias, la visión del cielo que nosotros tengamos probablemente nos ayude a “ganar el premio celestial que Dios nos llama a recibir por medio de Cristo Jesús” (Filipenses 3, 14).

Una visión celestial. Es difícil imaginarse cómo es el cielo, y ninguno de nosotros puede saberlo a ciencia cierta, porque nadie lo ha visto en realidad; pero Jesús sí lo sabía, y trató de explicarlo, como cuando comenzó su ministerio público anunciando: “El Reino de los cielos está cerca” (Mateo 4, 17). Luego, lo demostró curando a los enfermos, expulsando demonios, resucitando a los muertos y proclamando la misericordia de Dios. Era de claridad meridiana que estaba comenzando una nueva época, el momento en que el cielo irrumpía en este mundo de una manera totalmente nueva.

Esta nueva realidad celestial se hizo más patente aún cuando Cristo murió y resucitó de entre los muertos. ¡Jesús había derrotado a la muerte para siempre, y no solo para sí mismo, sino para todos los que quisieran creer!

Sí, efectivamente el Reino de los cielos ha llegado y está hoy aquí, y es tan real para nosotros como lo fue para María Magdalena en la tumba, para Pedro en el cenáculo y para los discípulos de Emaús.

Pero en ninguna parte podemos ver el cielo en la tierra más claramente que en el milagro que ocurre sobre el altar cada vez que el pan y el vino se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Cada vez que nos congregamos para adorar al Señor, nos rodea una compañía angelical que canta: “¡Gloria a Dios en las alturas!” Cada vez que escuchamos la proclamación de la Palabra de Dios, lo que oímos es la propia voz de Cristo que está sentado en su trono; y cada vez que vamos a recibirlo en la Comunión, podemos saborear la vida eterna que el Señor promete a todo aquel que coma y beba con fe. De manera que, dondequiera que estemos y cualesquiera sean nuestras circunstancias, el Reino de los cielos está presente dondequiera que el Rey resucitado sea glorificado y adorado.

Herederos del cielo. Cuando Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan, reveló la gloria del cielo, una gloria que un día envolverá a todos los que crean (Mateo 17, 1-8). El Señor nos enseñó que, así como la gloria de Dios resplandeció en él en la montaña de la Transfiguración, todos seremos transformados y también brillaremos, y así como Jesús escuchó la voz de Dios Padre, nosotros también escucharemos que nos dice “Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.”

En efecto, San Juan enseña que “ahora somos hijos de Dios” (1 Juan 3, 2), y esto vale también para ti. Sí, aunque a veces tengas dudas. Tal vez tú no vivas como hijo de Dios todo el tiempo, pero eso no quita que Dios te reclame como suyo y te reciba como hijo de su Reino. Esto no niega el deseo profundo que tiene Cristo de que, después de que tú mueras y vayas hacia él, sepas sin la menor sombra de duda que tú eres hijo de Dios. Aunque no lo veas en la actualidad, tu dignidad como hijo o hija de Dios está indeleblemente impresa en tu corazón.

Las imágenes que ahora vemos de la Transfiguración de Jesús contrastan bastante con la experiencia de la realidad actual. En este mundo oscurecido por el pecado, a veces divisamos destellos del cielo, pero solo podemos ver “de manera indirecta, como en un espejo” (1 Corintios 13, 12). Nos cuesta apreciar nuestra dignidad de hijos de Dios porque tenemos la visión oscurecida por el pecado y las heridas del pasado; además tenemos el corazón dividido entre la “carne” y “el espíritu” (Gálatas 5, 16), por lo cual nuestra vida es de esperanza, porque aguardamos aquel día en que se resuelvan todos nuestros conflictos interiores y se disipen para siempre las tinieblas de los corazones y del mundo.

Todos experimentaremos la muerte física, pero Cristo nos ha prometido que, si tenemos parte en su muerte al pecado, también participaremos en su resurrección, y nos ha prometido que llegará el tiempo en que él “cambiará nuestro cuerpo miserable para que sea como su propio cuerpo glorioso” (Filipenses 3, 21). Es decir, que todos “seremos como él, porque lo veremos tal como es” (1 Juan 3, 2).

Cielo nuevo y tierra nueva. En el libro del Apocalipsis, San Juan describe una visión del cielo. Por supuesto, las meras palabras humanas nunca pueden captar plenamente lo que es el cielo, pero la visión de Juan revela una importante verdad: el cielo es un lugar tan glorioso que no lo podemos imaginar.

San Juan dice que Dios está sentado en su trono de gloria y que del trono salen relámpagos, voces y truenos, y añade que alrededor de Dios hay veinticuatro ancianos y cuatro seres vivientes llenos de ojos por delante y por detrás que continuamente claman: “¡Santo, santo, santo es el Señor, Dios todopoderoso, el que era y es y ha de venir!” (Apocalipsis 4, 1-11), mientras una multitud de ángeles canta: “¡El Cordero que fue sacrificado es digno de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza!” (5, 11-12). Y “una gran multitud de todas las naciones, razas, lenguas y pueblos” elevan sus voces en adoración a Jesucristo, el Cordero de Dios (7, 9).

Hacia el final del Apocalipsis, San Juan afirma que habrá “un cielo nuevo y una tierra nueva”, cuando toda la creación será renovada:

Y oí una fuerte voz que venía del trono, y que decía: “Aquí está el lugar donde Dios vive con los hombres. Vivirá con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor.” (Apocalipsis 21, 3-4)

Esta es tu historia. Lo más maravilloso de todas estas descripciones del cielo es que su propósito es que sean tu propia historia. Jesús quiere llevarte a su morada celestial, donde podrás vivir con él para siempre, con un cuerpo glorificado y liberado de todo dolor, cansancio y enfermedad. Tendrás la misma personalidad que tienes ahora, pero estarás purificado de todo pecado y negatividad. Todos los deseos puros, justos y santos que hayas tenido en tu vida florecerán, y todos los deseos egocéntricos y pecaminosos desaparecerán. En otras palabras, serás tan santo como los santos del cielo y tan eterno como los ángeles.

Pero eso no es todo. En el cielo, te reunirás con todos tus seres queridos. ¿Te imaginas la alegría que sentirás al volver a abrazar a tu madre, tu padre, tu marido, tu esposa, tus hijos o tus amigos más íntimos? También serás amigo con todos los santos y piensa cómo será el compartir vivencias con la Virgen María, disfrutar de la nueva creación con San Francisco de Asís, o escuchar a la Madre Teresa contarte las dificultades y alegrías que tuvo en la tierra.

Pero lo mejor de todo es que tendrás una indescriptible felicidad porque estarás constantemente rodeado del amor de Dios todopoderoso, y cuando contemples la gloria de su divina faz, te maravillarás por su impresionante hermosura y majestuosa gloria (Apocalipsis 22, 4). Con razón no querrás nada más que unir tu voz a las de todos los santos y ángeles en adoración gozosa de Aquel que te creó por amor, te rescató con misericordia y te llevó a este lugar extremadamente glorioso.

Tu nuevo hogar. Tú eres ciudadano del cielo, así que ¡decídete a pensar en tu nuevo hogar!, pues este es la morada que Jesús tiene preparada para ti, el lugar al que el Espíritu Santo te ha venido encaminando desde el día en que fuiste bautizado.

Teniendo presente todo lo anterior, deja que esta visión celestial condicione tu forma de mirar este mundo; deja que guíe tus decisiones, te consuele en tus pesares, te fortalezca en tus padecimientos y le imprima color y sabor a cada una de tus relaciones. A continuación, estudiaremos algunas de las cosas que podemos hacer para empezar a experimentar el cielo desde ahora aquí en la tierra.

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